Siete D?as Para Una Eternidad
Siete D?as Para Una Eternidad читать книгу онлайн
Por primera vez, Dios y el diablo est?n de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas qui?n de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una ?ltima batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviar? a la Tierra un emisario que contar? con siete d?as para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producir? en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ?ngel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ning?n tipo de escr?pulos. La tarde de su primer d?a en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternaci?n de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.
Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia rom?ntica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deber?an haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– Lo siento -dijo, alejándose.
Vagó por las aceras, parándose ante los escaparates de las tiendas de lujo. Miró la puerta giratoria de los grandes almacenes Macy's y, sin siquiera darse cuenta, se metió por ella. Nada más entrar, una chica vestida de arriba abajo con un uniforme amarillo canario le ofreció rociarla generosamente con el último perfume de moda, Canary Wharf. Zofia rechazó cortésmente el ofrecimiento con una sonrisa apagada y le preguntó dónde podía encontrar la colonia Habit Rouge.
La joven no intentó disimular su irritación.
– Segundo mostrador a la derecha -dijo, encogiéndose de hombros.
Cuando Zofia se alejó, la vendedora presionó dos veces hacia su espalda el vaporizador amarillo.
– ¡Los demás también tienen derecho a existir!
Zofia se acercó al expositor. Levantó tímidamente el frasco de muestra, desenroscó el tapón rectangular y se puso dos gotas de perfume en el reverso de la muñeca. Se acercó la mano a la cara, aspiró la sutil esencia y cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados, la ligera bruma que flotaba bajo el Golden Gate ponía rumbo al norte, hacia Sausalito; en el paseo desierto, un hombre con traje negro caminaba solo junto a la orilla del mar.
La voz de una dependienta la devolvió a la realidad. Zofia miró a su alrededor. Mujeres cargadas con bolsas y paquetes iban de aquí para allá.
Zofia bajó la cabeza, dejó el frasco en su sitio y salió de los almacenes. Después se dirigió en coche al centro de formación para personas con trastornos de visión. La lección del día no fue más que silencio; sus alumnos lo respetaron durante toda la clase. Cuando sonó el timbre, se levantó de la silla, sobre el estrado, y les dijo simplemente «gracias» antes de abandonar la sala. Regresó a casa y, al entrar, vio un gran jarrón lleno de suntuosas flores que adornaba el vestíbulo.
– ¡Imposible subirlo arriba! -dijo Reina, abriendo la puerta-. ¿Te gusta? Queda bien en la entrada, ¿no?
– Sí-dijo Zofia mordisqueándose el labio.
– ¿Qué te pasa?
– Reina, usted no es de las que dicen «te lo había advertido», ¿verdad?
– No, ése no es mi estilo.
– Entonces, ¿podría poner este jarrón en sus habitaciones, por favor? -le pidió Zofia con la voz quebrada.
Acto seguido subió al primer piso. Reina la miró mientras subía la escalera; cuando desapareció de su vista, murmuró:
– ¡Te lo había dicho!
Mathilde dejó el periódico y miró a su amiga.
– ¿Has pasado un buen día?
– ¿Y tú? -contestó Zofia, dejando el bolso al pie del perchero.
– ¡Vaya respuesta! Claro que, viéndote la cara, la pregunta sobraba.
– Estoy cansada, Mathilde.
– Ven a sentarte en mi cama.
Zofia obedeció. Cuando se dejó caer sobre el colchón, Mathilde gimió.
– Lo siento -dijo Zofia, levantándose-. Y a ti ¿qué tal te ha ido el día?
– Ha sido apasionante -respondió Mathilde haciendo una mueca-. He abierto la nevera y he soltado un buen improperio, ya conoces mi sentido del humor…, eso ha hecho que un tomate se partiera de risa, y después me he lavado la cabeza con un champú al perejil.
– ¿Te ha dolido mucho hoy?
– Sólo durante la clase de aerobic. Puedes sentarte, pero con cuidado.
Mathilde miró por la ventana e inmediatamente añadió:
– ¡No, quédate de pie!
– ¿Por qué? -preguntó Zofia, intrigada.
– Porque vas a volver a levantarte enseguida -respondió Mathilde sin dejar de mirar hacia la calle.
– ¿Qué pasa?
– No puedo creer que te traiga otro -dijo Mathilde riendo.
Zofia dio un paso atrás con cara de sorpresa.
– ¿Está abajo?
– Es una monada. ¡Ojalá tuviera un hermano gemelo para mí! Te espera sentado en el capó del coche con flores. ¡Vamos, baja! -dijo Mathilde, ya sola en la habitación.
Zofia estaba en la calle. Lucas se puso de pie y le tendió un nenúfar rojo que sobresalía orgullosamente de un tiesto de barro.
– Sigo sin saber cuáles son tus flores preferidas, pero por lo menos ésta te incita a hablarme.
Zofia lo miró sin decir nada. Lucas avanzó hacia ella.
– Déjame por lo menos que te dé una explicación.
– ¿Una explicación de qué? -repuso ella-. No hay nada que explicar.
Le dio la espalda y entró en casa, se detuvo en medio del recibidor para dar media vuelta, salió de nuevo a la calle, se acercó a él sin pronunciar una sola palabra, se apoderó del nenúfar y volvió a entrar en casa. La puerta se cerró tras ella. Reina le cortó el paso y confiscó la flor acuática.
– Yo me ocupo de ella, y a ti, te doy tres minutos para subir a arreglarte. Coquetea y hazte la tiquismiquis, es muy femenino, pero no olvides que lo contrario de todo es nada. Y nada no es gran cosa… ¡Venga, rápido!
Zofia intentó replicar, pero Reina puso los brazos en jarras y dijo en un tono autoritario:
– ¡No hay «peros» que valgan!
Al entrar en sus habitaciones, Zofia fue directamente al ropero.
– No sé por qué, pero en cuanto lo he visto, he presentido que esta noche compartiría una cena ligera a solas con Reina -dijo Mathilde, admirando a Lucas a través de la ventana.
– ¡Ya está bien! -repuso Zofia, exasperada.
– Ya lo creo que está bien, ¡pero que muy bien!
– No me pinches, Mathilde, no es un buen momento.
Zofia descolgó la gabardina del perchero y se dirigió hacia la puerta sin despedirse de su amiga, que dijo en tono categórico:
– Las historias de amor siempre acaban arreglándose… salvo en mi caso.
– Para de una vez, ¿quieres? No tienes ni idea de lo que estás diciendo -repuso Zofia.
– Si hubieras conocido a mi ex, te habrías hecho una idea de lo que es el infierno. Vamos, vete y pásatelo bien.
Reina había puesto el nenúfar en una mesita. Lo miró atentamente y murmuró:
– ¡En fin!
Echando una mirada a su reflejo en el espejo de encima de la chimenea, se arregló apresuradamente los cabellos plateados y se dirigió sin hacer ruido a la entrada. Asomó la cabeza por la puerta y le dijo en voz baja a Lucas, que caminaba arriba y abajo por la acera:
– Ya sale.
Al oír los pasos de Zofia, se apresuró a entrar en sus habitaciones.
Zofia se acercó al coche malva en el que Lucas estaba apoyado.
– ¿Para qué has venido? ¿Qué quieres?
– Una segunda oportunidad.
– Nunca se tiene una segunda oportunidad para causar una primera impresión buena.
– Me encantaría demostrarte esta noche que eso es falso.
– ¿Por qué?
– Porque sí.
– Es una respuesta poco satisfactoria.
– Porque esta tarde he vuelto a Sausalito -dijo Lucas.
Zofia lo miró. Era la primera vez que percibía en él cierta fragilidad.
– Yo no quería que cayera la noche -prosiguió-. No, es más complicado. «No querer» siempre ha formado parte de mí; lo que resultaba extraño hace un rato era sentir lo contrario. ¡Por una vez he querido!
– ¿Has querido qué?
– Verte, oírte, hablar contigo.
– ¿Y qué más? ¿Que encuentre una razón para creerte?
– Deja que te lleve a cenar. No rechaces mi invitación.
– No tengo hambre -dijo ella, bajando los ojos.
– Nunca has tenido hambre. No soy sólo yo quien no lo ha dicho todo… -Lucas abrió la portezuela del coche y sonrió-. Sé quién eres.
Zofia lo miró fijamente y subió al coche.
Mathilde soltó la cortina, que se deslizó lentamente sobre el cristal. En el mismo momento, un visillo cubrió una ventana de la planta baja.
El coche desapareció al final de la calle desierta. Circulaban sin decir nada bajo una fina lluvia otoñal. Lucas conducía despacio; Zofia miraba hacia fuera, buscando en el cielo respuestas a las preguntas que se hacía.
– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó.
– Desde hace unos días -respondió Lucas, incómodo, frotándose la barbilla.
– ¡Maravilloso! ¡Y durante todo este tiempo no has dicho nada!
– Tú tampoco has dicho nada.
– ¡Yo no sé mentir!
– Y yo no estoy programado para decir la verdad.
– Entonces, ¿cómo quieres que no piense que todo es un montaje, que has estado manipulándome desde el principio?
– Porque eso sería subestimarse. Además, podría ser a la inversa, todos los contrarios existen. La situación actual parece darme la razón.
– ¿Qué situación?
– Este bienestar desbordante y extraño. Tú y yo en este coche sin saber adonde ir.
– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Zofia, con la mirada ausente vuelta hacia los peatones que caminaban por las aceras húmedas.
– No sé, ni idea. Estar a tu lado.
– ¡Para ya!
Lucas frenó en seco y el coche se deslizó sobre el asfalto mojado para acabar su carrera al pie de un semáforo.
– Te he echado de menos toda la noche y todo el día. He ido hasta Sausalito para pasear porque te añoraba, pero allí también te echaba de menos. Te añoraba y era una sensación agradable.
– Desconoces el significado de esas palabras.
– Sólo conocía su antónimo.
– ¡Deja de hacerme la corte!
El semáforo se puso en ámbar y después en verde, después otra vez en ámbar y después en rojo. Los limpiaparabrisas apartaban el agua imponiendo su ritmo al silencio.
– Yo no te hago la corte -dijo Lucas.
– Yo no he dicho que me la hicieras -repuso Zofia, moviendo vehementemente la cabeza-, he dicho que me la hacías. ¡Es distinto!
– ¿Y puedo continuar? -preguntó Lucas.
– Están haciéndonos señas con los faros.
– ¡Que esperen! ¡Está rojo!
– Sí, por tercera vez.
– No entiendo qué me pasa, claro que ya no entiendo nada, pero sé que me siento bien junto a ti y que esas palabras tampoco forman parte de mi vocabulario.
– Es un poco pronto para decir ese tipo de cosas.
– ¿Es que encima hay momentos para decir la verdad?
– ¡Sí, los hay!
– Pues entonces necesito urgentemente ayuda. Ser sincero es más complicado aún de lo que pensaba.
– Sí, ser honrado es difícil, Lucas, mucho más de lo que crees, y casi siempre es ingrato e injusto; pero no serlo es ver y afirmar que se es ciego. Resulta muy complicado explicarte todo esto. Somos muy diferentes el uno del otro, demasiado diferentes.
– Complementarios -dijo él, lleno de esperanza-, en eso estoy de acuerdo contigo.
– ¡No, completamente distintos!
– Y pensar que esas palabras salen de tu boca… De verdad, yo creía que…