Terrorista
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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
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Jack Levy empieza a emocionarse. La docilidad de los seres humanos, su buena disposición para agradar. Los judíos de Europa poniéndose sus mejores galas para desfilar hacia la muerte de los campos de exterminio. Los alumnos y las alumnas, de repente hombres y mujeres, estrechando la mano experta de Nat Jefferson, algo que nunca han hecho ni jamás volverán a hacer. El político, un tipo negro de espaldas anchas, un surfista que sobresale en el arte de sortear las olas políticas municipales desde que la fuerza de los votos pasó de los blancos a los negros, y ahora a los hispanos, renueva su sonrisa ante cada una de las caras de los graduados, mostrando una gentileza especial, a ojos de Jack Levy, con los estudiantes blancos, que son aquí clara minoría. «Gracias por estar con nosotros», dicen sus apretones de manos calurosamente prolongados. «Vamos a hacer que Estados Unidos / New Prospect / el Central High funcione.» En mitad de la aparentemente interminable lista, Irene proclama: «Ahmad Ashmawy Mulloy». El muchacho se mueve de manera elegante, alto pero no desgarbado, interpreta su papel pero no sobreactúa, demasiado solemne para hacer concesiones, no como otros, a sus partidarios entre el público con saludos y risitas. Él tiene pocos adeptos, la irrupción de aplausos es dispersa. Levy, que está en primera fila entre otros dos profesores, ataja con un nudillo furtivo las lágrimas incipientes que le cosquillean a ambos lados de la nariz.
Ofrecen la bendición un sacerdote católico y, para no herir a la comunidad musulmana, un imán. Las invocaciones habían ido a cargo de un rabino y un presbiteriano: ambos, para el gusto de Jack Levy, se alargaron en exceso. El imán, que lleva un caftán y un ceñido turbante de inmaculada blancura eléctrica, está de pie tras el atril y deja ir con cierto gangueo una retahíla en árabe, como si clavara una daga al silencioso público. Luego, quizá traduciéndolo, pasa a orar en inglés:
– ¡Conocedor de lo Oculto y de lo Manifiesto! ¡El Grande! ¡El Altísimo! ¡Dios es el creador de todas las cosas! ¡Es el Único, el Conquistador! Él envía la lluvia desde el cielo: luego hace fluir los torrentes en correcta mesura, y las aguas arrastran consigo una creciente espuma. Y de los metales que al fuego se funden para fabricar ornamentos o utensilios, una escoria similar se alza también. En cuanto a la espuma, desaparece rápidamente, y respecto a lo que es útil al hombre, eso permanece en la Tierra. A aquellos que hoy se gradúan les decimos: alzaos por encima de la espuma, de la escoria, y no hagáis sino residir de manera provechosa en la Tierra. A aquellos a quienes el Recto Camino conduce al peligro, les repetimos las palabras del Profeta: «¡Y no digáis de quienes han caído por Alá que han muerto! No, sino que viven».
Levy examina al imán: un hombre pequeño, impecable, que encarna un sistema de creencias que no hace tantos años causó las muertes de, entre otros, cientos de habitantes del norte de New Jersey que se desplazaban a diario a trabajar a Manhattan. El gentío se agrupó en los puntos más altos de New Prospect para ver el humo que subía de las dos torres del World Trade Center y se alejaba por encima de Brooklyn, la única nube de aquel día claro. Cuando Levy piensa en Israel en pie de guerra y en las pocas sinagogas que patéticamente sobreviven en Europa precisando de vigilancia policial día y noche, su buena voluntad inicial hacia el islam se disipa: el tipo del atuendo blanco se clava como una espina en la garganta de la ocasión. Levy no se siente molesto por la triple señal de la cruz del padre Corcoran en el cierre de la larga ceremonia; los judíos y los irlandeses han compartido las ciudades estadounidenses durante generaciones, y fueron las generaciones del padre y del abuelo de Jack, no la suya, las que hubieron de soportar el insulto de «asesino de Cristo».
– Bueno, hombre, ya está -dice el profesor de su derecha. Es Adam Bronson, un emigrante de Barbados que daba matemáticas empresariales a los alumnos de segundo y tercer curso en el instituto-. Siempre doy gracias a Dios cuando el año académico termina sin muertes.
– Ves demasiado las noticias -le dice Jack-. Esto no es Columbine; aquello fue en Colorado, el salvaje oeste. El Central es ahora más seguro que cuando yo era niño. Las bandas de negros tenían armas de fuego de fabricación casera, y no había arcos ni personal de seguridad. Se suponía que de eso se encargaban los supervisores, y éstos tenían suerte si no los tiraban escaleras abajo.
– Al poco de llegar, no podía creer -le confiesa Adam con su cerrado acento, música de una isla mansa, un steel-drum sonando en la distancia- que hubiera policías en los vestíbulos y el comedor. En Barbados teníamos que compartir libros que se caían a trozos y usábamos las dos caras de las hojas de los cuadernos, cualquier trozo de papel; la educación era muy valiosa para nosotros. Ni se nos pasaba por la cabeza hacer gamberradas. Aquí, en este edificio enorme, necesitas guardias como si estuvieras en la cárcel, y los estudiantes se las apañan para destrozarlo todo. No entiendo el odio estadounidense hacia el orden.
– Piénsalo en términos de amor por la libertad. La libertad es saber.
– Mis alumnos ni siquiera creen que las matemáticas empresariales vayan a servirles de nada. Imaginan que el ordenador lo hará todo en su lugar. Piensan que el cerebro humano está de vacaciones perpetuas, que a partir de ahora no tiene más ocupación que absorber diversiones.
El profesorado se une en fila de a dos a la procesión, y Adam, emparejado con un maestro del otro lado del pasillo, marcha delante de Levy pero se vuelve y continúa la conversación.
– Jack, dime. Hay algo que me da apuro preguntar, no sé a quién recurrir. ¿Quién es ese J-Lo? Mis alumnos no dejan de hablar de él.
– De ella. Cantante. Actriz -apunta Jack-. Hispana. Muy bien parecida. Un gran culo, según dicen. No sé más. Llega un momento en la vida -explica, para que el barbadense no crea que ha sido seco- en que los famosos no hacen por ti lo que solían.
La profesora con la que se ha emparejado él en este fin de oficio es la señorita Mackenzie, da inglés en el último curso, nombre de pila Caroline. Enjuta, mandíbula prominente, una fanática del fitness, cabello canoso, lleva un peinado a lo paje pasado de moda, el flequillo le llega hasta las cejas.
– Carrie -dice Jack afectuosamente-, ¿qué es eso de que das a leer Sexus a tus chicos? -Ella vive con otra mujer más al norte, en Paramus, y a Levy le parece que puede bromear como haría con un hombre.
– No seas malpensado, Jack -comenta ella, sin sonreírle siquiera-. Era uno de sus escritos autobiográficos, el de Big Sur. Lo incluí en la lista de lecturas optativas, nadie estaba obligado a leerlo.
– Ya, pero ¿y qué pensaron los que sí lo hicieron?
– Oh -responde en tono neutro, incipientemente hostil, entre el bullicio y el griterío y la música de recesión-, se lo toman con calma. De hecho, en sus casas ya han visto de todo.
La aglomeración humana de la gala al completo -graduados, profesores, padres, abuelos, tíos y tías, sobrinas y sobrinos- sale a empujones del auditorio hacia el vestíbulo frontal, donde los trofeos deportivos hacen guardia en largas vitrinas, como el tesoro de un faraón difunto, sellados, el pasado mágico, y luego hacia las amplias puertas delanteras, abiertas de par en par al sol de principios de junio y a la polvorienta vista del mar de escombros, hasta los enormes peldaños de la entrada, cotorreando y dando silbidos triunfales. Antaño, esta monumental escalinata de granito daba a un generoso regazo de césped y arbustos dispuestos simétricamente; pero las exigencias del automóvil fueron mordisqueando la parcela y terminaron por recortarla del lado del instituto a causa del ensanchamiento de Tilden Avenue -rebautizada con este desafiante nombre por un ayuntamiento mayoritariamente demócrata tras el pucherazo que cometió después de las presidenciales, en 1877, la comisión electoral dominada por los republicanos en confabulación con un Sur ansioso por que se levantara toda la protección militar del Norte sobre su población negra-, de modo que ahora las últimas losas de granito caen directamente sobre la acera, una acera separada de la calzada de asfalto por unos estrechos parterres que sólo reverdecen durante unas semanas, antes del asfixiante calor del verano y de que un montón de pisadas negligentes aplaste los indicios de exuberancia primaveral hasta reducirlos a una esterilla plana de hierba seca. Bajando del bordillo, la avenida de asfalto, tan arrugado como una cama hecha apresuradamente, con sus baches rebozados una y otra vez y sus roderas marcadas en alquitrán por el paso continuo de coches y camiones, ha sido cortada al tráfico a esta hora para dejar a los asistentes al acto un espacio en que disfrutar del sol y las felicitaciones, mientras esperan a que los recién graduados devuelvan sus togas en el interior del edificio y salgan para las últimas despedidas.