Terrorista
Terrorista читать книгу онлайн
Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Beth da otro paso, deja a la gente de la televisión cociéndose en sus propios jugos, va tambaleándose hasta la mesa que hay junto a la pared y de un manotazo levanta el auricular. Este nuevo tipo de teléfono es de los que quedan de pie en el soporte, y en una pantallita, justo debajo de los orificios a través de los que supuestamente se escucha, aparecen el nombre y el número de quien llama. Dice que es una llamada no local, de modo que o se trata de Maride o de su hermana en Washington o de algún vendedor telefónico llamando desde dondequiera que llamen, a veces lo hacen desde incluso la India.
– ¿Diga? -Los orificios del otro extremo del auricular no le llegan a la altura de la boca como con los teléfonos antiguos, los sencillos y macizos de baquelita negra que al colgarse quedaban boca abajo, y Beth tiende a alzar la voz porque no termina de fiarse.
– Beth, soy Hermione. -La voz de Herm siempre suena ostentosamente enérgica, ocupada, como para avergonzar a su indolente y consentida hermana menor-. ¿Por qué has tardado tanto? Estaba a punto de colgar.
– Bueno, pues ojalá lo hubieras hecho.
– No es un comentario muy amable.
– Yo no soy como tú, Herm. No puedo andar tan rápido.
– ¿De quién es esa voz que oigo de fondo? ¿Estás con alguien? -Sus palabras van rebotando de un tema a otro. Pero esa franqueza, que roza la grosería, no es más que un vestigio agradable de cuando eran niñas, de la forma de ser de los alemanes de Pennsylvania. A Beth le recuerda al hogar, al noroeste de Filadelfia y su follaje húmedo, sus tranvías y sus pequeñas tiendas de comida con montones de pan Meier's y Freihofer's en los estantes.
– Es la televisión. Estaba buscando el mando para apagarla -no quiere reconocer que le ha dado mucha pereza agacharse y recogerlo- y no he podido encontrar el maldito chisme.
– Bueno, pues ve y encuéntralo. No debe de estar lejos. Puedo esperar. Con tanto ruido es imposible hablar. Dime, ¿qué estabas viendo a estas horas?
Beth deja el auricular sin responder. «Es igual que nuestra madre», piensa mientras se arrastra hasta la parte de la moqueta verde claro -el vendedor lo definió como celedón- donde está caído boca arriba el mando a distancia, que a la vista y al tacto tiene un curioso parecido con el teléfono, negro mate y atestado de circuitos electrónicos: un par de hermanos que no pegan mucho. El esfuerzo va acompañado de un gemido, se agarra al brazo de la butaca con una mano y alarga trabajosamente la otra; con ese gesto vuelve a despertarse en sus poco usados músculos la sensación de un ejercicio, un arabesque penchée, aprendido en clases de ballet a los ocho o nueve años, en el estudio de Miss Dimitrova, encima de una cafetería en Broad Street; recupera el chisme y apunta con él a la pantalla del televisor, donde All My Children está llegando a su fin en el séptimo canal bajo un nubarrón de música escalofriante, siniestra. Beth divisa a Craig y Jennifer, en una charla acalorada, y se pregunta qué estarán diciéndose incluso al despedirlos con un clic. Se convierten en una estrellita que dura menos de un segundo.
En ballet había sido más ágil y prometedora que su hermana; a Hermione, solía afirmar Miss Dimitrova con su deje bielorruso, le faltaba ballon. «Ligera, ¡ligera!», gritaba mientras los ligamentos se marcaban en su cuello descarnado. «Vous avez besoin de légèreté! ¡Imaginad que sois des oiseaux! ¡Sois criaturas del aire!» Hermione, demasiado alta y desgarbada para su edad, y destinada, ya se veía, a ser una chica del montón, era entonces la lenta y patosa, y Beth la que parecía, en faisant des pointes, un pajarillo, dando vueltas con sus escuálidos brazos extendidos.
– Estás jadeando -la acusa su hermana cuando vuelve al aparato y se desploma con un gruñido en la silla pequeña y rígida que apartaron de la mesa de la cocina cuando, al irse, Mark dejó de comer con sus padres. La silla es una copia en madera de arce del estilo de los muebles Shaker y tiene un asiento tan estrecho que Beth tiene que apuntar el culo al dejarse caer; hace unos años no atinó a sentarse bien, la silla se ladeó y ella cayó al suelo. Se habría roto la pelvis de no haber estado tan rellenita, dijo Jack. Pero en el primer momento él no lo encontró tan divertido. Corrió hacia ella horrorizado y, cuando quedó claro que su esposa no se había hecho daño, pareció decepcionado. Bruscamente, Hermione pregunta-: No estarías viendo ningún avance informativo, ¿verdad?
– ¿En la tele? No. ¿Lo hay?
– No, pero… -se nota tensión en su titubeo, como en los silencios de los culebrones- a veces se filtra algo. Las cosas salen a la luz antes de lo que debieran.
– ¿Qué es lo que tiene que salir a la luz? -pregunta Beth, a sabiendas de que hacerse la ignorante es la mejor manera de sonsacarle información a Hermione, que tiende a ser mandona con su hermana.
– Nada, cariño. Por supuesto que yo no puedo decirte nada. -Pero, incapaz de soportar el silencio de Beth, prosigue-: Hay rumores en Internet. Creemos que se está preparando algo.
– Cielos -exclama dócil Beth-. ¿Y cómo se lo está tomando el secretario?
– El pobre. Es tan concienzudo en su trabajo, con todo el peso del país encima, que, la verdad, a veces temo que pueda con él. Tiene la tensión alta, ya sabes.
– En la tele parece que está bien de salud. De todos modos, creo que debería cambiar de peinado. Le da un aspecto beligerante. Hace que los árabes y los progresistas se pongan a la defensiva.
Beth no puede quitarse de la cabeza que le apetece otra galleta de avena y pasas, imagina cómo crujiría en su boca, con la saliva apartaría las pasas y juguetearía con ellas en la lengua hasta el momento de engullir. Antes solía sentarse a charlar por teléfono con un cigarrillo, pero cuando el jefe del servicio federal de sanidad empezó a repetirle que era perjudicial, lo dejó y ganó trece kilos el primer año. ¿Por qué le iba a importar al gobierno que la gente se muriese? No es que fuera su amo. Con menos individuos a quienes mandar, pensaba, irían más aliviados. Pero, claro, el cáncer de pulmón era un lastre para la seguridad social, y a la economía le suponía un coste extra en productividad de millones de horas de trabajo.
– Me da la impresión -apunta Beth, queriendo ayudar- que muchos de estos rumores son simples gamberradas de chavales de instituto y universitarios. Algunos, lo sé, se dicen mahometanos sólo para molestar a sus padres. Ahí tienes, por ejemplo, al chico con el que Jack ha hecho algunas tutorías. Se cree que es musulmán porque el haragán de su padre lo era, y encima no le hace ni caso a su madre, una irlandesa católica y muy trabajadora. Ponte por un momento en la piel de nuestros padres, ¿qué habrían dicho si hubiéramos aparecido en casa del brazo de un musulmán diciendo que nos queríamos casar?
– Bueno, tú casi lo hiciste -replica Hermione, como revancha por la crítica al peinado.
– Pobre Jack -prosigue Beth, recuperándose de la calumnia-, se ha esforzado muchísimo por arrancar a ese chico de las zarpas de su mezquita. Son como los fundamentalistas baptistas pero en peor, porque no les importa morir. -Conciliadora nata, quizá todas las hermanas pequeñas lo sean, vuelve al tema favorito de Hermione-: A ver, ¿qué es lo que le preocupa tanto estos días? Al secretario, vaya.
– Los puertos -la respuesta llega rápida-. Cada día entran y salen de los puertos de Estados Unidos cientos de buques portacontenedores, y en al menos el diez por ciento de ellos no se sabe qué hay. Podrían estar introduciendo armamento atómico bajo la etiqueta de cuero argentino o cosas así. El café de Brasil. ¿Quién sabe si es café? O piensa en esos inmensos buques cisterna, no sólo los petroleros, pongamos también los que llevan propano líquido. Así lo transportan, licuado. ¿Qué crees que podría pasar en Jersey City o en el puente de Bayonne si pudieran meter ahí unos cuantos kilos de Semtex o de TNT? Beth, sería una conflagración: miles de muertos. O en los metros de Nueva York, mira en Madrid. O lo que pasó en Tokio hace unos años. El capitalismo ha sido tan abierto… y así tiene que ser, para que funcione. Piénsalo, un puñado de hombres con rifles de asalto en un centro comercial, en cualquier parte del país. O en Saks o Bloomingdale's. ¿Te acuerdas de los viejos almacenes Wanamaker? ¿Y de lo contentas que íbamos allí cuando éramos niñas? Nos parecía un paraíso, sobre todo las escaleras mecánicas y la sección de juguetes del último piso. Todo eso terminó. Los estadounidenses ya no podemos volver a ser felices.