?gur Nebl?
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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.
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De pie, entre olíbanos y un gran silencio, el Apótropo invistió al nuevo Agon, le entregó el sello recuantificado y un pliego de títulos, y se abrazaron con prosopopeya. Acto seguido, Oibuleus abrazó a Malduin (cuyo destino Ígur desconocía), y el Apótropo de Órdenes Militares cedió la palabra al nuevo dignatario.
– Excelentísimo Apótropo, Excelentísimo Parapótropo, nobles y dignatarios, me tenéis ante vosotros como resultado de una difícil elección que ha acongojado mi ánimo en las horas y los días que han precedido a este momento; pero más difícil que la resolución de mis dudas es, ¿quién podría cuestionarlo?, la hora presente que nos toca vivir, y en mí se ha acabado imponiendo el sentido del deber por encima de cualquier fácil y cómoda consideración prioritaria personal. Quienes me conocéis sabéis que siempre he antepuesto la devoción a Su Majestad el Emperador al afán de lucro, la voluntad de servicio a la laxitud del cuerpo y el alma, la exigencia de la comunidad a la actividad bien remunerada, la labor callada y oscura al honor público. ¡Cuánto más sencillo habría resultado para mí continuar viviendo de las rentas, alejado del peso de los problemas y los compromisos!
– ¡Qué cinismo! -exclamó un noble situado a poca distancia de Ígur, lo suficientemente alto como para que se volvieran con discreción los de su alrededor, pero no lo bastante como para que lo oyeran desde el estrado-. ¡Después de las multitudes que ha tenido que asesinar para robar el cargo, aún tiene el aplomo de seguir el protocolo!
Ígur pensó que para una asesino no debía de ser problema el participar sacrílegamente en el protocolo; después, recordando las instrucciones, consultó su plano de personal. Se trataba del Infante de Arnael.
– Pero acceder a las justas imploraciones -proseguía el nuevo Agon- es para las horas difíciles, y en la actual no me ha sido posible desoírlas, cuando han llamado a mi puerta con tanta insistencia y terminal premura.
– Cuesta creer que nadie detenga esta farsa -dijo De Arnael, subiendo el tono.
Ígur echó una mirada circular, y topó con los ojos furiosos y perentorios de un Oficial de Guardia situado en un ángulo próximo, pero alejado del alcance de su sector; unos ojos que tenían la fijeza incisiva de una orden.
– Os ruego me excuséis, Infante -dijo Ígur al oído del escandaloso inconformista-, permitidme recordaros la obligación de cortesía de mantener las formas en un acto oficial de toma de posesión.
– Caballero -dijo De Arnael, volviéndose con ostentación y sin bajar la voz-, os dispenso del deber que me ampara de ser saludado por vos como un miembro de la aristocracia, sin que tal merced actúe en perjuicio de recordaros que puedo expresar la opinión que me dé la gana. Oibuleus es un ladrón y un criminal y nadie me obligará a tragarme esas falacias.
– Por tanto -proseguía el Agon-, he tomado la decisión de arrinconar la tendencia en mí natural al fervor de la vida retirada y, en contra de las inclinaciones tranquilas de la facilidad, hacer el sacrificio de aceptar este cargo, cuyas ingratas y gravosas responsabilidades infligidas a quien lo detente le serán compensadas, espero y deseo, por la más discreta satisfacción del deber cumplido.
De Arnael resopló ostensiblemente, y de nuevo el Guardia empujó a Ígur con la mirada.
– Infante -dijo Ígur, quizá con más energía de la necesaria, para así aplastar su propia incomodidad-, ante vuestra insistencia, me veo en la obligación de conminaros a que al salir de aquí os pongáis a disposición del Jefe de la Guardia de esta Apotropía, con la advertencia de que si persistís en vuestras manifestaciones me veré comprometido a sacaros fuera yo mismo.
De Arnael se volvió con ojos furiosos, pero Ígur se mantuvo impasible; unas filas más allá se volvió Galatrai, y se miraron largamente. El discurso del dignatario investido finalizó, y el Apótropo de Ordenes Militares cerró el acto con unas palabras.
– Nuestro querido hijo Dan Oibuleus, a quien deseamos la mayor fortuna y tino, se ha referido a momentos difíciles, y ciertamente lo son, principalmente para nuestras tan queridas, y no lo quiera la providencia, tal vez pronto lloradas instituciones; porque a pocos como a nosotros nos ha sido confiada la carga de penar por la división de los mundos, de soportar y mantener para el progreso una realidad fundamentada en la confrontación. ¿No valdría más, por tanto, enfrentarnos sin más, sin sentir absurdos como obstáculos, victorias como impedimentos ni derrotas como confirmaciones, como el que reprochando un suicidio ajeno por amor a una persona en favor alternativo de un suicidio anímico por amor a una idea, por más absoluto que tal idea contenga, no hubiera sido capaz de reprochar un suicidio en nombre de la vida misma, o como aquel otro que, acusado el primer sabio de barbado delirante y el segundo de anquilosado circunlocuaz, no tiene reparo en copiar a aquel a quien el primero a quien he aludido pretende reducir tan sólo a modelo útil para aprender a expresarse? Podemos detener el sol para ganar una batalla, pero no va bien encaminado el que crea que así se detiene el tiempo. Lejos para siempre de nosotros la prisa y la vanidad de los eversores, y por siempre humildes en el empequeñecimiento que a diario proporciona el abnegado servicio a la comunidad y a la preservación de su último sentido.
Acabado el acto, el Infante De Arnael cayó rápidamente en manos de la Guardia, que lo hizo desparecer sin que Ígur tuviera ocasión de tener que preocuparse. Pasaron a un saloncito contiguo, mucho más acogedor (también menos espacioso), y allí Ígur se situó para no perder de vista a Galatrai, que, tal vez consciente de una amenaza, centrifugaba miradas con inquietud. Ígur se encontró metido en un círculo de desconocidos (para él casi todos los asistentes lo eran) que discutían las noticias del día con una mezcla fluctuante de frivolidad y pasión; el caso en controversia era un atentado, presuntamente perpetrado por La Muta, contra un transporte del Gobernador de Taidra, que se había saldado con trece muertos entre los sirvientes y veinte más entre la población civil.
– Basta -decía un anciano peligrosamente enrojecido- con aplicar la vieja preceptiva literaria: busca a quién saca partido del crimen: a las organizaciones de seguridad, a los de presupuestos militares.
– Eso es una simplificación trivial -dijo uno a su lado-; de esa forma nunca se encontrará ninguna explicación, y supone además reducir la humanidad ya no a la miseria discernidora, que eso aún supondría una capacidad de aprendizaje, y por lo tanto, de elección, sino al más salvaje analfabetismo moral.
– Hablar de moral cuando se habla de asesinos es un antídoto para el pleonasmo -dijo un tercero.
– Sí y no; ciertamente, si la hemos aceptado en las instituciones, no veo por qué no podemos hacerlo en las contra-instituciones. El problema es que no tenemos contra-instituciones creíbles. -Se hizo el silencio para escuchar al pretencioso personaje que hablaba-. No, señores, yo no creo que La Muta sea una organización honesta en el sentido de que sea lo que aparenta ser. Si quieren agitar con coherencia a favor de una causa, ¿qué ganan con matar a ciudadanos anónimos? ¿Por qué no atenían contra los Apótropos? ¿Por qué no apuntan al Príncipe Nemglour?
– ¡Cierto! -dijo otro-. ¿Por qué no asesinan al Hegémono?
Se hizo un silencio. Ígur se abandonó a la lógica.
– ¿Por qué no al Emperador? -dijo, de repente convertido en centro de gravísimas miradas.
– Caballero -dijo el iniciador del discurso sobreponiéndose a un coro de toses y frases divagadoras-, yo no quería llegar tan lejos. La Muta pretende el contenido del frutero, y tan lleno como sea posible; ¿qué iba a ganar con dinamitarlo?
– Sólo asesinan Emperadores los locos o los que creen que después los nombrarán a ellos -dijo alguien, y todos rieron.
– Quizá sea lo mismo -dijo Ígur, distendido el ambiente.
– Y, sin embargo -decía el hombre enrojecido, respirando con dificultad-, ¿por qué nos está permitido decir este tipo de cosas en público? ¿Por debilidad del poder? ¿Por ambigüedad? No nos engañemos: el gobernante tiránico es el inseguro; es el que se siente fuerte el que sabe que hay que permitir a ciertos personajes decir ciertas cosas en determinados momentos, que incluso le conviene que las digan, porque no sólo no cuestiona el ejercicio del poder, sino que, por contraste dadas las escasas consecuencias, demuestra la debilidad del adversario y aún los refuerza.
La conversación derivó hacia la moralidad de la Ley Imperial que penaba duramente el pago de los rescates de secuestros de nobles, práctica habitual de La Muta; un dignatario minúsculo ponían en cuestión el célebre emblema moral del Hegémono de que una vida humana es lo más valioso, porque incluso una ley establecía que su valor está por debajo del de un principio político.
– Una vida humana no puede estar por encima de toda consideración desde el momento en que, impidiendo el pago del rescate, se confirma, ¡y se ejecuta!, el precio establecido por los secuestradores por ley y refrendación hegemónica oficial.
Ígur no veía la forma de salir de las viejas historias de facciones: La Muta y los Astreos convienen al gobierno, que mantiene la adversidad hecha a medida; como siempre, pública intransigencia, acuerdos privados.
– ¿Y cómo podría ser, si no? -dijo un anciano con pinta de militar retirado-. Nunca ha salido nada bueno de los discursos amenazadores y retrógrados. ¿Queréis una sociedad estable? Dad motivos a la mayoría para que se vuelva conservadora.
– ¿Se necesitan motivos para volverse conservador? -dijo Ígur-. De pequeño me advirtieron que es ley de vida.
– Joven Caballero -dijo el hombre rojo-, hay distancias que aproximan.
Entonces Ígur miró hacia donde estaba Galatrai, al que había visto hacía unos segundos, y ya no estaba; seguramente acababa de salir, y, dejando a los interlocutores con la palabra en la boca, se fue a toda prisa; alcanzó al Infante en el pasillo, cuando se alejaba a paso ligero.
– Infante Galatrai -le dijo, una vez a su lado-, quedáis detenido en nombre del Imperio; os ruego que no ofrezcáis resistencia. Tengo orden de conduciros al puesto de información más próximo.
El noble lo miró con una amargura inconmensurable, e Ígur se sintió disminuido por su ignorancia sobre aquel hombre de mediana edad y aspecto que revelaba distinción, por no saber, y por tanto ser inferior, las esperanzas y los afanosos pasados que como simple instrumento él truncaba. De repente se le ocurrió cómo le hubiera aliviado que aquel hombre se hubiera rebelado, o que hubiese intentado huir, pero no sucedió nada de eso. Con una tristeza que llevó al límite la incomodidad del Caballero, se dejó llevar.