?gur Nebl?
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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.
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Ígur le resumió la visita al Consultor Gemitetros, mencionando de paso el aplazamiento de la sesión con la Cabeza Profética, sin exagerar el conflicto ni hacer alusión a los doscientos créditos que le habían sableado, porque no quería dar la impresión de que buscaba que lo compadecieran, y Debrel asintió todo el rato, sin gesto alguno que denotara sorpresa. No hay exceso, no hay defecto, pensó Ígur, si todo está en su sitio, podemos entrar en materia.
– De la Equemitía hace días que no sé nada -concluyó Ígur.
– Mejor así. Lo primero que sepas quizá no te acabe de gustar. -Se levantó y conminó a Ígur a examinar los papeles de encima de la mesa-. Ya es hora de que dejemos la política, que tiene una importancia decisiva pero que no nos hará menos ignorantes de lo que somos; aquí tengo el resultado de mis primeras gestiones en la oficina del Agon del Laberinto; pero antes quiero saber en qué medida será necesario y qué rumbo habrá que darle a tu entrenamiento.
Ígur esbozó un gesto de escepticismo, porque se consideraba en inmejorables condiciones físicas para afrontar el reto más duro, o en cualquier caso en tan buenas condiciones como aquel que, en el Imperio entero, pudiera aventajarle en ese aspecto, y le parecía que la exhibición realizada ante Lamborga era prueba suficiente, pero Debrel no se refería a las condiciones objetivas del animal, sino, para empezar, a su visión geométrica. Comenzaron por ejercicios sencillos, en los que, a pesar de todo, a Ígur le sorprendió comprobar que la resolución no era tan fácil como parecía; por ejemplo, Debrel le enseñó un grabado con la imagen de un cubo visto casi en escorzo y con las doce aristas dibujadas con igual categoría de línea, y le pidió que, de los dos ángulos que por efecto de la perspectiva quedaban en el interior de la figura, imaginase el volumen, primero como si uno de ellos fuera el más próximo, y después como si lo fuera el otro. Ígur se impacientó por lo que le parecía un inútil juego de niños, pero Debrel le obligó a practicar el cambio mental unas cuantas veces seguidas, a intervalos regulares, a una señal de sus dedos, después más deprisa, después a intervalos irregulares, dejando un rato la imagen fijada en una visión para acabar cambiando muy rápidamente diez o doce veces sin interrupción. Ígur acabó bloqueado. Debrel se echó a reír de buena gana y le advirtió que le convenía practicar, porque de los buenos reflejos geométricos podía depender su vida en el Laberinto. Inmediatamente después propuso otros ejercicios de visión superdimensional, por ejemplo uno de una escalera con un descansillo en cada extremo, que Ígur, con igual secuencia que con el cubo, tuvo que visualizar alternativamente como una escalera en el ángulo de visión normal a punto subir por ella, y después como una escalera vista por debajo, ante la que había que agachar la cabeza para no golpearse. También le propuso problemas en los que intervenía tanto la lógica y el sentido común como los conocimientos elementales de geometría, por ejemplo situarse en el interior del cuerpo estrellado de veinte vértices obtenido prolongando las aristas del icosaedro regular, o del de doce vértices proveniente del dodecaedro, y desde puntos determinados de las aristas, o desde un vértice, dibujar las sucesivas visualizaciones, y problemas donde entraban en juego ideas básicas de la mecánica de los fluidos y la estática, por ejemplo la célebre paradoja que se desprende de considerar el centro de gravedad de un vaso perfectamente cilíndrico, del cual idealmente se supone igual a cero el peso del círculo del fondo, y que, por tanto, coincide con el centro geométrico de la figura tanto con el vaso vacío como con el vaso lleno, pero en cambio, en el proceso de vaciarlo, el centro de gravedad desciende gradualmente hasta un punto determinado a partir del cual de repente asciende hasta ocupar de nuevo el centro del cilindro, y a la inversa en el proceso de llenarlo. Debrel pidió a Ígur que, considerando iguales los pesos específicos del líquido y del cilindro, por procedimientos estrictamente geométricos, calculase el nivel de líquido necesario para que el centro de gravedad fuera el más bajo posible y, a partir de ahí, calcular la fuerza lateral uniforme (por ejemplo, el viento) que se necesitaría para tumbarlo, imaginando imposible el desplazamiento, ya fuera por un rozamiento infinito o, lo que en la práctica es lo mismo, por la existencia de un tope infinitesimalmente pequeño que le impidiera deslizarse pero no volcar. Entre problema y problema, Debrel proponía cuestiones de lenguaje, de lógica, de estética, de estrategia comercial, algunas de las cuales le parecían ridículas a Ígur, incluso pueriles, pero que le obligaban a cambiar bruscamente de registro mental y a exigirse una explicación inmediata para borrar la sonrisa burlona de los labios del interlocutor, sonrisa que se convirtió en carcajada tras el supuesto cuestionamiento del viejo concepto de democracia a través de la paradoja de la votación: un jurado de cinco miembros ha de pronunciarse entre dos candidatos, y lo hace a favor de uno de ellos por cinco votos a cero pero, para no humillar al que no ha resultado escogido, uno de los miembros propone que en el acta conste como tres a dos, y como no hay acuerdo, alguien propone votar; pero otro del jurado dice que esa segunda votación carece de sentido; imaginad, argumenta, que fuera al revés: el ganador lo ha sido por tres a dos, y los tres que lo han escogido proponen otra votación para que en el acta conste cinco a cero, naturalmente los tres dispuestos a votar a favor.
– Moralmente -dijo Ígur-, repugnaría que ganase la proposición de que en el acta constase tres a dos, porque significaría un cambio de hecho en la preferencia de tres miembros del jurado, al margen de una imposición falseadora sobre el criterio de los otros dos; yo creo que la elección del ganador sería impugnable, y el que decía que la segunda votación no tenía sentido, tenía razón porque, además, no se puede votar sobre las decisiones de los demás. En cualquier caso -concluyó-, la cuestión queda resuelta si lo miramos desde las categorías lógicas: no puede aplicarse el procedimiento al propio procedimiento.
– ¿Ah, no? -sonrió Debrel-. Y, sin embargo, sucede continuamente. ¿O es que no se hacen votaciones previas de procedimiento? ¿Las leyes electorales no se pueden someter a votación, según tú?
– ¿Consideras -dijo Ígur- que ése es el tipo de tensión conceptual propio del Laberinto?
Debrel rió abiertamente.
– He querido reproducir una posible secuencia de problemas del interior del Laberinto, que de todas formas es irreproducible, porque la tensión de allá dentro será cien veces mayor que la que yo pueda organizar aquí con juegos de lógica elemental. Bien -se levantó-, seguiremos otro día con problemas más complicados. -Se dirigió hacia la mesa y se puso a revolver un montón de carpetas llenas de papeles, y más papeles aparte, cosidos o enrollados unos, otros con cintas muy largas, y otros doblados en acordeón, y mientras tanto obsequió a Ígur con una extensa disquisición, que él no sabía si situar en la excusa o en la condescendencia, acerca de la necesidad de no perder de vista el fenómeno del Laberinto como conjunto, y de profundizar en el análisis de los diferentes aspectos de forma gradual, para, de la acumulación de conceptos, salvar la claridad, pero también para no tener que incurrir, en el extremo contrario, en la pérdida de muchos de ellos, porque, recordaba una y otra vez, en cualquier conjunto pluridisciplinar la mente humana no aprecia orden que no provenga de la simplificación y, aun, más allá de la apreciación subjetiva, desde los valores formales cuantificables del propio sistema, no hay verdadero orden sustancialmente separado de tal simplificación, a excepción del que establece un conocimiento lo suficientemente seguro como para que no necesite reforzarse en la diferencia conceptual entre el todo y las partes como método de conocimiento-. Pero eso -concluyó- es privilegio de los sabios… Como su nombre indica -prosiguió una vez había encontrado lo que buscaba-, el primer problema del Laberinto, y puesto que sin haber resuelto éste no hay acceso a ningún otro, es el de la Entrada propiamente dicha. El Laberinto tiene dos puertas: la primera comunica con el Atrio al que tiene acceso el Agon, la Guardia, los dignatarios y el Jefe de Decodificaciones. Esa puerta no tiene código, y está bajo el control del Agon; para preservar las emisiones, la primera puerta está cerrada al público; al fondo del Atrio es donde se encuentra la verdadera puerta, la Puerta propiamente dicha, que tiene el sensor que emite los códigos, y ante la cual está el Rotor donde se tiene que colocar la pieza que la abre.
– Pero, si no lo he entendido mal -dijo Ígur-, la Puerta ya ha sido abierta en dos ocasiones.
– Sí, pero cuando la Puerta se abre, los códigos saltan automáticamente y se regeneran de forma que al cabo de un tiempo (es misión explícita del Agon impedir la repetición de la Entrada antes de que la cinta codificadora haya vuelto a su sitio) se han autorreconstruido no sólo como cifra diferente, sino también con otra gestación, de forma que hay que reiniciar todo el proceso. Naturalmente, los códigos no saltan para regenerarse cuando el Laberinto ha sido totalmente resuelto, sino que entonces emiten un continuo y se inmovilizan; se entiende, por lo tanto, que una vez los códigos empiezan a reconstruirse, la expedición ha fracasado. Un equipo dirigido por el Jefe de Decodificadores explora a perpetuidad la cinta de códigos del Laberinto, los graba y los archiva. La cinta codificadora mueve un disco de veintidós círculos concéntricos que, alrededor de un eje que no contiene ninguna cifra, tiene doce en el primero, dieciocho en el segundo, veinticuatro en el tercero, treinta el cuarto y así hasta llegar a ciento treinta y ocho en el vigésimosegundo. Los círculos giran en ambas direcciones, según las reglas preestablecidas que forman el Código del Laberinto y que fueron fijadas en el momento de la construcción, y cuando veintidós límites entre dos cifras coinciden en línea recta, la serie de cifras de la izquierda de esa ranura (un radio del conjunto del círculo) queda automáticamente grabada en la cinta, accesible cada día al Jefe de los Decodificadores y al personal a quien el Agon autorice.
– Las posibilidades son incontables -dijo Ígur.
– Imagínatelo, puedes calcularlo cuando te apetezca. El orden de los números en los círculos es el natural: comienzan por el uno y después del nueve el cero y otra vez el uno, y cuando se acaba el círculo, si por ejemplo el primero se acaba con el dos, el siguiente, en este caso el segundo, continúa con el tres, y así sucesivamente, para que, en principio, en ninguno de los círculos un número sea más fácil o más difícil de alinear que cualquier otro.