El Paciente Ingl?s
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En los ?ltimos d?as de la Segunda Guerra Mundial, cuatro personajes se re?nen en una villa en ruinas en la Toscana: un enigm?tico hombre sin memoria, que agoniza con el cuerpo completamente quemado, una joven enfermera que cree traer la desgracia a cuantos ama, un c?nico superviviente mutilado y un sij dedicado a la desactivaci?n de explosivos… Cuatro extranjeros de s? mismos, atrapados en la retaguardia de sus recuerdos, que van recomponiendo el destrozado mosaico de sus identidades a trav?s de las intermitentes y atormentadas revelaciones de una historia de amor y celos… «M?s que una novela, es una alfombra m?gica que nos traslada a trav?s de ?pocas y geograf?as… Una red de sue?os tan extraordinaria y cautivadora como la mejor de estos ?ltimos a?os.» Time
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La luna de miel de los Clifton tocaba a su fin. Yo me separé de ellos y de los demás, fui a ver a un hombre de Kufra y pasé días con él poniendo a prueba teorías que no había expuesto a los demás miembros de la expedición. Regresé al campamento de El Jof tres noches después.
El fuego del desierto estaba entre nosotros: los Clifton, Madox, Bell y yo. Si uno de nosotros se echaba hacia atrás unos centímetros, desaparecía en las tinieblas. Katharine Clifton se puso a recitar y mi cabeza abandonó la aureola que rodeaba el fuego de ramitas en el campamento.
Su rostro tenía reminiscencias clásicas. Sus padres eran famosos, al parecer, en el mundo de la historia del derecho. Yo soy una persona que no disfrutó con la poesía hasta que oyó a una mujer recitárnosla. Y en aquel desierto ella revivió su época universitaria ante nosotros para describir las estrellas, del mismo modo que Adán se las enseñó con ternura a una mujer valiéndose de metáforas elegantes.
Aquella noche me enamoré de una voz. Sólo una voz. No quería oír nada más. Me levanté y me marché.
Aquella mujer era un sauce. ¿Qué aspecto tendría en invierno, a mi edad? La veo aún, siempre, con los ojos de Adán: sus torpes miembros al saltar de un avión, al agacharse entre nosotros para avivar el fuego, su codo alzado y apuntado hacia mí al beber de una cantimplora.
Unos meses después, un día en que habíamos salido en grupo, estaba bailando conmigo un vals en El Cairo. Aunque ligeramente bebida, la expresión de su cara era impenetrable. Incluso ahora creo que nunca se mostró su rostro más revelador que en aquella ocasión, en que los dos estábamos medio bebidos y no éramos amantes.
Durante todos estos años he estado intentando descubrir qué quería transmitirme con aquella mirada. Parecía desprecio. Ésa fue mi impresión. Ahora creo que estaba estudiándome. Era una persona inocente y algo en mí le extrañaba. Yo estaba comportándome como suelo hacerlo en los bares, pero aquella vez no con la compañía idónea. Soy de los que no mezclan los códigos de comportamiento. Me había olvidado de que ella era más joven que yo.
Estaba estudiándome, pura y simplemente. Y yo la observaba para descubrir un falso movimiento en su mirada como de estatua, algo que la traicionara.
Dame un mapa y te construiré una ciudad. Dame un lápiz y te dibujaré una habitación en El Cairo meridional, con mapas del desierto en la pared. El desierto estaba siempre entre nosotros. Al despertar, podía alzar los ojos y ver el mapa de los antiguos asentamientos a lo largo de la costa mediterránea -Gazala, Tobruk, Mersa Matruth- y al sur los wadis pintados a mano, rodeados por los matices de amarillo que invadíamos, en los que intentábamos perdernos. «Mi tarea consiste en describir brevemente las diversas expediciones que han abordado el GilfKebir. Después el doctor Bermann nos trasladará al desierto, tal como era hace miles de años.»
Así hablaba Madox a otros geógrafos en Kensigton Gore. Pero en las actas de la Sociedad Geográfica no se menciona el adulterio. Nuestro cuarto nunca apareció en los detallados informes en que se describía cada montículo y cada incidente de la historia.
En la calle de El Cairo en que se vendían los loros importados, aves exóticas y casi dotadas de la palabra amonestaban a los transeúntes. Gritaban y silbaban en filas, como una avenida emplumada. Yo sabía qué tribu había recorrido determinada ruta de la seda o de los camellos y las había traído en sus pequeños palanquines por los desiertos. Viajes de cuarenta jornadas, después de que las hubieran capturado los esclavos o las hubiesen recogido, como si fueran flores, en jardines ecuatoriales y después las hubiesen metido en jaulas de bambú para que entraran en el río del comercio. Parecían novias en un cortejo medieval.
Nos paseábamos entre ellos. Estaba enseñándole una ciudad que ella no conocía.
Me tocó la muñeca con la mano.
«Si te ofreciera mi vida, la rechazarías, ¿verdad?»
No dije nada.