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El gato y el raton

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El gato y el raton
Название: El gato y el raton
Автор: Grass Gunter
Дата добавления: 16 январь 2020
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El gato y el raton - читать бесплатно онлайн , автор Grass Gunter

En El gato y el rat?n encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya hab?a tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya hab?a aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensi?n: el amor. El gato y el rat?n es la cr?nica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la cat?strofe de un entorno en conflicto y en descomposici?n.

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El culto de Mahlke a la Virgen rayaba, decía, en idolatría pagana, fuera cual fuera la aflicción interior que lo llevara al pie del altar. Me esperaba frente a la salida de la sacristía. Poco faltó para que el susto me hiciera volverme atrás; pero ya él me había tomado del brazo, reía abiertamente y empezó a charlar.

Él, que antes fuera tan taciturno de por sí, hablaba ahora del tiempo, del veranillo de San Martín, del oro deshilándose en el aire. De pronto, bruscamente, pero sin bajar la voz y en el mismo tono de charla, empezó a contar:

– Me he presentado como voluntario.

Yo mismo me pregunto dónde tengo la cabeza. Ya sabes lo que pienso de todas esas bobadas: militarismo, jugar a la guerra, y esa exaltación de las virtudes bélicas. Adivina en qué arma.

Nada de eso. La Luftwaffe hace tiempo ya que no cuenta. No me hagas reír: ¡Paracaidista! Sólo te quedan los submarinos. ¡Exactamente! Esa es la única arma que brinda todavía posibilidades, por más que en una de esas cestas me habré de sentir como un niño y que, por mi parte, preferiría hacer algo útil, o incluso algo cómico.

Recordarás sin duda que en un tiempo quise ser payaso. Lo que no se le ocurre a un mocoso! Aunque no estoy seguro, después de todo, de que sea tan mal oficio. Y no creas, no me va tan mal. Sí, ya sabemos lo que es la escuela. ¡La de cosas que hicimos! ¿Te acuerdas?

Al principio me costaba trabajo acostumbrarme; creía que se trataba de una especie de enfermedad, y sin embargo todo es perfectamente normal. He conocido gente, o por lo menos la he visto, que las tiene mayores todavía, pero no se preocupan.

Todo empezó entonces con aquello del gato, ¿te acuerdas? Estábamos tendidos en la Plaza Henrich Ehler. Creo que se trataba de un juego de pelota. Yo dormía, o dormitaba, y el animal gris ¿o era negro? vio mi cuello y brincó, o fue que uno de vosotros, tal vez Schilling, muy propio de él, cogió al gato… Bueno, no hablemos más de ello. No, no he vuelto al bote.

¿Störtebeker? Sí, algo he oído. Que lo haga, que lo haga. Al fin que el bote no es mío, ¿no? Bueno, a ver qué día vienes por casa. No fue sino hasta el tercer domingo de Adviento, y después de que durante todo el año Mahlke hubo hecho de mí el más asiduo de los monaguillos, cuando me resolví a aceptar su invitación.

Hasta el Adviento tuve que servir solo, porque el reverendo Gusewski no lograba encontrar otro monaguillo. En realidad, yo me proponía visitar a Mahlke ya el primer domingo de Adviento y llevarle el cirio, pero la distribución se retrasó, con lo que no pudo colocarlo ante el altar de la Virgen hasta el segundo domingo. Cuando me dijo: "¿Puedes conseguirme alguno? Gusewski no los suelta", le dije: "Voy a ver". Y le procuré una de aquellas velas largas, pálidas como los retoños de las patatas, tan escasas durante la guerra, sino que por haber muerto mi hermano en campaña, nuestra familia tenía derecho al artículo racionado.

Y me fui a pie a la Oficina de Economía, obtuve el cupón después de haber presentado el acta de defunción, tomé luego el tranvía hasta Oliva, donde estaba la tienda que las distribuía, no las había en aquel momento, hice el viaje dos veces más, y no pude entregártela hasta el segundo Adviento; entonces te vi arrodillarte con el cirio ante el altar, tal como me lo esperaba.

En tanto que durante el Adviento Gusewski y yo vestíamos de morado, a ti el pescuezo se te salía del cuello blanco de la camisa, que el abrigo vuelto y arreglado del malogrado conductor de locomotora no alcanzaba a cubrir, sobre todo por cuanto tú -otra innovación- no llevabas ni bufanda ni imperdible. Y el segundo y tercer domingo de Adviento -día este último en que me había propuesto tomarle la palabra y visitarlo-, Mahlke se arrodilló, rígido y por mucho tiempo, sobre la burda alfombra.

Su mirada vidriosa, que no quería pestañear -o que pestañeaba así que estaba yo ocupado en el altar-, apuntaba por encima de la vela votiva al vientre de la Madre de Dios.

Con las dos manos pero sin que los pulgares cruzados le tocaran la frente, había formado ante ésta y sus pensamientos un techo puntiagudo. Y yo pensé: "Hoy sí voy. Voy y lo miro bien. A éste me lo escudriño yo a fondo.

Sí, a fondo. Porque ahí dentro hay algo. Además, me ha invitado". Por corta que fuera la Osterzeile, las casitas unifamiliares con sus emparrados vacíos junto a las fachadas burdamente revocadas y el plantado regular de los árboles a lo largo de las aceras, me desanimaban y fatigaban, pese a que nuestra Westerzeile olía y respiraba igual y marcaba las estaciones del año con los mismos liliputienses jardines frontales.

Y aún hoy, cuando salgo del establecimiento del Kolpinghaus, lo que ocurre raramente, para visitar a conocidos o amigos en Stockum o Lohnhausen entre el Puerto Aéreo y el Cementerio Norte, y paso por calles de nuevas colonias que se repiten de un número a otro y de un tilo al siguiente en forma análoga e igualmente fatigante y desalentadora, creo ir todavía a la casa de la madre y la tía de Mahlke, a tu casa, la del Gran Mahlke.

La campanilla está pegada a la puerta de una valla que, de tan baja, se dejaría salvar con sólo alzar un pie, y aun sin gran esfuerzo. Unos pocos pasos por el jardín del frente, invernal pero sin nieve, con sus rosales envueltos con costales para protegerlos del frío. Unos bancales sin plantas, decorados con conchas del Báltico, enteras unas y rotas otras. La rana de zarzal, de cerámica y del tamaño de un conejo sentado, sobre una losa irregular de mármol cuyos bordes están rodeados de tierra, la cual, desmoronada o encostrada, los recubre por lugares.

Y en el bancal de enfrente, del otro lado del estrecho sendero que junto con mis pensamientos me hace dar los pocos pasos que separan la puerta del jardín de las tres gradas de ladrillo cocido frente a la puerta de arco redondo embarnizada de ocre de la casita, se yergue al nivel de la rana de zarzal un palo casi vertical, del alto de un hombre que soporta una pajarera en forma de cabaña alpina: mientras traspongo entre bancal y bancal unos siete u ocho pasos, los gorriones siguen comiendo tranquilamente su alpiste.

Cabría suponer que la colonia ha de oler fresca, limpia, arenosa y conforme a la estación. Pues no. La Osterzeile, la Westerzeile y el Bärenweg, es más, todo el Langfuhr y toda la Prusia Oriental, o más aun, toda Alemania, olía en aquellos años de guerra a cebolla, a cebolla cocida al vapor en margarina; pero no quiero precisar demasiado: olía a cebolla cocida, acabada de cortar, pese a que las cebollas fueran raras y difíciles de conseguir, y pese a que, en conexión con un discurso del Mariscal Göring, quien en la radio había dicho algo a propósito de la escasez de las cebollas, se hicieran acerca de éstas unos chistes que circulaban en el Langfuhr, en la Prusia Oriental y en toda Alemania.

Tal vez por ello debería yo untar superficialmente mi máquina de escribir con jugo de cebolla, para comunicarnos a ella y a mí una idea de aquel olor a cebolla que en aquellos años infestaba a la Alemania entera, a la Prusia Oriental, al Langfuhr, la Osterzeile y la Westerzeile, arrebatándole predominio al olor a cadáver.

De un solo paso salvé las tres gradas de ladrillo cocido, y me disponía ya a agarrar el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro. La abrió Mahlke, que llevaba su cuello a la Schiller y unas zapatillas de fieltro. Parecía haberse rehecho la raya central unos momentos antes, tieso y en mechones recién peinados, el pelo, ni claro ni oscuro, le bajaba oblicuamente hacia atrás y aguantaba todavía; pero al despedirme, cosa de una hora más tarde, caíale ya, le trepidaba cuando hablaba sobre las grandes orejas rubicundas.

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