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El gato y el raton

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El gato y el raton
Название: El gato y el raton
Автор: Grass Gunter
Дата добавления: 16 январь 2020
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El gato y el raton - читать бесплатно онлайн , автор Grass Gunter

En El gato y el rat?n encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya hab?a tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya hab?a aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensi?n: el amor. El gato y el rat?n es la cr?nica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la cat?strofe de un entorno en conflicto y en descomposici?n.

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– Por supuesto, sigue siendo uno de nuestros feligreses más asiduos y no falta a misa un solo domingo; sin embargo, ha estado durante cuatro semanas en uno de esos campamentos llamados de habilitación para la defensa; de todos modos, no quisiera tener que pensar que sea Mahlke la única causa de que desee usted volver a servir ante el altar.

Dígame la verdad, Pilenz.

Dábase el caso que apenas dos semanas antes habíamos recibido en casa la noticia de que mi hermano Klaus había caído con el grado de suboficial en el sector del Kuban, así que fue su muerte la que indiqué como motivo de la reanudación de mis servicios ante el altar. El reverendo Gusewski pareció creerme, o se esforzó por creernos a mí y a mi devoción renovada.

Así como no puedo recordar los detalles de la cara de Hotten Sonntag o la de Winter, recuerdo perfectamente, en cambio, que el reverendo Gusewski tenía un pelo crespo espeso, negro y con raras canas; la caspa le orlaba constantemente el cuello de la sotana.

Impecablemente afeitado, su tonsura emitía un reflejo azulado. Determinaban su olor una combinación de aceite de abedul y de jabón Palmolive. A veces fumaba cigarrillos turcos en una boquilla de ámbar de talla complicada. Pasaba por progresista, y en la sacristía solía jugar pingpong con los monaguillos y también con los muchachos que se preparaban para la primera comunión.

Toda su ropa blanca, el humeral y el alba, se la hacía almidonar exageradamente por una tal señora Tolkmit, o bien, cuando la anciana estaba enferma, por monaguillos aventajados, entre los que solía contarme yo mismo.

Con sus propias manos fijaba unas bolsitas de lavanda -con lo que al propio tiempo les confería peso- a todo manípulo, estola o casulla, lo mismo si yacían en cajones que si los tenía colgando en los armarios.

Cuando tendría yo aproximadamente trece años, me deslizó en una ocasión su fina mano lampiña espalda abajo, por debajo de la camisa, desde el cogote hasta la cintura de mi calzón de gimnasta, volviéndola luego a subir, porque el calzón no tenía tira elástica extensible y yo me lo ataba por delante con unos cordones cosidos al mismo. No atribuí mayor importancia al intento, sobre todo por cuanto el reverendo Gusewski, con su manera de ser amistosa y a ratos juvenil, contaba con mi simpatía.

Aún hoy lo recuerdo con cierto afecto irónico, de modo que ni una palabra más a propósito de inocentes manoseos ocasionales que, en definitiva, tampoco buscaban más que mi alma católica.

Total, un cura como tantos otros; mantenía a la disposición de su comunidad obrera, poco adicta por lo demás a la lectura, una biblioteca de libros seleccionados; no era excesivamente celoso, creía con ciertas restricciones -así por ejemplo a propósito de la Asunción de la Virgen- y daba a todas las palabras un mismo tono de serena unción, ya sea que hablara, trascendiendo lo corporal, de la sangre de Jesucristo, o del pingpong en la sacristía.

Lo que me pareció ridículo de su parte fue que ya a principios de los años cuarenta presentara una solicitud para cambiarse el apellido y que, apenas transcurrido un año, se llamara y se hiciera llamar Gusewing: reverendo Gusewing. Sin embargo, esta moda de germanizar los apellidos que sonaban a polaco y terminaban en ki o ke o a -como Formella- tuvo muchos adeptos en aquellos días; y así, un Lewandowski se convertía en Lengnisch; el señor Olczewski, nuestro carnicero, resultó ser el maestro carnicero Ohlwein, y los padres de Jürgen Kupka quisieron llamarse Kupkat en prusiano oriental, sólo que, váyase a saber por qué, su solicitud fue rechazada.

Es posible que conforme al modelo de aquel Saulo que se con virtió en Paulo, cierto Gusewski quisiera convertirse en Gusewing; pero sea como fuere, en este escrito el reverendo Gusewski sigue siendo Gusewski; porque tú, ¡oh Joaquín Mahlke!, no te hiciste cambiar el nombre.

El primer día que volví a ayudar en la misa temprana después de las vacaciones, volví a verlo. Lo encontré cambiado.

Acabadas las oraciones al pie del altar -Gusewski estaba del lado de la Epístola ocupado en el Introito- lo descubrí en el segundo banco, delante del altar de la Virgen. Pero sólo entre la lectura de la Epístola y el Gradual, y sobre todo durante la lectura del Evangelio, fue cuando tuve oportunidad de examinar su aspecto. Si bien su pelo seguía partido por el centro y había sido fijado con el agua de azúcar habitual, lo llevaba ahora en un largo de cerilla más largo.

Rígido y confiado, bajábale a manera de un tejado de dos vertientes por sobre las orejas: hubiera podido hacer de Cristo. Juntaba las manos libremente, o sea sin apoyar los codos, aproximadamente a la altura de la frente, dejando al descubierto por debajo del tejado de aquéllas la vista de un cuello que, desnudo e indefenso, lo mostraba todo; porque el cuello de la camisa lo llevaba doblado a la Schiller sobre la chaqueta: nada de corbatín, de borlas, de apéndices, destornillador o cualquier otra pieza de su abundante arsenal.

El único animal heráldico sobre campo libre era aquel inquieto ratón que él albergaba en lugar de nuez bajo la piel: aquel ratón que un día atrajera al gato y me tentara a mí a ponerle el gato en el cuello.

Esto aparte, podían verse en el trayecto entre la nuez y la barbilla algunos vestigios encostrados de cortes de navaja. Por poco hubiera llegado yo tarde con la campanilla para el Sanctus. En el banco de la comunión su actitud fue menos estudiada. Bajó las manos hasta más abajo de la clavícula, y le olía la boca como si en su interior estuviera hirviendo a fuego lento un pote con coles de Saboya.

Apenas hubo recibido la hostia, me llamó la atención otra novedad: el camino de retorno de la barandilla de la comunión a su lugar en la segunda hilera de los bancos, aquel camino silencioso que en otros tiempos Mahlke había seguido como los demás comulgantes sin ningún rodeo, lo interrumpió ahora y lo alargó, dirigiéndose primero lentamente y con paso zancudo hacia el centro del altar de la Virgen, en donde cayó de hinojos, escogiendo para ello no el piso de linóleo, sino una velluda alfombra que empezaba directamente ante las gradas del altar.

Levantó las manos juntas hasta la altura de los ojos, y luego al nivel de la raya, más arriba todavía, tendiéndolas ya en actitud suplicante hacia aquella gran figura de yeso de tamaño más que natural, la cual, sin niño y como Virgen de Vírgenes, se erguía sobre un cuarto de luna plateado, dejaba caer de las espaldas hasta los tobillos un manto azul de Prusia tachonado de estrellas, juntaba en su regazo aplanado unas manos de dedos alargados, y con unos ojos de vidrio ligeramente saltones miraba al techo de lo que en su día fuera gimnasio.

Cuando Mahlke volvió a levantarse, primero una rodilla y luego la otra, y volvió a juntar las manos por delante del cuello a la Schiller, la alfombra había impreso en sus rótulas un burdo dibujo encarnado.

También al reverendo Gusewski le habían llamado la atención algunos detalles de las nuevas maneras de Mahlke. No porque yo le preguntase nada, sino espontáneamente y oprimido, como si quisiera quitarse un peso de encima o compartirlo con otro, empezó a hablar del excesivo celo piadoso de Mahlke, del peligroso apego a las formas externas y de la preocupación que le tenía inquieto desde hacía ya algún tiempo.

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