La Rosa de Alejandr?a
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Manuel V?zquez Montalb?n acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al at?pico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigaci?n del sabueso galaico-ap?trido-catal?n pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente f?rmula de un asesinato con connotaciones est?ticas -la v?ctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado cient?ficamente- y sociol?gicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronom?a), erotismo, cr?tica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperaci?n de sentimentalidades aut?nticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entra?ables.
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– Pero si la baraja es nueva. Es como volver a empezar.
– Déjalo ya.
Sirvió Germán de la botella de ron de la Martinica y traguearon.
– He de ir a echar un vistazo.
– ¿A las máquinas?
– No. Al capitán. Por si se le ocurre dar una vuelta y me reclama.
Martín, el oficial de máquinas, trató de levantarse, pero Basora le retuvo por un brazo.
– Vamos a acabar todos chalaos detrás de ese majarón. ¿No están abajo Mendoza y el “Palique”?
– Sí.
– Pues entonces.
Arrojó las cartas y se desperezó.
– Leche. Empieza la navegación en serio. Hemos dejado atrás las Bermudas y así hasta casa. El barco va solo y yo estoy cansado de ir en barcos así y más con capitanes como éste.
Os comunico que es mi último viaje.
– ¿Te retiras a tus posesiones en el campo?
– Mis posesiones, sí, mis posesiones. No tengo ni una maceta. Pero esta rutina no la aguanto. Me está esperando un carguero en Maputo.
Mozambique. Allí habrá variedad.
Allí se navega a vista y a mano, no es como aquí.
– Como se trata de negros te darán un barco que no sirve ni para llevar bañistas.
– Es un carguero alemán de unos treinta años. No está mal.
– Así que va en serio.
– En serio.
Era idéntica la curiosidad de los tres “partenaires”, pero Basora aguantaba las manos tras el cogote como si aún le quedara desperezo y los contemplaba sonriente y a distancia.
– Casi todo el transporte allí es marítimo o fluvial. Tendré que costear y a veces meterme en rías naturales. Cuando esté aposentado os llamaré. Es un contrato por dos años.
Renovable. Y en dos años ahorro lo que aquí tardaría diez y además aquí haces una ruta que no te invita al ahorro. ¿Quién ahorra en España? En cambio en Mozambique no puedes comprar nada o muy poco. Ideal.
– Aún podrías ahorrar más si te embarcaras en un buque perforador o en una plataforma de perforación, necesitan marinos, gentes que no se arruguen ante el oleaje. El antiguo jefe de máquinas, Colomo, está en una torre de perforación flotante situada frente a Trinidad, precisamente, Ginés.
Olvidé decírtelo por si te apetecía visitarle. No navega pero controla la situación. Eso me dijo el otro día por radio y se reía. Como es uno de los pocos que ha ido embarcado sabe de qué va. Ginés quería irse de patrón de un pequeño carguero por el Caribe.
– Algo hay que hacer. Porque navegar en barcos como “La Rosa de Alejandría” es como pencar en la Seat, pero en alta mar.
– Así que esto se va al garete.
Martín contemplaba estupefacto a Basora.
– Tú te vas, éste querría irse y el capitán como una chota. Yo voy a hacer oposiciones para buzo en mi pueblo, que es puerto de mar.
– Pero si no sabes nadar.
– ¿Y qué leches importa no saber nadar para ser buzo? Bajas con un tubo y tiran de ti. Va más seguro un buzo que un tragamillas.
– Lo que nos pasa es que nos hicimos marinos por culpa de lo que habíamos leído de niños y luego resulta que está todo controlado. Te dicen por télex qué va a pasar y lo que vas a hacer. Tocas un botón y el barco a babor. Otro y a estribor.
– Yo de niño no leía. Me hice marino porque vi una película que se llamaba “Sherezade” en la que salía un músico ruso que se llamaba Korsakof y era marino y tenía un duelo a látigo. Es el único duelo a látigo que he visto en mi vida. Chiquillo.
Cómo quedaban señalados, el Korsakof y el otro, un tío moreno, con patillas.
– ¿Y tú, Ginés? ¿Qué? ¿Tú sigues?
– Éste quiere irse al Bósforo. Me lo dijo el otro día.
– ¿Y qué se le ha perdido a éste en el Bósforo?
Martín no entendía nada ni a nadie, pero Basora había recompuesto el gesto para poner los brazos sobre la mesa y atender el deseo de Ginés.
– ¿Por qué el Bósforo?
– Estuve una vez allí. Cruzamos los Dardanelos y llegamos hasta Estambul. Estuvimos dos o tres días en la ciudad y lo aproveché para recorrer las dos orillas del Bósforo hasta avistar el mar Negro. Y me quedó esa idea. Ya sabes. O si no, es igual.
Me gusta pensar que algo acaba en alguna parte. Llega un momento en que te irrita pensar que la tierra es redonda, que todo vuelve a empezar, siempre.
Basora señaló a Ginés como si fuera una prueba de sus propias intenciones.
– ¿Lo oís? Es lo mismo que yo busco en Mozambique. Un límite. Y en el límite está la aventura. Renuncio a ir embarcado en barcos progresivos, porque ese progreso es falso. Significa que van a tener cada vez una maquinaria más sofisticada y acabarán volando y siendo plegables. Ya veréis vosotros cómo un día aparece el barco cosmonauta, no os riáis, leche. Pues bien, yo le pongo límite a eso y me embarco en un viejo carguero alemán que costea en un país que está en el quinto coño. Y éste quiere irse al fin del mar, porque más allá del Bósforo está el fin del mar, el único “cul de sac” auténtico de todos los océanos. ¿O es que no os habéis dado cuenta?
– Bueno, bueno, bueno, camarada, no te enrolles, Charles Boyer. Que ya me sale humo de la tapadera.
Germán aplacaba la fiebre de la imaginación irónica o trascendente de sus compañeros con las manos, como si rebajase el nivel de un sonido que le ensordecía.
– Vamos por partes. Tú, señorito, ni límites, ni antitecnología, ni mandangas. Tú te vas a Mozambique a ahorrar para la vejez.
– ¿Para qué vejez? Pero si me llevas diez años.
– Y tú, tú, fugitivo, tú, chalao, que eres un chalao, y eso que hablamos de Tourón, pero donde se ponga la chaladura del Larios que se quiten todas las demás, pues bien, tú te vas al Bósforo y el Bósforo, si no me equivoco, va a parar al mar Negro y por el mar Negro se va a la URSS, es decir, que tú te vas a la URSS y ya me dirás tú qué se te ha perdido en la URSS.
– Éste se va al fin del mar.
– Mierda. Se va a la URSS y que conste en acta. Es más. Yo he estado en Odesa y te puedo decir que no hay nada en Odesa que no encuentres en Barcelona o en Génova.
Es más, encuentras menos cosas, y las soviéticas son unas monjas de clausura, o sea, que si te vas a la URSS, para ti el pato, yo paso.
Se generalizó el vocerío de los tres, mientras Ginés se abstraía o trataba de hacerse un rincón mental en aquella confusión de las lenguas y los deseos.
– Lo del Bósforo es una metáfora y lo de Mozambique también -insistía Basora.
– ¿Qué es una metáfora?
– Es cuando una palabra se toma en sentido figurado.
– Vale, sabio, vale. Muy bien. El Bósforo es una metáfora, porque éste no sé que leche se figura que va a hacer allí, pero Mozambique no es una metáfora, a mí no me la das con queso, Mozambique es un barco y un contrato y un recorrido y unos ahorros, ¿eh tío? Y unos ahorritos.
Y se abría un ojo Germán con un dedo cómplice.
– No se puede hablar con gente sin sensibilidad metafórica.
Y se rió Basora de su propia pedantería, secundado por las risas y corte de mangas de Martín y Germán, liberados así de la obligación de entenderle. Acabaron lo que quedaba en la botella y Basora propuso montar una expedición hasta las puertas del camarote del capitán por si estaba cantarín y podían escucharle un concierto.
– ¿Tú le has oído?
– ”La Zarzamora”. Con estas orejas la he oído yo.
– Cuidado, que como se mosquee nos clava en Barcelona con un expediente y luego no hay quien te embarque.
– Qué va a clavar ése. Gracias puede darnos de que no le queramos mal y le dejemos decir sandeces y hacer chaladuras. Finjamos ir a mi camarote que está junto al suyo.
Salieron del de Germán y avanzaron hacia donde el del capitán. Remarcó el necesario silencio Basora con un dedo sobre los labios, y la voluntad de oír les permitió percibir la voz del capitán en trance de cantar a voz en grito. Tuvieron que pegar la oreja al frío del portón metálico y aun acercarla al reborde de la rendija para que la voz adquiriera significado:
“No me quiera tanto ni llore por mí, no vale la pena que por un mal cariño te ponga azí”.
Martín se aguantaba la risa con una mano en la boca, y los otros temieron el estallido y salieron zumbando hacia el camarote de Basora, donde ya pudieron reír a sus anchas.
– ¿Qué mal rollo es ese que cantaba?
– Es una canción del año de la Picó.
– Y el tío la cantaba como si fuera andaluz. Decía: “… te ponga azí…” Y era risa de nariz liberadora la que no se atrevía a convertirse en carcajada abierta.
– Me gustaría verle cantando.
Igual se mueve y se contonea como una folklórica.
– Eso hay que verlo.
Era una idea genial que había seducido a Basora, y chasqueaba los dedos en el aire como convocando la solución técnica del asunto.
– El tío se encierra por dentro, pero hay que hacer algo.
– Si él quiere el camarote no puede abrirse desde fuera.
– Eso está claro. Hay que encontrar una solución. Y no veo otra que ponernos de acuerdo con el camarero para que pretexte llevarle algo y luego se deje la puerta entornada.
– Eso no.
Era Germán el que zanjaba la cuestión y preparaba una radical retirada del proyecto y del camarote.
– ¿Por qué?
– Porque eso es quitarle toda autoridad delante de la tripulación.
– Tienes razón -convino Basora, y empezó a contemplar a Germán maliciosamente.
– Tú lo harás. Tú entrarás en una de esas noches en la que canta. Primero le avisas por teléfono para que no se amosque. Le visitas con cualquier pretexto y dejas la puerta sólo pegada.
Las paredes de Albacete siguieron sorprendiéndole de buena mañana. “Yo fui quien mató a Mortimer el Cojo.” “Calvo Sotelo = Sadat = OTAN.” Tal vez fuera el contraste ente los poetas ocultos y la seriedad de las gentes recién amanecidas por las calles, entre arquitecturas jóvenes que habían nacido ya viejas, sobre solares deshabitados de memorables caserones presumibles a través de los escasos supervivientes de su especie.
La vieja señora de los Rodríguez de Montiel ya no vivía en su clausurado piso del pasaje Lodares, escenografía de teatro italiano renacentista, neoclásico de un “pompier” gris inquietante bajo una bóveda de cristales fríos. En la oscuridad del pasaje se había refugiado todo el misterio de la ciudad, tal vez era de lo poco que quedaba de la fisonomía de un pasado, comercios tristes, portales semicerrados de escaleras enjundiosas hacia pisos donde los jóvenes ricos ya no querían vivir y servían ahora para profesionales centrales y céntricos.