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La Rosa de Alejandr?a

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La Rosa de Alejandr?a
Название: La Rosa de Alejandr?a
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Rosa de Alejandr?a - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Manuel V?zquez Montalb?n acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al at?pico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigaci?n del sabueso galaico-ap?trido-catal?n pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente f?rmula de un asesinato con connotaciones est?ticas -la v?ctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado cient?ficamente- y sociol?gicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronom?a), erotismo, cr?tica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperaci?n de sentimentalidades aut?nticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entra?ables.

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– ¿Los conoce?

– He cantado en muchas de sus fiestas, en bodas y bautizos, es una familia que no se acaba.

– ¿Conoce usted a Luis Miguel Rodríguez de Montiel?

– Es el más famoso.

– ¿Por qué?

– Por lo bien que vive y por la desgracia de su mujer, que se le murió en Barcelona de mala muerte. Un crimen horroroso del que por aquí todo el mundo habla, pero en voz baja, porque la familia tiene más poder que todos los diputados de Alianza Popular y el PSOE juntos. Mandaban en tiempos de los Reyes Católicos, mandaron con Franco y mandan ahora. ¿Conoce usted al señorito Luis Miguel?

– De oídas.

– De oídas lo conoce toda España porque se corre unas juergas en Madrid y en Albacete que ríase usted de las del marqués de Cuevas. ¿Sabe usted quién fue el marqués de Cuevas?

– Un juerguista.

– Y un artista. En todo juerguista hay un artista. Yo fui juerguista en mi juventud y ya me ve usted.

Le señaló la bandurria que reposaba en una silla como una vieja dama cansada y con ganas de pasar inadvertida.

– Y a que no sabe usted por qué me acuerdo siempre del marqués de Cuevas.

Confesó Carvalho su ignorancia con un gesto de entrega a la generosidad informativa del bandurriero.

– Porque en cierta ocasión leí en un “Siete Fechas” que para celebrar no sé qué había instalado en su casa un surtidor de champán. ¿A que no sabe usted qué era “Siete Fechas”?

Carvalho ya había llegado a la conclusión de que el bandurriero era un pelma, y estaba dispuesto a desentenderse de él, cuando oyó:

– Pues ha venido usted de muy lejos para encontrar a don Luis.

Había perspicacia y recelo en los ojillos del viejo.

– ¿Cómo sabe usted que le busco?

– Esto es muy pequeño. Aquí las noticias corren como las liebres.

Pero ha venido usted en mal momento.

El señorito Luis Miguel no está en Albacete.

– ¿En Madrid?

– No. No creo. Se dice que está en el extranjero.

– ¿Conoce usted su domicilio en Albacete?

– Vivía sobre el pasaje Lodares, pero tiene la casa cerrada.

– ¿Desde cuándo?

– Desde aquello. Lo siento. Pero ha hecho el viaje en balde. ¿Qué se le ofrecía, si puede saberse?

– Asuntos familiares, de la familia de su mujer.

– Mala suerte.

– ¿Nadie representa a ese señor en Albacete? ¿No conserva familiares aquí? ¿No tenía hijos?

– No. No tenía hijos.

Poco quedaba del dicharachero viejo animero introductor a las ciencias locales. Había rictus de jugador de póquer en su cara inmovilizada.

– ¿Tenía madre, padre?

– Padre no y madre como si no la tuviera. Es tan vieja que no tiene fuerzas ni para abrir los ojos.

– Tendré que marcharme.

– Compre queso y vino. Que no se diga que vuelve con las manos vacías.

– ¿Es imposible ver a la madre, seguro?

– Más que imposible, es inútil.

– ¿Vive en Albacete?

– No recuerdo. También podría estar por El Bonillo. Allí tienen las propiedades importantes los Rodríguez de Montiel.

– ¿Quién podría informarme?

– Todos y nadie.

El bandurriero procuraba no mirar ahora en dirección a Carvalho. En cambio, depositaba de vez en cuando la mirada en una mesa donde cuatro mocetones comían tozudamente sin hablar entre ellos. Luego recuperó su guitarrico, se inclinó ceremoniosamente ante Carvalho y se fue por donde sin duda había venido, tan sigilosamente.

– ¿Canta aquí el guitarrista?

– Que va. Aquí no es costumbre.

– ¿Va siempre con la guitarra a cuestas?

– Tampoco.

– Ha venido directo a mi mesa.

¿Les ha preguntado algo a ustedes?

El camarero retiraba el servicio de Carvalho y sonreía quedamente.

– No se fíe de las apariencias, es un mal bicho el animero. Un correveidile de cuidado.

La Mora, La Herradura, La Cabaña; todas las carreteras que comunicaban Albacete con el mundo ofrecían nada más ganar el descampado la promesa afrodisíaca de los rótulos de neón verde y rojo, whisky con agua, hielo, muchachas con palique y oferta de subir a los pisos de arriba. Tres whiskies largos en cada barra, conversación con intenciones ocultas asomado a un escote hasta llegar al momento en que lanzaba el nombre de Luis Rodríguez de Montiel, un amigo que me recomendó tiempos ha este establecimiento y al que estoy buscando, porque acabo de llegar y no sé dónde coño he metido la dirección. La que no era nueva, no tenía memoria del personaje, y tardaba en aparecer una veterana que sí, que sí, que don Luis antes venía mucho por aquí, pero no puede decirse que fuera un habitual. Y fue finalmente en La Cabaña, con nueve whiskies encima, donde una moza de Bilbao, según presumía, le orientó hacia El Corral como el bar de camareras en otro tiempo preferido por don Luis.

– Y más que el bar, la “Morocha”.

– ¿Una chica?

– No iba a ser un camionero, hermoso. ¿Y a ti sólo te interesa encontrar a tu amigo? ¿No quieres subir conmigo un ratito?

– ¿La “Morocha” trabaja allí?

– Trabaja allí. No sabe hacer otra cosa. Como yo. ¿Tú crees que si yo supiera hacer otra cosa estaría aquí?

El Corral parecía un motel fortificado. Una casa cúbica, verdirroja por el neón, como las otras, pero cercada por una alta tapia en la que se abría un enjundioso portalón de cortijo. Coches con matrícula de Albacete la mayoría, Madrid y Valencia. Una casa de dos pisos y, a través de una contraventana mal cerrada, imágenes de “Estudio Estadio” en una habitación del piso de arriba. Las demás aparecían con las ventanas cerradas desde siempre y para siempre, con ese aspecto de edificio sellado que tienen los “meublès”. Una amplia estancia en penumbra y una barra larga en zigzag a la que se acodaban siete u ocho camareras y una cajera que podía ser la madre de todas ellas. Sólo dos o tres muchachas pegaban la hebra con presuntos clientes, otra reclamaba a un obseso que le daba a la máquina de marcianitos como si esperara un orgasmo electrónico, dos jóvenes dotadas para amas de cría, a juzgar por la sublevación de las pecheras de sus jerseys, platicaban con la cajera sobre lo malo que era el relente manchego en invierno y la restante se fue hacia Carvalho y clavó los codos sobre el mostrador, decidida a que el forastero se quedara anclado ante su cara de muchachita de Valladolid.

– ¿Eres de Valladolid?

– ¡Qué gracioso! Pues vaya manera que tienes tú de dar conversación.

¿Es que tengo cara de ser de Valladolid?

– Te pareces mucho a una chica que conozco que es de Valladolid.

– Pues no soy de Valladolid, cielo, soy de Sinarcas.

– ¿De Simancas?

– De Sinarcas. Y tú tienes cara de valenciano.

– Nadie me lo había dicho hasta ahora.

– ¿Qué quieres beber, cielo? Yo estoy muy a gusto contigo hablando de lo que sea, pero hay que tomar algo, corazón.

– Un whisky con hielo.

– ¿Qué marca?

– La primera que encuentres.

– Oye, cielo, nadie te obliga a beber whisky si no te gusta.

– En estos sitios hay que beber whisky.

– Qué gracioso. Tú lo que eres es un cachondo. Así me gustan a mí los tíos, cachondos y de Valencia. Te voy a dar el mejor whisky que tengo.

A Carvalho el whisky le parecía una bebida de compromiso y el whisky lo sabía porque pasaba por la boca del detective sin instalarse, consciente de que no era demasiado apreciado. La de Sinarcas era habladora y reconoció que la noche era poco movida, si hubieras venido ayer, cielo, o si te hubieras encontrado con los cazadores del otro día, mira, esto estaba lleno y hay un salón ahí para banquetes y convenciones de cazadores en el que no se cabía.

– Pero los domingos, malo. La gente está de mal café porque mañana es lunes y sólo vienen así, como tú, viajantes, ¿porque tú serás viajante?

Carvalho asintió.

– Y valenciano. ¿Qué vendes tú, naranjas?

Y se reía la rubita pechialta enseñando dientecillos de rata.

– ¿No quieres subir arriba conmigo?

– De momento estoy muy a gusto aquí.

– Son sólo siete mil pesetas por lo que quieras y el tiempo que quieras.

– Pues está muy animado esto.

– Pse.

Los ojos de Carvalho fueron retenidos por una morena angulosa que entretenía a un hombre poderoso, con el rostro más rojo que moreno y el corpachón enfundado en una pelliza de ante con solapas de piel de cordero.

Distrajo la vista sobre aquella mujer llena de esquinas y carnes ajustadas, sobre todo sobre unos hermosos pómulos de animal fotogénico y los culos redondos y justos que revelaban los pantalones tejanos.

– ¿Te gusta ésa?

– ¿Quién?

– Ésa a la que no le quitas la vista de encima.

– No está mal. ¿Cómo se llama?

– Carmen. Pero la llaman la “Morocha”

– Me han hablado mucho de ella.

– ¿Quién?

– Un amigo mío. El mismo que me recomendó venir por aquí. Don Luis Rodríguez de Montiel. ¿Le conoces?

La rubita se había puesto seria y parpadeó después de haber enviado una mirada hacia la “Morocha”.

– No le he visto hace la mar de tiempo. Antes venía, a veces. Pero últimamente, no.

Carvalho devolvió los ojos a la morena de los tejanos y a su empecinado alterne.

– ¿Ése es de los que suben?

– ¿Te refieres al que está con la “Morocha”?

– Sí.

– Sí. Es de los que suben. Pero tal vez hoy no, porque le dura mucho el palique. ¿Por qué lo preguntas?

Quieres irte con ella?

– Todavía no he decidido qué haré.

– Ya lo veo.

– Pon otro whisky.

– ¿Y otro para mí?

– No faltaba más.

El incremento de la comisión pareció consolar a la rubita, que volvió a acodarse frente a Carvalho con un propósito más informativo que ligón.

– Es muy maja, lo reconozco. Distinta, ¿no? Gusta mucho, pero no a todo el mundo. Y últimamente no trabaja tanto aquí como antes. Se pasa días y días sin aparecer. ¿Conoces tú mucho a don Luis?

– Hicimos juntos la mili.

– Qué bueno, qué bueno. Pues don Luis estaba mucho por la “Morocha”.

La mujer parecía haber recibido las miradas de Carvalho y volvía de vez en cuando la cabeza para salir al encuentro del mensaje pasivo de Carvalho.

– ¿Seguro que ese tío es de los que suben?

– ¿Quieres subir con ella?

– Sí.

– ¿Quieres que la avise?

– Sí.

Se fue la rubita a por la “Morocha”, y con la distancia, Carvalho pudo ver el cuerpo de su interlocutora, poderosas caderas para dos piernas de princesa que había hecho poco uso de ellas, patas de grulla mal alimentada. Consiguió la mensajera que la morena se despegara de su ligue y en un breve aparte permitió mirar a Carvalho directamente. No había en los ojos de la “Morocha” ni propuesta ni molestia, eran los ojos neutros de un animal examinador en una asignatura que a Carvalho le pareció que no tenía nada que ver con el sexo ni la economía.

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