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El caldero de oro

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El caldero de oro
Название: El caldero de oro
Автор: Merino Jos? Mar?a
Дата добавления: 16 январь 2020
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El caldero de oro - читать бесплатно онлайн , автор Merino Jos? Mar?a

Es esta novela el relato de un tiempo m?tico que re?ne en s? el pasado y el presente, marcado por las invasiones y los olvidos, origen y testigo de las vidas de quienes lo poblaron desde su principio. El caldero de oro ser? el s?mbolo de las estirpes que vivieron junto al r?o milenario, leyenda fundacional, s?mbolo insoslayable de la infancia de un protagonista que, un d?a, regresar? al pueblo de sus antepasados, abandonado y solitario, para encontrase con un destino encerrado en su propia historia. Narrada desde la memoria y la imaginaci?n sustentada en un lenguaje que no olvida nunca su condici?n reveladora, El caldero de oro fue saludada como una de las obras que evidenciaban la renovada vitalidad de la literatura espa?ola.

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En cuanto a esos otros dos brillos tan cercanos, esos ojos: ¿Es el caballo muy cerca de mí? Pero no son los ojos de un caballo, no hay ningún caballo, sino los ojos de otra persona que me mira, enmarcados en esa perspectiva del lago lleno de lucecitas.

Los brillos lejanos fulguran. Estrellas, luciérnagas o reflejos de las hojas que la brisa mueve. En los ojos cercanos hay también brillos. O sólo hay brillos alrededor de ellos y los ojos permanecen fijos, negros, insondables: son los iris recortados de un bajorrelieve, una figura grabada en un gran cuenco que recuerda una caldera. Y sin embargo, no: se trata de dos ojos verdaderos. Las córneas resaltan sobre la esclerótica, como explicaría, con aquellos ademanes de paciencia hastiada, el hermano Benigno. Dentro estará el cristalino y más dentro el cuerpo vítreo, un rotundo moco. Dos ojos humanos, en un rostro de carne y hueso.

Y sé que se trata de los ojos de Lupi, del cuerpo de Lupi. Suya es esa boca cuyas comisuras entreabiertas dejan brillar los grandes incisivos, y junto á su mano inmóvil se encuentra la vetusta caja de madera con remaches de latón y ancha bandolera de cuero en que guarda las herramientas, los cebos, los fulminantes, los cables.

Detrás del cuerpo de Lupi, de los ojos de Lupi, una maraña con atisbos de zarzal. Encima, otra masa vegetal más espesa, pero no muy alta; más densa, pero no opaca. Cae un poco hacia nosotros, podría sugerir un abrigo, un cobijo. En esta oscuridad parecería cubierta de follaje si no fuese por la otra luz, la luz que no es de la luna, que hace marcarse sobre el fondo (el informe telón nocturno, las palideces lejanas del monte) las líneas sinuosas de los troncos y las ramas de los robles deshojados. El zarzal, también desnudo, desparrama como cuerdas sus ramas espinosas. Todo está pelado. La raspadura del suelo en mi mejilla no la produce la hierba, sino un matojo reseco que huele a moho, que sabe a frío y tiene tiento de cristales mojados.

Y resulta que la luz no lunar se mueve, titubea, se proyecta sobre nosotros, se arrastra con tacto seco por encima de mi cuerpo, por encima del cuerpo de Lupi. A causa de ello, sus ojos fijos fulguran, como si en algún momento hubieran quedado deslumbrados y permaneciesen para siempre detenidos en el mismo ademán del deslumbramiento.

Con la impresión del fogonazo, yo recupero también las sensaciones sonoras (por tanto no es una ensoñación, no me he quedado dormido con los auriculares puestos y el disco terminó hace rato) y comprendo que nunca estuve envuelto en un espeso silencio: con el murmullo continuo del río inmediato se mezclan otros sonidos, suenan voces, una palabra o una tos o un estornudo, un sonido que brotó de una garganta y empieza a estallar en la noche.

Sin comprenderlo, yo lo percibo todo como desde dentro de un sueño, en una de esas pesadillas en que el soñador puede, no obstante, descubrirse como tal (aunque no por ello descartar la angustia; pero sin conseguir asumirlo). Naufrago desmadejadamente en la sensación de que este es un momento sin pasado, sin precedente alguno; siempre, sin duda, he estado aquí tirado, enfrente de esos ojos y ese cuerpo, contemplando alternativamente los ojos de la figura frontera desde los otros ojos, sin saber nunca qué figura era la mía y cuál la de Lupi sino por los breves temblores de una mano y por la conciencia del dolor, que es la conciencia de estar aquí caído, pero que muere en esa misma constatación, sin que sea posible rastrear las peripecias que me trajeron aquí.

Y si dentro de mí, en el hondón de esta memoria desmoronada que se disgrega en una imprecisa viscosidad, no hubiese alguna mínima agitación que me obligara a dudar, estaría seguro de que éste ha sido desde siempre mi lugar en el mundo: en la noche fría, rumorosa, sobre el suelo oscuro y áspero, bajo el cielo estrellado y el brillo lunar y las ramas desnudas, mientras un rayo de luz menos blanca, más precisa, horizontal, recorre los matojos y mi cuerpo, o el cuerpo de Lupi, y hace brillar mis ojos, o los ojos de Lupi, y un estornudo o una exclamación comienzan a crepitar en la noche, detrás de mí, donde no puedo ver.

Qué hago aquí, dónde estoy, qué haces aquí, Chino.

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