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El caldero de oro

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El caldero de oro
Название: El caldero de oro
Автор: Merino Jos? Mar?a
Дата добавления: 16 январь 2020
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El caldero de oro - читать бесплатно онлайн , автор Merino Jos? Mar?a

Es esta novela el relato de un tiempo m?tico que re?ne en s? el pasado y el presente, marcado por las invasiones y los olvidos, origen y testigo de las vidas de quienes lo poblaron desde su principio. El caldero de oro ser? el s?mbolo de las estirpes que vivieron junto al r?o milenario, leyenda fundacional, s?mbolo insoslayable de la infancia de un protagonista que, un d?a, regresar? al pueblo de sus antepasados, abandonado y solitario, para encontrase con un destino encerrado en su propia historia. Narrada desde la memoria y la imaginaci?n sustentada en un lenguaje que no olvida nunca su condici?n reveladora, El caldero de oro fue saludada como una de las obras que evidenciaban la renovada vitalidad de la literatura espa?ola.

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Te viste entonces inmóvil, con las manos en el volante y alrededor el eco del silencio macizo que os rodeaba cuando apagaste el motor.

Estabais junto al cruce. Manteníais la boca cerrada y vuestro mutismo se mezcló al instante con la soledad exterior hasta que también vosotros erais la soledad ominosa de las cosas mudas, pero no inertes, en la noche. Luego, los muchachos fueron saliendo con cuidado.

El ruido de sus movimientos consiguió romper de nuevo la infinita quietud, y aún más: sus movimientos deshicieron de pronto el largo marasmo de la jornada, desde que habían llegado por la mañana, tan temprano, y metieron la furgoneta en el taller y. después de cerrar sigilosamente la portalada, habían permanecido durante todo el día en casa, leyendo tumbados, casi sin hablar, sumidos en una pasividad que tenía mucha apariencia de enfermedad y de fiebre. Y es que, ni siquiera cuando la noche dejó las calles del todo vacías y retumbaban en las casas las canciones festivas y la música de los televisores, y abristeis con cuidado las puertas del taller y subisteis a la furgoneta, y tú pusiste en marcha el motor, te habías podido liberar de aquella larga imagen de postración que había marcado todos los aspectos de la jornada.

Por eso ahora, cuando se mueven en silencio pero en la evidencia de una decisión, de un objetivo (aunque visibles solamente sus siluetas), sales de tu abulia y los contemplas con una tranquilidad casi alegre.

Los bultos de los chicos se prolongan en los de las armas; Lupi recoge su cabás y la bolsa con el explosivo; entonces tú tienes un escalofrío: te encuentras demasiado al margen de aquella determinación, de aquella actitud que van envolviendo en una solemnidad especial lo escueto de los gestos, lo sigiloso de los ademanes.

Pero no dices nada; tu papel es al fin pasivo; con la conducción del viejo cacharro termina tu compromiso. Tú no eres un actor, ni siquiera el traspunte: en aquel escenario cuyo (orillo es la negrura nocturna tras los grandes muros, blancos como sábanas gigantescas, eres un simple espectador.

Y ellos musitan las últimas palabras, que no oyes, y Camino (su rostro del todo invisible en lo oscuro) ayuda a Lupi a sujetarse la bolsa a la espalda, antes de ayudar a los demás: y rememoras a Lupi en sus confesiones sibilinas, cuando apenas sospechabas sus propósitos, tumbado en su catre, haciendo aquellas afirmaciones a las que la noche y su eventual condición de comentarios de antes de dormir daban la medida justa de las baladronadas:

– Con cien kilos hundo la nave central. El caso es saber dónde se pone la carga.

Aquella meticulosa ayuda te hace reencontrar a Lupi también más adelante, cuando iba haciéndote la confidencia de los planes conforme eran más minuciosamente elaborados, incluso cuando, al fin, ofreciste tu apoyo. Lupi levantando la cabeza frente el aguamanil, musitando que cada uno llevaría unos quince kilos, que entrarían por el canal de refrigeración (seco todavía), que se dirigirían sin más al cuerpo de guardia, para anular cualquier resistencia. Con un susurro que, en definitiva, era un grito en sordina que le enronquecía, que le hacía toser. También quitarían de en medio a los vigilantes de la nave central.

– Yo coloco las cargas. En media hora está todo preparado, nosotros otra vez fuera y ¡bum!

Y vuelves a verle (sumido ahora en esa inmovilidad sin tiempo; alejándose de la furgoneta hace sólo un rato) mientras alzaba las manos, recalcando la onomatopeya.

Ahora, junto a su espalda, resaltan las aristas del gran cabás, el que un día bajó del desván de su casa, tras revolver en el arcón, y donde guardaba útiles de su época de minero, que fue sacando con delicado manoseo y colocando sobre la mesa de la cocina mientras contestaba con evasivas a tus preguntas o encogía los hombros ante tus consejos:

– Oye, Lupi, ten cuidado, no te vayas a meter en un lío.

– Ca.

– Que no te enreden esos chavales, lo de la Planta no tiene remedio.

Tuviste frío entonces. Las ráfagas de brisa helada os golpeaban mientras Lupi se te acercó y murmuraba que les esperases allí, pero no como una orden, sino como una disculpa, y te dieron ganas de gritarle que no se preocupase, que estabas allí de modo plenamente voluntario, pero no dijiste nada: ellos se siguen alejando, al principio como un grupo compacto, dispersos luego, hasta que cruzan la carretera y desaparecen, sus cuerpos ya sólo sombra entre la sombra y sus pasos confundidos con el rumor del río.

Ya solo, apoyado en el capó, sentiste cómo el frío de la chapa se pegaba a tus manos, a tu cuerpo entero, y te separaste para seguir la carretera hasta el puente por hacer algo, por verlos todavía, por asistir aunque fuese de lejos al nudo de su aventura.

Aquel paseo te tranquilizó otra vez. Tus pasos sobre la gravilla de la cuneta parecían llenarlo todo de ritmo. La noche y el mundo se movían al compás de ese craas-craas que ibas haciendo.

Llegaste a la desviación y te dirigiste al puente que habías conocido llamándose 'nuevo» y que ya no lo es y tuviste la primera visión dudosa del pueblo. Allí te detuviste, allí mismo, y desde allí levantaste los prismáticos, observando a través de ellos los volúmenes y los claroscuros de los edificios.

Ahora lo recuerdas todo vívidamente, mientras cierras de nuevo la mano e intentas separar tu mejilla del áspero cepillo vegetal, extender tus piernas en el desarrollo de ese pataleo que no consiguieron terminar, separar tu costado del suelo y levantarte.

Porque ahora las voces son más cercanas, las palabras más nítidas (o se trata de la misma palabra, de las últimas sílabas de una frase que suena desde siempre, desde hace unos instantes que, sin embargo, por ser los únicos, son eternos y no han empezado ni terminarán) y la luz hace brillar los ojos desorbitados de Lupi.

La palabra, la voz, se desenreda todavía por el aire y, mientras quieres decirle que intente levantarse él también, todos esos recuerdos se suceden como fotogramas: te vuelves a ver en la furgoneta, ante el paisaje de papel de plata vislumbrado desde la desembocadura del puente; te encuentras otra vez descubriendo el rumor de la noche, el silencio de la noche cuando detuviste la furgoneta, cuando pensaste que ese rumor era en realidad un caparazón que encerraba otros rumores, otros silencios.

Pero se produjeron unas detonaciones y luego una ráfaga que simuló un solo ruido sincopado. Tras una breve pausa, sonaron otras. La noche perdió de pronto su serenidad de postal. Todo era auténtico: las perspectivas se alargaban dificultosamente entre las asperezas del terreno lejanas, invisibles; las masas vegetales escondían espacios reales. Todo era verdadero. Alrededor de la Planta se encendieron varios focos nuevos, con lo que la blancura se hizo excesiva, amenazante.

Te quedaste inmóvil, mientras el eco de las detonaciones se perdía en la noche y sonaba el alarido de una alarma; inmóvil ante la noche clara y helada, como ante el quicio de la puerta de una estancia que escondiese un secreto descomunal y pavoroso.

Te volviste al fin y echaste a correr por la carretera y luego por el borde lleno de gravilla hasta llegar cerca de la furgoneta, cuyo bulto parecía agazaparse como el cuerpo de un gigantesco animal a punto de saltar, a un lado del camino.

Entraste en la furgoneta, te sentaste y apretaste el volante con ambas manos, sintiendo su frío como una quemadura. Los cristales estaban sucios y desde allí dentro la purpurina de la noche adquiría un tono menos firme, como más ajado, como si el papel de plata hubiese sido desarrugado minuciosamente después de estar hecho una pelota y hubiese perdido, por tanto, casi todo su terso fulgor.

Y contemplaste la oscuridad de la noche que, de ese modo, se hacía todavía más irreal, mientras el miedo se ajustaba a ti como un sudario. Porque, aunque sospechabas que se había producido una catástrofe, no podías irte.

Encendiste el motor y, con las luces apagadas, esperabas el desenlace con fatalismo.

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