El caldero de oro
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Es esta novela el relato de un tiempo m?tico que re?ne en s? el pasado y el presente, marcado por las invasiones y los olvidos, origen y testigo de las vidas de quienes lo poblaron desde su principio. El caldero de oro ser? el s?mbolo de las estirpes que vivieron junto al r?o milenario, leyenda fundacional, s?mbolo insoslayable de la infancia de un protagonista que, un d?a, regresar? al pueblo de sus antepasados, abandonado y solitario, para encontrase con un destino encerrado en su propia historia. Narrada desde la memoria y la imaginaci?n sustentada en un lenguaje que no olvida nunca su condici?n reveladora, El caldero de oro fue saludada como una de las obras que evidenciaban la renovada vitalidad de la literatura espa?ola.
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Las puertas estaban abiertas de par en par
Las puertas estaban abiertas de par en par. Se marcaban en el suelo del zaguán, pequeñas y húmedas, las huellas de unas pisadas de perro. Sacudí varias veces el llamador y sonó en el interior de la casa un ronco ulular que se fue desintegrando en ladridos rápidos y breves. Me aparté hasta la misma línea de la calle y, tras unos instantes, pregunté con voz fuerte si había alguien en casa.
Quieto delante de aquella estancia amplia, vacía, llena de luz dorada, recuperé por un momento la imagen del recibidor de doña Ambrosia (estrecho, atestado de muebles y objetos, oscuro): imagen inesperada que, acaso por su sustancial paradoja, por ser el exacto reverso de ésta, resultó especialmente intensa. Y, con aquel recuerdo, recuperé también a doña Ambrosía surgiendo de entre la sombra como otra sombra, despegando su figura menuda de la oscuridad del pasillo para entregarme el telegrama.
Como si me esperase. Yo había abierto la puerta con mi llave, la había cerrado cuidadosamente a mis espaldas, recorrí apenas tres pasos y allí estaba de pronto ella, con sus ojos saltones y su pelo desteñido (una melena escasa, en permanente decoloración), alargándome una mano con gesto indefiniblemente acusatorio:
– Tiene usted un telegrama. Le firmé yo el recibí.
Parece otra imagen, una imagen profana y viva que santificase alguna especie de decrepitud inextinguible y pacífica, del mismo modo que la Virgen, con su largo pelo verdadero, sus manos en actitud de orar y esas gotas de cera sobre las mejillas de porcelana grisácea, santifica los también inextinguibles, aunque más crispados, Dolores de Nuestra Señora.
El recibidor, el pasillo, el despacho de un marido lejanamente muerto, el apartado cubículo que habita, serían la urna de doña Ambrosía, urna invisible que es también la adecuada réplica de esta otra urna de cristal en que la Virgen permanece a sus pies siempre unas flores de tela ya muy deslucidas y una lamparilla que fue de aceite, pero que es eléctrica tras las últimas reformas de la casa.
– Estaba reposando y tuve que levantarme -añade.
Yo la observo sin rechistar. El rostro de la Virgen y el de doña Ambrosia tienen, además, un sutil parecido: acaso por el gesto de los labios, siempre a punto de distenderse de algún modo (pero sin hacerlo jamás), como para marcar una nueva mueca muda cuyo significado (risa, dolor, asco) sería, en cualquier caso, imposible desentrañar.
– Esa chica se ha ido al dentista y no vuelve -concluye.
La gran urna, las caracolas y los corales sobre la mesilla, las sillas negras incrustadas de pedacitos de nácar, en tantos puntos descascarillado, son el entorno perfecto para estos dos rostros pálidos que permanecen tan cerca de mí, fijando en mí unos ojos que brillan con avidez unánime, esperando quizá que abra el telegrama y lo lea en su presencia.
Yo me fui a mi cuarto, tras agradecerle a doña Ambrosia sus molestias y la diligencia en cumplir el recado. Luego, al leer el mensaje, tardé unos instantes en descifrar la escueta oración. Mi incomprensión inicial de su contenido convertía en absurdo, incluso como objeto, aquel pequeño papel azulado del que sobresalían tiritas blancas.
El texto del telegrama se inicia con la primera persona del pretérito perfecto del verbo morir y me ordena (a mí, puesto que soy su indiscutible destinatario) que vaya inmediatamente. Y está firmado.
«He muerto. Ven enseguida. Tu abuelo Manuel.»
Sorprendido por la curiosa formulación de la noticia, sentado frente a la ventana, la mirada distraída en la calle (un bullicio gris entre el escaparate de la pequeña lencería que anuncia oportunidades con carteles artesanos; el restaurante económico tras cuya breve luna se desmadejan los habituales pollos oscuros, las acelgas y las manzanas, o afirman una inescrutable firmeza polvorienta varias botellas de Valdepeñas y un bote de melocotón en almíbar; el teatrillo mugriento con sus fotos de mujeres que ostentan humildes desnudeces; el puesto de periódicos), permanecí largo rato, mientras en la habitación inmediata tecleaba sin parar la máquina de mi vecina, la vieja escritora, como contrapunto del rumor callejero.
Intentaba recordar al abuelo y no lo conseguía. Apenas su cabeza, singularizada por una boina que nunca se quitaba, y el volumen rotundo de sus grandes botas claveteadas, lograban extenderse penosamente más acá de las brumas de un pasado a mi entender inmemorial. Constataba de pronto que hacía acaso seis o siete años que ni siquiera le había escrito; antes, alguna postal de vez en cuando, en fechas más o menos rituales, había sido mi única comunicación con él.
Me tumbé un rato en la cama, con el periódico, pero sin concentrarme en su lectura: poco a poco, y casi a pesar de mí mismo (porque mi pensamiento estaba apretado dentro de un sólido edificio cuyos más vetustos contrafuertes se apoyaban en un espacio no anterior en diez años a aquella actualidad mía, y más allá había sólo una bruma desvaída que resultaba fastidioso, e incluso difícil, explorar) iban tomando forma en mi conciencia muchas señales reconocibles: un gesto de hombros, una manera de terminar las frases.
El resto de su apariencia se fue reconstruyendo en la memoria de modo lento, pero bastante complejo (las cejas espesas, el bigote, el gran reloj, la petaca de cuero oscuro), de forma parecida a como el deshielo destruye el olvido uniforme de las vaguadas, las sendas y las masas vegetales ocultas por el forzoso disfraz de la nieve invernal.
Y los recuerdos, a pesar de ser todavía muy confusos, me traían un regusto cálido, también primaveral y veraniego; estaban todos ellos envueltos en una atmósfera de placidez; sugerían vivamente olores y reflejos; aproximaban a mí, cada vez mas, una presencia que, aunque incoherente, irradiaba una plenitud diáfana que la trascendía.
Ya había anochecido totalmente. Me duché y me estaba calzando para salir a cenar, cuando me avisaron de que tenía conferencia de casa: era mi hermano Alfonso, para comunicarme la muerte del abuelo. Yo apreté el telegrama en el bolsillo y no le dije que ya lo sabía.
– El entierro es mañana por la tarde -añadió.
– ¿Ahí?
– Sí, aquí.
Hizo una pausa, significativa de su titubeo, antes de continuar.
– Le trasladamos.
Yo no tenía nada que decir.
– ¿No vas a venir? -preguntó, también él acaso por decir algo.
– Mira, no lo sé seguro -respondí-. Depende del trabajo. A lo mejor sí voy.
– Es a las cuatro y media.
Me despedí, volví a mi habitación, terminé de arreglarme, bajé a la calle y recorrí lentamente la acera hacia la Corredera.
Aquella gran pared de ladrillo que se pierde en lo alto como amenazando no tener fin, imponía a la calle la fisonomía de otro recibidor, de otro cuarto que, siendo enorme, estuviese sin embargo encerrado también entre escaleras y patios. Toda la ciudad parecía un piso cerrado, una urna inmensa desde la que quizá presiden el prolijo trajín muecas también infinitamente ambiguas y ajadas. Sí: las calles enarbolaban con vehemencia su aspecto de sombríos pasillos y las luces y los ruidos de los bares, de los coches, apenas conseguían interferir aquel sutil apartamiento del velo solar, y esa sensación mía de moverme por la ciudad como un huésped más entre millones de huéspedes de la misma patrona, a través del laberinto de corredores y trasteros que nos aprisionaban.
Por la noche, antes de dormirme, seguí recobrando al abuelo en el esplendoroso technicolor de mi memoria infantil, tanto tiempo arrumbada: la película tuvo al principio numerosas, pero rapidísimas, secuencias que se resolvían en súbitos fundidos blancos, azules, amarillos, y enseguida no fui ya niño, sino adolescente, y mis recuerdos, en vez de conservar los ademanes como escenas brevísimas e inmóviles, comenzaron a dejar esbozarse gestos e incluso palabras con nitidez.
De los de León, yo era el único nieto que, hasta que me marché a la universidad y los sucesivos traslados de domicilio embarullaron mis señas, recibía en el cumpleaños un giro de cincuenta duros de parte suya. Pese a la renuencia de la abuela y de mi padre, solía entonces gastármelos en el autobús, para visitarle, para verle de nuevo con su boina, sus botas y su guardapolvos, enteco y tieso, en aquella huerta que acotaban las grandes tapias, entre olores vegetales, zumbido de insectos y trinos de pájaros.
El abuelo ha muerto y aquello no me produce ninguna pena, sino que me llena de recuerdos amables. Al día siguiente, a primera hora, le pedí permiso a Cutillas.
– ¿Su abuelo? -me preguntó, mirándome por encima de las gafas-. ¿Y de qué murió?
Le dije que no lo sabía. Me contempló en silencio, desaprobando sin disimulo aquella laguna en mi información. -¿Y cuándo volverá usted?
No hay ni una pizca de simpatía en ese rostro blancuzco, salpicado de un archipiélago de manchas de vejez, que enmarca un pelo sospechosamente nogalina, exento de canas, y en el que se desorbitan dos ojos ahuevados, con iris azul ahumado. Acaso en otra ocasión hubiera optado por renunciar a mi petición, pero me sigue empujando una singular decisión que, hecha también de inercia, es sin embargo más poderosa que mi habitual abulia.
– El entierro es esta misma tarde. Quisiera volver mañana por la mañana, pero son unas cuantas horas de viaje.
– Así que ya no le vemos el pelo hasta el lunes.
Cutillas está hecho de la sustancia de los verdaderos jefes: me ha dado su permiso sin ostentación, con desprecio incluso. Yo le ofrezco un cigarrillo, que acepta y enciende de inmediato, antes de darme fuego a mí con su encendedor de llama levísima.
– Le acompaño en el sentimiento.
Precisamente su rostro, mezclado con el rostro de doña Ambrosía y el de la Dolorosa de la urna, era también el rostro desvaído de la mañana mientras recorría la carretera húmeda, entre el paisaje otoñal, los largos cerros pelados, las resecas tastrojeras. También este paisaje, en que los últimos restos de la ciudad se iban por fin diluyendo y desmoronando tenía un tono mortecino, como si estuviera cubierto de ceniza.
Entonces andaba yo por los treinta y cinco años; y aunque no solía hacer arqueo de los calendarios pasados, a veces entreveía a la madurez escrutándome, agazapada entre los propios pliegues de mi más recóndita intimidad, inevitable, amenazando con desplomar sobre mí el alud de los reconcomios mantenidos a raya para sepultarme definitivamente entre su ruin avalancha. Por eso, en la euforia de la conducción, fui jugando a sospechar que la muerte del abuelo tenía acaso el significado de un hito, de un mojón en mi vida, como las muertes de algunos parientes, en los cuentos de hadas, deparan dones misteriosos, sorpresas benefactoras: un gato con botas, una argolla en el suelo del sótano, una princesa (diminuta por algún hechizo) dormida entre los mendrugos de la alacena…