Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Se sentó y le preguntó cómo estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco e iban su hija y Hélene, así como también Petrischev (juez de instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.
—¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?
—Que entren. Entró la hija, también en vestido de noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto sufrimiento le causaba. y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte porque estorbaban su felicidad.
Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado a la Capou, un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme pechera blanca y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones negros muy ajustados. Tenía puesto un guante blanco y llevaba la chistera en la mano.
Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo significado Ivan Ilich conocía bien.
Su hijo siempre le había parecido lamentable, y ahora era penoso ver el aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de Gerasim, Ivan Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto. Aquello fue desagradable.
Fyodor Petrovich preguntó a Ivan Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Ivan Ilich no entendió al principio lo que se le preguntaba, pero luego contestó:
—No. ¿Usted la ha visto ya? — Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel. La hija dijo que no. Inicióse una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz —una conversación que es siempre la misma.
En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
—Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos —dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos se levantaron, se despidieron y se fueron. Cuando hubieron salido le pareció a Ivan Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes.
Todo era peor.
Una vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. y lo más terrible de todo era el fin inevitable.
—Sí, dile a Gerasim que venga —respondió a la pre——' gunta de Pyotr.
9
Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche. Entró de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste abrió los ojos y dijo:
—No. Vete. — ¿Te duele mucho? — No importa.
—Toma opio. Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y su dolor los me. tían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo pero por mucho que empujaban no podían hacerlos lle. gar hasta el fondo. y esta circunstancia, terrible ya en sí iba acompañada de padecimiento físico.
Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzab~ por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí Gerasim estaba sentado a los pies de la cama, dormitando tranquila pacientemente, con las piernas flacas de su amo, enfundadas en calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma bujía con su pantalla y allí estaba también el mismo incesante dolor.
—Vete, Gerasim —murmuró.
—No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.
—No. Vete.
Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse, rompió a llorar como un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.
«¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»
Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: «¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe!
¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?»
Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de sí.
—¿Qué es lo que quieres? — fue el primer concepto claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? — se repitió a sí mismo—. ¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir —se contestó.
Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.
—¿Vivir? ¿Cómo vivir? — preguntó la voz del alma.
—Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.
—¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? — preguntó la voz. y él empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces;
ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra persona.