El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¡Hum! —sonrió Totzky—. ¿Piensa usted que ésta ha sido una cosa análoga? En todo caso, su comparación es ingeniosa. Usted ha visto, querido Ivan Petrovich, que yo he hecho todo lo que he podido. No voy a esforzarme en procurar lo imposible, compréndalo. En esa mujer hay, por otra parte, cualidades raras, aspectos magníficos... Antes no he querido hablar en medio de aquel tumulto, pero varias veces se me ha ocurrido decirle, contestando a sus reproches, que ella misma es la justificación de mis actos. Porque, ¿a quién no haría olvidar esa mujer la razón... y todo lo demás? Ahí tiene usted a ese aldeano de Rogochin: ¡le ha llevado cien mil rublos! Admitamos que todo lo de esta noche haya sido efímero, novelesco, incorrecto. Pero no por eso carece de pintoresquismo ni de originalidad. ¡Dios mío, cuántas cosas se hubieran podido hacer de un carácter así, unido a semejante belleza! Pero a pesar de todos los esfuerzos, a pesar incluso de la educación, esas excelentes dotes no aprovecharán a nadie. Ya lo he dicho más de una vez: esa mujer es un diamante en bruto...
Y Atanasio Ivanovich exhaló un profundo suspiro.
PARTE SEGUNDA
I
Dos días después de la extraña aventura ocurrida en la reunión de Nastasia Filipovna y con la que concluyó la primera parte de nuestro relato, el príncipe Michkin se encaminó a Moscú para recibir su inesperada fortuna. Se rumoreó por aquel entonces que pudieron existir ciertos motivos para que apresurara su viaje, pero no tenemos suficientes informes sobre este extremo, ni en general sobre la vida del príncipe durante los seis meses que estuvo ausente de San Petersburgo. Incluso quienes por un motivo u otro no eran indiferentes a su suerte, pasaron mucho tiempo sin saber nada de él. Cierto que a los oídos de algunas personas llegaron diversos rumores, pero todos raros y casi siempre contradictorios. En ningún sitio interesaba el príncipe más que en casa de Epanchin, de cuya familia no se había despedido al marchar. El general Epanchin sí le vio, desde luego, dos o tres veces, y hasta mantuvo con él algunas conversaciones serias, pero no habló de ello a su familia. Al principio, es decir, durante el primer mes de la marcha de Michkin, pareció cosa convenida entre las Epanchinas el no mencionarle. Lisaveta Prokofievna fue la única que faltó a esta regla en los primeros días para declarar que «se había engañado terriblemente con el príncipe». Dos o tres días después, añadió, si bien en términos genéricos y sin mencionar a nadie, que «el rasgo más peculiar de su vida había sido equivocarse siempre respecto a la gente». Y por fin, diez días después, a continuación de una disputa con sus hijas, sentenció: «¡Basta de equivocaciones! ¡No volveré a cometer ni una más!»
Preciso es indicar aquí que durante bastante tiempo se cernió sobre todos los Epanchin un denso malhumor. Las relaciones familiares, ya antes difíciles y tensas, se agriaron mucho. Dijérase que todos se ocultaban algo unos a otros. No había quien no tuviera el rostro hosco. El general se absorbía día y noche en sus tareas. Nunca se le había visto más ocupado, sobre todo en asuntos del servicio. Alguna rara vez, muy de cuando en cuando, realizaba una fugaz aparición ante su mujer e hijas. Las muchachas se guardaban bien de hablar delante de sus padres y acaso no charlasen gran cosa más cuando estaban solas. Eran mujeres orgullosas y altaneras, incluso reservadas entre sí en ciertas ocasiones. Además sabían comprenderse, no sólo a media palabra, sino hasta a media mirada, lo que en muchos casos hacía innecesaria la conversación.
Un observador imparcial habría llegado, examinándolas, a la conclusión de que Michkin, a juzgar por todos los datos precedentes, había causado una fuerte impresión en las Epanchinas, aunque sólo las hubiese visto una vez. Acaso ello se explicara por el interés que solían despertar ciertas estrafalarias aventuras del príncipe. Fuera como fuese, la impresión persistía.
Gradualmente, los rumores que circulaban, en la ciudad se tornaron más inconsistentes y confusos. Se hablaba de un príncipe joven y no poco necio, cuyo nombre no sabía nadie, que había heredado de pronto una gran fortuna y casándose con una célebre danzarina francesa del «Château des Fleurs», que bailaba el «cancán» en San Petersburgo. Pero otros pretendían que la enorme herencia había sido recibida por un general y que el esposo de la bailarina era un comerciante inmensamente rico. Añadíase que aquel hombre, el día de su boda, había quemado, por pura fanfarronada, setecientos mil rublos en títulos del último empréstito, acercándolos a la llama de una bujía. Al fin, pronto se dejaron de comentar tales historias en vista de la imposibilidad de ponerlas en claro.
La banda de Rogochin, cuyos miembros hubiesen podido dar minuciosos informes sobre aquellos asuntos, salió para Moscú en pos de su jefe después de celebrar en Ekateringov una tremenda orgía —en la que participó Nastasia Filipovna— durante una semana. Algunos afirmaban que la joven, terminada la orgía, había desaparecido, y se la presumía refugiada en Moscú, lo que parecía quedar confirmado por la presencia de Rogochin en aquella ciudad. Igualmente circulaban diversas voces acerca de Gabriel Ardalionovich Ivolguin, que era bastante conocido en ciertos ambientes. Pero pronto surgió una circunstancia que hizo enmudecer las malas lenguas, y fue que el joven cayó enfermo de gravedad y no volvió a aparecer ni entre sus amigos ni en su oficina. La enfermedad duró un mes, pasado el cual Gania dimitió su empleo en la compañía de que era secretario. Y la compañía hubo de substituirle. Gania no apareció más tampoco en casa del general Epanchin, y éste tuvo que tomar también nuevo secretario. Los enemigos de Gania podían suponer ficticia su enfermedad, atribuyendo su desaparición a vergüenza de presentarse en público después de cuanto le había ocurrido, pero en realidad estaba enfermo, e incluso su dolencia le tomó hipocondríaco, sombrío e irritable.
Aquel invierno, Bárbara Ardalionovich se casó con Ptitzin. Todas las amistades de los Ivolguin se explicaron la boda por el hecho de que Gania, al renunciar a sus ocupaciones, había dejado de subvenir a las necesidades de la familia, convirtiéndose incluso en carga para ella.
En casa de Epanchin no se hablaba más de Gania que si no hubiese existido nunca. Y, sin embargo, ningún miembro de la familia ignoraba un curioso detalle referente al joven: el de que éste, después de la ingrata escena en la reunión de Nastasia Filipovna, había esperado en su casa con febril inquietud la llegada de Michkin, quien volvió de Ekateringov a las siete de la mañana. Entonces Gania, llevando en la mano el fajo de billetes que Nastasia Filipovna le regalara cuando yacía desmayado, los colocó sobre la mesa de Michkin, rogándole que entregase el dinero a su propietaria en cuanto tuviera ocasión. Gania entró en la habitación enfurecido y casi desesperado, sentimientos que, sin embargo, desaparecieron tras unas breves palabras con Michkin. Pasó dos horas con éste y en todo aquel tiempo no cesó de llorar. Luego se separaron amistosamente.
Esta noticia, conocida de toda la familia del general, era, según más adelante se supo, exacta en todas sus partes. Sin duda parecerá extraño que tales hechos se divulgasen tan pronto, pero el caso fue que todo lo ocurrido en casa de Nastasia Filipovna se divulgó, casi al día siguiente, en casa de los Epanchin. Los informes acerca de Gabriel Ardalionovich podían suponerse recibidos de su hermana, ya que entre ésta y las jóvenes Epanchin se entablaron súbitas relaciones de amistad, con gran asombro de Lisaveta Prokofievna.