Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.

Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.

El de más edad estaba diciendo:

—Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?, le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.

—¿Y qué es una revista de modas? —preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.

—Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?

—¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter [26]! —exclamó el joven, entusiasmado—. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.

—Todo, excepto eso, amigo —terminó el mayor con acento sentencioso.

Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.

—¿Qué desea usted? —le preguntó de pronto.

En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.

—Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? —le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.

Raskolnikof volvió a la habitación.

—Quiero alquilar este departamento —repuso—, y es natural que desee verlo.

—De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.

—Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre?

—¿De qué sangre?

—Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.

—Pero ¿quién es usted? —exclamó, ya inquieto, el empapelador.

—¿Yo?

—Sí.

—¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.

Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.

—Ya es hora de que nos vayamos —dijo el mayor—. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.

—Entonces, vamos —dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.

Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.

—¡Hola, portero! —exclamó cuando llegó a la entrada.

En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.

—¿Qué desea? —le preguntó uno de los porteros.

—¿Has estado en la comisaría?

—De allí vengo. ¿Qué desea usted?

—¿Están todavía los empleados?

—Sí.

—¿Está el ayudante del comisario?

—Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?

Raskolnikof no contestó; quedó pensativo.

—Ha venido a ver el piso —dijo el empapelador de más edad.

—¿Qué piso?

—El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros.

El portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.

—Bueno, pero ¿quién es usted?

—Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.

Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.

—Diga: ¿para qué ha subido al piso?

—Quería verlo.

—Pero si en él no hay nada que ver...

—Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría —dijo de pronto el burgués.

Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin perder la calma ni salir de su indiferencia:

—Vamos.

—Sí, hay que llevarlo —insistió el burgués con vehemencia—. ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.

—A lo mejor dice esas cosas porque está bebido —dijo el empapelador en voz baja.

—Pero ¿qué quiere usted? —exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad—. ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?

—¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? —le preguntó Raskolnikof en son de burla.

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