Relatos De Un Cazador
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En estos relatos, el escritor ruso Iv?n Turgueniev se interna en la vida de los siervos de la gleba y en el mundo campesino en general. Por primera vez se centra la escritura en la tremenda situaci?n del campesinado ruso, en el siglo XIX. Desde la econom?a de recursos, el autor pone en evidencia la injusticia, la corrupci?n, la bondad, la indiferencia y la sabidur?a, muchas veces representada por el siervo, que por entonces era considerado menos que un animal. En cada cuento, sin dramatismo, aborda el contraste social protagonizado por el rico hacendado rural due?o de una vida c?moda y el campesino que busca la libertad, pero que indefectiblemente termina por permanecer prisionero en un estado casi de esclavitud. La preocupaci?n del autor fue descubrir ecu?nime y objetivamente la realidad tal como la ve?a. Relatos de un cazador es un conjunto de historias en las que fluye la vida cotidiana, y en las que los personajes, presentados con trazos breves, se muestran tal como son.
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La voz callaba, para empezar de nuevo. Resonaba en medio del silencio nocturno. Por lo menos treinta veces se obstinó en gritar. Al fin, desde lejos, en la llanura, alguien respondió: —¿Qué? ¿Qué... é... é...?
—¡Ven para que padre te pegue! —gritó la criatura.
Ya no hubo respuesta. El niño siguió llamando. incansablemente. Me alejé y di la vuelta a un bosque que precede a mi aldea. La oscuridad era profunda; el nombre de Antropka se oía aún, muy débilmente, en la lejanía.
VI EL ENANO KACIANO
Volvía de una cacería en una mala "telega" y me agobiaba el calor de un día nebuloso. Dormitaba sometido con resignación a las sacudidas del vehículo, cuyas ruedas levantaban una polvareda fina, que nos envolvía.
Llamó de pronto mi atención la inquietud del cochero, que hasta ese momento iba más tranquilamente adormecido que yo. Tiró de las riendas, se volvió mirando y pegó a los caballos.
Viajábamos por una llanura labrada y chocábamos a cada instante con montículos no aplanados por el arado. No veíamos casa alguna, y solamente montecillos de abedules cortaban, con sus redondeadas copas, la línea del horizonte. Estrechos senderos serpenteaban en toda la extensión de los campos, a través de los montículos. Alcancé a distinguir, entre la polvareda, cerca de nosotros, lo que había sorprendido al cochero.
Era un cortejo fúnebre. Delante, en un carrito tirado lentamente por el caballo, iban un sacerdote y un subdiácono, que tenía las riendas; enseguida el ataúd, llevado por cuatro hombres, y atrás dos mujeres. Una de éstas cantaba, con tono monótono y triste, una letra mortuoria.
Quiso mi cochero cortar camino, castigó a los caballos y logró pasar antes que el cortejo. Pero apenas habíamos andado doscientos metros, la "telega" se paró de golpe, se inclinó y por poco no volcamos.
Después de contener a los caballos, el cochero escupió, rabioso.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Se partió el eje. Nos ha traído desgracia este entierro.
Bajé, muy preocupado de cómo saldríamos del paso. El cochero la tomó con los caballos. Una rueda estaba casi metida bajo el carro, y él eje parecía mostrarse al aire con una suerte de desesperación.
—¿Qué hacer ahora?
Mientras tanto, el cortejo fúnebre llegaba hasta nosotros. Nos descubrimos y nos miramos con los que llevaban al muerto. Una de las dos campesinas era una vieja pálida, pero su fisonomía estragada por el dolor conservaba una expresión digna y severa. La otra, mujer joven, de unos veinticinco años, tenía los ojos enrojecidos y la cara hinchada de tanto llorar. Al pasar junto a nosotros suspendió su cantinela, que reanudó mementos después. El cochero me informó: —Entierran al carpintero Martín. Una de esas mujeres es la madre, y la otra la viuda.
—¿Murió de enfermedad?
—Sí, de una fiebre maligna. Anteayer fueron por el doctor, pero no le encontraron. Martín era buen obrero; algo atolondrado, pero sabía su oficio. ¡Cómo ha llorado su mujer! En fin, siempre lo mismo. Las mujeres no necesitan comprar lágrimas. Y por cierto, las lágrimas de las mujeres todas son de la misma agua.
Hecha esta reflexión, se agachó junto al caballo, pasó por debajo de la lanza y cogió el arco que está bajo la collera.
"¡Quién sabe cómo nos arreglaremos!", dije entre mí.
El cochero acomodó el caballo, le aseguró mejor el arnés y se puso luego a contemplar la rueda maltrecha. Sacó una tabaquera, levantó despaciosamente la tapa, metió sus gruesos dedos en la caja y restregó la pulgarada de rapé. Luego frunció las narices y aspiró. Acabada esta operación, hizo un horrible visaje, varios guiños, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Y bien? —le interrogué.
No me hizo caso. Guardó su tabaquera y se quedó absorto. Al rato subió a su asiento.
—¿Qué piensas hacer? —le pregunté con asombro.
—Subid, señor.
—¡Pero no podremos andar!
—Iremos.
—¿Y el eje?
—Subid. El eje está roto, pero podremos llegar hasta la aldea de Judino.
—¿Crees que podremos llegar hasta allí?
El rústico no se dignó responderme. Castigó los caballos, y fuese como fuese, alcanzamos la aldea. La componían siete "isbas". Al entrar no hallamos un solo ser viviente. Ni siquiera gallinas. Fui hasta la primera "isba", llamé, nadie respondió. Volví a llamar y se oyó el maullido de un gato. Me asomé a la primera pieza, que estaba oscura y con humo.
Volví al patio... Nada. Solamente un ternero y un ganso.
Fui a explorar la segunda "isba". Me pareció que en el patio había un ser humano que dormía. Cerca de él un mal carro y un jamelgo con el arnés remendado. Más allá, unos estorninos me observaban con apacible curiosidad.
Me acerqué al durmiente para despertarle. Se levanté con sobresalto y balbuceó, procurando despertarse del todo: —¿Qué hay? ¿Qué quiere usted?
Tanto me sorprendió su aspecto, que no pude responderle. Imaginaos un enano como de cincuenta años; de carita morena y arrugada, puntiaguda nariz, ojos imperceptibles, una mata espesa de cabellos negros desbordando de la cabeza como un hongo del tallo. Flaco, y mísera, su mirada era tan extraordinaria que no puedo describirla.
—¿Qué queréis? —preguntó.
Escuchó mi explicación sin quitar ni un instante de mí sus ojos, de guiño singular.
—Quiero un eje de rueda; pagaré lo que sea.
—¿Sois cazadores?
Hizo esta pregunta mirándonos de pies a cabeza.
—Sí.
—¿Cómo es posible que no temáis matar los pájaros del cielo y les animales de los bosques? ¿Ignoráis que es un pecado derramar sangre inocente?
Hablaba con mucha claridad. No era su voz ni rústica ni vacilante, pero tenía una suerte de dulzura que la asemejaba a la voz de una mujer.
—No tengo eje —añadió mostrándome su carro—. Solamente de muy mala calidad.
—Pero alguno podrá hallarse en la aldea.
—¿En qué aldea? Esto no es aldea, y todo el mundo está en su trabajo; seguid vuestro camino.
Y diciendo esto se puso en cuclillas sobre el suelo quemante.
Yo no podía consentir semejante conclusión.
—Escucha, buen hombre. Voy a pedirte un servicio. Le pagaré bien.