Relatos De Un Cazador
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En estos relatos, el escritor ruso Iv?n Turgueniev se interna en la vida de los siervos de la gleba y en el mundo campesino en general. Por primera vez se centra la escritura en la tremenda situaci?n del campesinado ruso, en el siglo XIX. Desde la econom?a de recursos, el autor pone en evidencia la injusticia, la corrupci?n, la bondad, la indiferencia y la sabidur?a, muchas veces representada por el siervo, que por entonces era considerado menos que un animal. En cada cuento, sin dramatismo, aborda el contraste social protagonizado por el rico hacendado rural due?o de una vida c?moda y el campesino que busca la libertad, pero que indefectiblemente termina por permanecer prisionero en un estado casi de esclavitud. La preocupaci?n del autor fue descubrir ecu?nime y objetivamente la realidad tal como la ve?a. Relatos de un cazador es un conjunto de historias en las que fluye la vida cotidiana, y en las que los personajes, presentados con trazos breves, se muestran tal como son.
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—Sí, empezad —dijo Nicolai.
—Eso quiero yo —dijo el capataz de Jisdra. Y sonrió con suficiencia.
—Yo también —respondió Iacka—. Empecemos enseguida.
—¡Vamos, hijos! —dijo Morgach con voz de falsete—. Hay que comenzar.
—¡Ya es tiempo! —exclamó Diki Barin. Iacka se estremeció.
El capataz, poniéndose en pie, tosió para tomar aplomo. Y preguntó a Diki Barin con voz alterada: —¿Quién ha de cantar primero?
—¡Tú, hermano, tú! —le gritaron al capataz. Movió éste los hombros y miró hacia el techo, callado, con actitud inspirada. Diki Barin propuso: —Que se eche a la suerte y se ponga el cuartillo de cerveza en la mesa.
Nicolai se agachó, levantó del suelo la medida indicada y la puso en el mostrador.
Diki Barin, mirando a Iacka, lo interpeló: —¿Pues bien?...
El joven se hurgó los bolsillos, sacó un "kopeck" y le hizo una marca. El capataz extrajo una linda bolsa de cuero y sacó una moneda nueva y ambas piezas se echaron en el mísero casquete de Iacka.
Morgach metió la mano en el casquete y sacó la moneda del capataz. Suspiró la asamblea; al fin se empezaría.
—¿Qué voy a cantar?
—Lo que tú quieras —se le replicó—. Nosotros vamos a juzgar honradamente.
—Permítaseme toser un poco, para aclararme la voz.
—¡Acabemos, acabemos! —gritó la asamblea—. ¡Despáchate!
El paciente miró hacia arriba, suspiró, removió las espaldas y dio algunos pasos hacia adelante. Antes de relatar la lucha entre ambos cantores, conviene conocer el carácter y los hábitos de los personajes que principalmente intervenían en la escena.
A Obaldoni, cuyo verdadero nombre era Evgraf Ivanof, le llamaban así los campesinos debido a su aire insignificante y siempre alterado. Era un picarón, un "dvoroni" despedido por su amo y que, sin un centavo en el bolsillo, se arreglaba para llevar una vida alegre. Tenía amigos, decía él, que le proveían de té y de aguardiente. Cosa falsa, porque Obaldoni no era de trato tan agradable que se le pudiese hacer regalos. Más bien fastidiaba con su charla continua, su familiaridad confianzuda y sus risotadas nerviosas. No sabía cantar ni bailar, nunca salió de su boca una palabra inteligente, y en las reuniones los campesinos estaban acostumbrados a verle y soportarle como un mal inevitable. Solamente Diki Barin tenía sobre él alguna influencia.
Nada se parecía Morgach a su camarada. Le habían puesto injustamente ese nombre, ya que no guiñaba los ojos. Bien es verdad que en Rusia hay tanta inclinación a poner apodos que no siempre resultan exactos.
Pese a todas mis investigaciones enderezadas a conocer el pasado de este hombre, ciertos períodos de su vida me son absolutamente desconocidos y no creo que los habitantes del país tengan más noticias que yo. Supe que había sido en otro tiempo cochero de una anciana señora y se había escapado con el par de caballos que le habían confiado. No se avino a los fastidios de la vida errante y al cabo de un año volvió todo maltrecho a echarse a los pies de su ama. Varios años de vida ejemplar hicieron olvidar su falta y hasta concluyó por congraciarse de nuevo la voluntad de la anciana, y ésta lo hizo su intendente. Después de morir su ama, se halló, no se sabe cómo, emancipado de la servidumbre, inscrito entre los burgueses. Se convirtió en colono, comerció, y al poco tiempo tenía una pequeña fortuna. Es hombre de gran experiencia, que sólo obra por cálculo y en beneficio propio. Es circunspecto y audaz como el zorro, parlanchín como una vieja. Nunca dice una palabra de más, pero hace decir a los otros lo que éstos hubiesen querido callar. No remeda a los imbéciles como hacen otros. Su mirada fina y penetrante sabe verlo todo sin dejarlo translucir. Es un verdadero observador. Cuando emprende un negocio, se creería que va a fracasar. Sin embargo, todo lo conduce con prudencia y termina por triunfar.
Es feliz, pero supersticioso, y cree en los presagios. Poco querido en el país, eso no le preocupa; se conforma con que le estimen. Tiene un solo hijo, al que cría en su casa. "Es padre igual que su padre", dicen los viejos cuando al anochecer, sentados a la puerta de sus casas, conversan de bueyes perdidos.
Iacka el Turco y el capataz eran bastante menos interesantes. Al primero, de sobrenombre "el Judío", se le puso este apodo por su madre. Era un artista, pero se veía obligado a ganarse el pan en una fábrica de papel.
El capataz era, sin duda, un burgués. Tenía el modo imperioso y decidido que suelen tener las personas de esta clase.
El más interesante y curioso era Diki Barin. Al verle por primera vez llamaba la atención la apariencia ruda de toda su persona. Su salud es la de un Hércules, como si lo hubiesen tallado a hachazos en una encina. Y en esta encina hay vida para diez hombres. Con su exterior grosero, hay en él cierta delicadeza, y quizá provenga ello de la confianza que le inspira su propia fuerza.
Difícil es juzgar, a primera vista, a qué clase pertenece. No parece un "dvorovi" ni un señor Juan Sin Tierra; tampoco puede ser un burgués; acaso un escritor o un ente particular. Un buen día llegó al distrito y se dijo que era un funcionario jubilado, pero sin prueba alguna. Tampoco conocía nadie sus medios de vida. No ejercía ningún oficio y, sin embargo, nunca le faltaba dinero. Como no se preocupaba por nadie, vivía tranquilamente. En ocasiones daba consejos, siempre atendidos.
De una vida casta, bebía moderadamente; su pasión era el canto. Este hombre era, en una palabra, un ser enigmático. Dueño de su prodigiosa fuerza, vivía siempre en un absoluto descanso, tal vez porque un secreto presentimiento le anunciaba que, si se dejaba llevar por ella, semejante fuerza destrozaría todo a su paso y tal vez al mismo que la tenía. Yo creo que algo le había dejado en este sentido la experiencia. Lo que más me sorprendía era la delicadeza de su sentimiento. unida a la crueldad innata. Nunca he visto semejante contraste.
Ahora volvamos al momento en que el capataz se adelantaba hasta el medio de la estancia. Entrecerró los ojos y comenzó a cantar con voz de falsete, agradable, pero no muy pura. La manejaba y hacía vibrar como se hace girar un diamante al sol. Ya eran notas ligeras, finas, ya algo como gotitas de agua cristalina. Dejaba llover melodías deslumbradoras o notas de órgano, grandiosas y altas. En seguida paraba, y luego de una pausa que daba apenas tiempo para un respiro, reprisaba con una audacia arrebatadora. A un aficionado, la audición de esta voz lo hubiese transportado. Pero un alemán la hubiese hallado insoportable.
Era un tenor ligero, un tenor de "grazia" rusa. Añadía a la romanza tantos adornos, tantas florituras, tantos trinos de "grupetti", que me costó trabajo entender el sentido de los versos. Sin embargo, alcancé a entender el siguiente pasaje: Yo cultivaré, mi bella, un cuadradito de tierra, y te plantaré, mi bella, flores de la primavera.