Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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—También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
—Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
—Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
—¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
—Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
—Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
—Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
—¿No? —repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
—Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado vehemente.
—No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—. También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.
—Y terminaremos de conocernos —dijo Raskolnikof.
—Sí —convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados—. Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños, ¿no?
—No; a un entierro.
—¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.
—Yo no sé qué desearle —dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto—. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
—¿Cómicas? —exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
—Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
—¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.
—¡Claro que me he dado cuenta!
—¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
—Sí, era Gogol.
—¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna acusación...? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna. Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
—Hoy, hoy —murmuró—. Hoy mismo. Es necesario...
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase. Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del hombre que parecía haber surgido de la tierra.