Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
«¡No voy a casarme sólo por tener los muebles!», exclamó para sí mientras rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal? ¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr Petrovitch habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero —siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof—. ¿Por qué demonio habré sido tan judío? Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil. Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que, por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne. Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.
Pero enseguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas...