Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Al fin, para burlarse de ella le piden que demuestre que sabe nadar. La niña se echa al suelo y allí bracea como si estuviera en el agua. Todos se ríen, se burlan. Ella se da cuanta, se pone roja como la grana. Da tanta lástima, que remuerde la conciencia. Nunca podrá olvidar su sonrisa torcida, bondadosa y resignada. Sergio recuerda cuando volvió a verla después de aquel día. Había transcurrido mucho tiempo. Era poco antes de hacerse monje. Se había casado con un propietario que había dilapidado los bienes que ella aportó al matrimonio, y le pegaba. Tenía entonces dos hijos, un niño y una niña. El primero murió pronto.
Sergio recordaba cuán desgraciada la había encontrado. Volvió a verla, ya viuda, estando él en el monasterio. Seguía siendo la misma. No podía decirse que fuera tonta, pero sí insulsa, insignificante e infeliz. Había acudido con su hija y el novio de ésta. Entonces ya eran pobres.
Más tarde, oyó decir que vivía en cierta capital de distrito y que había quedado muy pobre. «¿A santo de qué pienso en ella? — se preguntaba Sergio, pero no podía dejar de pensar en Páshenka —. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de ella? ¿Seguirá siendo tan infeliz como era entonces, cuando mostraba sobre el santo suelo que sabía nadar? Pero ¿por qué he de pensar en ella? ¿Qué tontería es ésta? Hay que acabar de una vez.»
De nuevo tuvo miedo y volvió a pensar en Páshenka para salvarse de aquella espantosa idea.
Echado de este modo, permaneció largo rato pensando ya en su necesario fin, ya en Páshenka. Le parecía que ella sería su salvación. Finalmente se durmió. Vio en sueños a un ángel que se le acercó y le dijo: «Vete a ver a Páshenka y por ella sabrás qué has de hacer, dónde está tu pecado y dónde tu salvación.»
Se despertó y se dijo que Dios le había enviado aquella visión. Se alegró y decidió hacer lo que el ángel le había dicho. Sabía cuál era la ciudad en que vivía Páshenka. Distaba unas trescientas verstas. Y hacia allí encaminó sus pasos.
VIII
Hacía ya mucho tiempo que Páshenka era una mujer llamada Praskovia [16]Mijáilovna, vieja, seca, arrugada, suegra de un funcionario llamado Mavrikiev, hombre fracasado y borracho. Vivían en la capital de distrito, donde su yerno había tenido el último empleo. Allí ella sostenía a toda su familia, a su hija, al propio yerno, enfermo y neuesténico, y a cinco nietos. Y los mantenía dando lecciones de música, a cincuenta kopeks la hora, a las hijas de los mercaderes. Algunos días tenía cuatro horas, a veces cinco, de suerte que ganaba aproximadamente unos sesenta rubros al mes. Gracias a esto vivían, mientras esperaban una colocación. Praskovia Mijáilovna escribió a todos sus parientes y conocidos pidiendo recomendaciones para obtenerla. También escribió en este sentido a Sergio, pero cuando llegó la carta él ya no estaba.
Era sábado, y Praskovia amasaba con sus propias manos la pasta para hacer ensaimadas con papas, que tan buenas salían al cocinero siervo de su papaíto. Quería agasajar a sus nietos al día siguiente, domingo.
Su hija Masha estaba atendiendo al pequeñuelo. Los mayores, un niño y una niña, estaban en la escuela. El yerno no había pegado ojo por la noche y acababa de dormirse. Praskovia Mijáilovna también había pasado gran parte de la noche sin dormir, procurando suavizar la cólera de su hija contra su marido.
Comprendía que el yerno era una criatura débil, que no podía hablar ni vivir de otro modo, y como veía que los reproches de su hija no servían de nada, procuraba atenuarlos y evitarlos para que su casa no se convirtiera en un infierno. Era una mujer que casi no podía soportar físicamente las malas relaciones entre las personas. Para ella estaba claro que así nada podía arreglarse y que la situación no hacía más que empeorar. Ni siquiera lo pensaba.
Sencillamente, al ver a una persona airada sufría como la hacían sufrir un mal olor, un ruido molesto o como si le dieran golpes.
Estaba muy satisfecha por haber enseñado a Lukeria de qué modo se amasaba la pasta, cuando Misha, su nietecito de seis años, con su delantalito, sus piernas torcidas y sus zurcidas medias, entró corriendo en la cocina, asustado.
— Abuela, un viejo muy feo te llama.
Lukeria miró y dijo:
— Sí, debe ser un mendigo.
Praskovia Mijáilovna se sacudió los brazos, se secó las manos con el delantal y se disponía a entrar en una habitación para tomar el bolso y dar una limosna de cinco kopeks al desconocido, cuando recordó que no tenía piezas menores de diez y pensó que lo mejor sería darle un trozo de pan. Se acercó al armario, pero se avergonzó de su mezquindad y ordenó a Lukeria cortar un trozo de pan mientras ella misma iba a buscar la moneda de diez kopeks. «Este es tu castigo — se dijo —. Darás dos veces.»
Dio ambas cosas al caminante y, cuando lo hubo hecho, no se sintió orgullosa de su largueza, antes al contrario, se avergonzó y le pareció poco lo que había dado. Tan importante era el aspecto del mendigo.
A pesar de haber recorrido trescientas verstas pidiendo limosna en nombre de Jesucristo, a pesar de ir roto, de haber enflaquecido y de haber quedado muy curtido; a pesar de que llevaba al cabello cortado y su gorro era de mujik, lo mismo que las botas, a pesar de que se inclinó humilladamente, Sergio conservaba el aspecto majestuoso que tanto atraía a todo el mundo. Pero Praskovia Mijáilovna no le reconoció. Ni podía reconocerlo, pues hacía ya casi treinta años que no lo veía.
— No se ofenda, padrecito, por mi pequeña limosna. ¿Desea usted comer algo, quizá?
Sergio tomó el pan y la moneda. Praskovia Mijáilovna se sorprendió de que aquel hombre se la quedara mirando en vez de irse.
— Páshenka, he venido a verte. Atiéndeme.
La miro con sus hermosos ojos negros, insistentes y suplicantes, a los que el aflorar de unas lágrimas puso singulares reflejos. Bajo el canoso pelo de los bigotes le temblaron lastimeramente los labios.
Praskovia Mijáilovna cruzó los brazos sobre se seco pecho, abrió la boca y clavó los ojos en el rostro del peregrino.
— ¡No puede ser! ¡Stiopa! ¡Sergio! ¡Padre Sergio!
— Sí, el mismo — musitó Sergio quedamente —. Pero no soy Sergio, el padre Sergio, sino el gran pecador Stepán Kasatski, perdido sin remisión… Acógeme, ayúdeme.
— ¡No es posible! ¿Cómo ha llegado usted a tanta renunciación? Entre.
Ella le tendió la mano, pero él la siguió sin tomársela.
¿Adónde lo haría pasar? El piso era pequeño. Al principio ocupaba una habitación diminuta, un cuartucho oscuro, pero luego incluso este cuarto lo cedió a la hija, a Masha, que en aquel momento estaba allí acunando al pequeñuelo.
— Siéntese aquí un momento — dijo a Sergio, señalándole el banco de la cocina.
Sergio se sentó y, con gesto que por lo visto ya le era habitual, se quitó la bolsa que llevaba a la espalda, sacándola primero por un hombro y luego por el otro.
