Trilogia de la huida
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La Trilog?a de la huida re?ne las tres primeras novelas de Dulce Chac?n: Alg?n amor que no mate, Blanca vuela ma?ana y H?blame, musa, de aquel var?n. "Los tres libros de esta Trilog?a de la huida tienen ese origen com?n, la melancol?a que deja en las personas la lucha que parte de la evidencia de un fracaso: la pareja fracas?, pero hay que reconstruir el amor. Dulce no abordaba ese asunto con un prop?sito previo, ella no hac?a teor?a de lo que iba a escribir, y no escrib?a nada como una teor?a; abordaba las novelas con la misma frescura, y con la misma libertad, con la que abordaba los poemas, como exabruptos de su sentimiento, y en el fondo de sus sentimientos, en el origen de su melancol?a, estaba la evidencia, y la rabia, ante ese fracaso."
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La sala donde os encontrabais se iluminaba tan sólo con un tubo fluorescente mortecino pegado al techo. Su único mobiliario consistía en un banco de madera contra la pared, pintada y desconchada de un verde pálido. La sordidez del ambiente añadía a vuestro aspecto derrotado una impresión de desamparo.
Andrea Rollán lloraba abrazada a Matilde, sentadas las dos, mientras Estela intelectualizaba el horror intentando una charla profunda con Estanislao que no la escuchaba.
Ulises se sentó al lado de Matilde. Hundido en su tristeza, repetía una y otra vez la misma frase mirando al vacío:
—No es posible, no es posible.
Federico Celada se colocó de pie junto a él.
—Les querías mucho, ¿verdad? —le dijo, y le pasó el brazo por encima del hombro.
Tú permaneciste de pie hasta que todos hubisteis declarado ante el comisario y un inspector de policía. Un funcionario recogió vuestras palabras aporreando con dos dedos una vieja máquina de escribir. Uno por uno traspasasteis la puerta que se encontraba frente al banco de madera, con idéntica inquietud, con un desasosiego contradictorio, que a un tiempo os hacía desear la denuncia contra los asesinos y temer revivir el asesinato. Las mismas preguntas os hicieron. Las mismas palabras usó el funcionario para redactar las respuestas en distintos folios, sin mucho detalle. Y el caso se cerró con vuestras declaraciones.
Matilde fue la última en declarar, ya había salido del despacho cuando se volvió hacia el comisario:
—Quiero ir a verlos —dijo.
—Eso no es posible.
—¿No es posible?
—No. Tienen que hacerles la autopsia.
—¿Y después?
—Estarán en una cámara frigorífica.
—¿Y cuándo podré verlos? Quiero velarlos.
—No puede ser. Ya se lo he dicho, estarán en una cámara frigorífica.
—¿Y nadie podrá velarlos?
—Si algún familiar reclama sus cuerpos y los saca del hospital, podrán velarlos. Si no, irán directos a la fosa común.
—Ellos no tienen familiares.
—Entonces...
—Entonces ¿qué?
—A la fosa.
Matilde se giró espantada hacia Ulises. Con los ojos muy abiertos susurró:
—A la fosa...
—No irán a la fosa —le dijo él, limpiándose las lágrimas—. No te preocupes. No lo permitiré. No irán a la fosa.
Ulises llamó a su administrador y a su abogado. Llegaron los dos juntos a Aguamarina a primera hora de la mañana.
Se encargaron de inmediato de que los cuatro cadáveres fueran trasladados al cortijo, y dispusieron cuanto fue necesario para que recibieran sepultura según la tradición musulmana.
Ninguno de vosotros pudo dormir esa noche, ni siquiera quiso intentarlo. Estela insinuó la necesidad de descansar un poco. Hizo intención de retirarse a su habitación, pero Estanislao no la siguió y ella no quiso irse sola. Nadie quería estar solo esa noche. Todos, incluso Andrea Rollán y Federico Celada, que se habían ido con vosotros a Aguamarina, esperasteis juntos la llegada del abogado y el administrador, y después continuasteis reunidos en el salón, en silencio, a la espera del resultado de sus gestiones.
Os encontrabais en un letargo insomne, entre la vigilia y el sueño, cuando os comunicaron que los cuerpos llegarían a Aguamarina en un par de horas. Agotados, en un duermevela involuntario, narcotizados por el dolor, os dispusisteis a una nueva espera. Matilde se levantó con la intención de hacer café.
—¿Por qué no duermes un poco? —le dijo Ulises.
—No. Nadie la vela allí.
—¿Cómo? —preguntaste tú.
—La estoy velando.
Se dirigió a la cocina y Andrea se ofreció a ayudarla. Cuando llegaron a la puerta, tu mujer se derrumbó en llanto cayendo al suelo. Agarrada al picaporte sin poder abrir, ni soltarlo:
—Aisha. Aisha, ¿qué te han hecho? ¿Qué te han hecho? Andrea tuvo que pedirte ayuda para arrancarla de allí.
