Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—¡Y yo no sabía... Nikóleñka!, querido...
—Aquí lo tenemos ya... nuestro Nikóleñka... ¡Cómo ha cambiado! Encended más luces, que traigan té.
—¡Pero bésame también a mí!
—Querido... Y yo...
Sonia, Natasha, Petia, Anna Mijáilovna, Vera, el viejo conde, lo abrazaban a porfía. Los criados y sirvientes habían acudido todos y llenaban la casa de exclamaciones.
—¿Y a mí?— gritaba Petia agarrado a sus piernas.
Natasha, después de haber saltado sobre él y haberlo cubierto de besos, se apartó, sujetando el borde de la guerrera y comenzó a brincar como una cabra sin moverse del sitio, chillando agudamente.
Desde todas partes, los mismos ojos brillantes, llenos de amor, las mismas lágrimas de júbilo y labios que ansiaban besarlo.
Sonia, roja como una peonía, lo sujetaba por un brazo y su mirada feliz resplandecía buscando los ojos de Nikolái. Había cumplido dieciséis años y era muy bella, sobre todo en aquel instante de exaltación feliz y entusiasta. Lo miraba sin quitarle los ojos, sonriendo y conteniendo la respiración. Nikolái la miró agradecido pero todavía seguía buscando. Aún no había aparecido la vieja condesa. Y en eso se oyeron unos pasos tan rápidos tras la puerta que no podían ser los pasos de su madre.
Y sin embargo era ella, vestida con un traje nuevo, que Nikolái no conocía.
Todos se apartaron y Nikolái corrió hacia ella. Al juntarse, la condesa cayó sollozando en sus brazos. No podía levantar la cabeza, que mantenía apoyada contra los fríos galones del uniforme. Denísov, a quien nadie había visto entrar, estaba allí y se frotaba los ojos, mirándolos.
—Vasili Denísov, un amigo de su hijo— dijo presentándose al padre, que lo miraba interrogativamente.
—¡Ah! ¡Sea bienvenido! ¡Sé quién es, lo sé!— dijo el conde, abrazando y besando a Denísov. —Kólenka nos ha escrito... Natasha, Vera, es Denísov.
Todos aquellos rostros felices se volvieron hacia la figura desaliñada de Denísov.
La familia entera lo rodeó.
—¡Querido Denísov!— chilló Natasha, que, arrebatada de entusiasmo y sin darse clara cuenta de lo que hacía, se le echó al cuello, lo abrazó y lo besó.
Los demás quedaron confusos por el acto de Natasha. El propio Denísov se ruborizó, pero, tomando su mano, se la besó sonriendo.
Condujeron a Denísov a una estancia preparada rápidamente para él y todos los Rostov se reunieron en el salón de los divanes en torno a Nikolái.
La vieja condesa, sin abandonar la mano de su hijo, que besaba a cada momento, se sentó junto a él; los demás, dispuestos alrededor de ellos, pendientes de cada gesto, cada palabra, cada movimiento de Nikolái, no separaban de él sus ojos rebosantes de amor y felicidad. El pequeño Petia y sus hermanas se disputaban los puestos, para estar más cerca de Nikolái, y el honor de traerle el té, un pañuelo o la pipa.
Nikolái se sentía muy feliz en medio de aquel afecto, pero la dicha del primer momento había sido tan intensa que todo le parecía poco y seguía esperando más y más.
Al día siguiente los viajeros durmieron hasta pasadas las nueve.
En la habitación vecina, dispersos aquí y allá, había sables, bolsas, correajes, maletas abiertas y botas sucias de barro. Dos pares de botas, relucientes y con espuelas, acababan de ser colocados junto a la pared. Los criados traían jofainas, agua caliente para afeitarse y los uniformes cepillados y limpios. Olía a tabaco y a hombre.
—¡Eh, Grishka! ¡La pipa!— sonó la ronca voz de Denísov. —¡Levántate, Rostov!
Nikolái, frotándose los ojos aún somnolientos, levantó la cabeza revuelta del calor de la almohada.
—¿Es muy tarde?
—Sí, es tarde: más de las nueve— respondió Natasha.
Y en la habitación vecina se oyó el susurro de vestidos almidonados, el cuchicheo, las risas de las muchachas; en la puerta, ligeramente entreabierta, se vio algo azul, cintas, cabellos negros y rostros alegres. Eran Natasha y Sonia, que, con Petia, habían acudido a ver si los hombres estaban ya levantados.
—¡Levántate, Nikóleñka!— repitió junto a la puerta la voz de Natasha.
—En seguida.
Vio Petia uno de los sables y, con el natural entusiasmo que los niños sienten por un hermano mayor que es militar, abrió la puerta, sin reparar en que no estaba bien que las muchachas vieran a los dos hombres en paños menores.
—¿Es tu sable?— gritó.
Las muchachas salieron corriendo.
Denísov, asustado, se tapó las piernas peludas con la manta y se volvió a su compañero en demanda de auxilio. Petia entró y cerró la puerta. Fuera se oyeron risas.
—Nikóleñka, ponte el batín y sal— dijo Natasha.
—¿Es tu sable?— repitió Petia. —¿O es el suyo?— preguntó con obsequioso respeto al bigotudo y moreno Denísov.
Rostov se calzó rápidamente; se puso el batín y salió. Natasha había logrado calzarse una de las botas con espuela e intentaba meter el pie en la otra; Sonia giraba, procurando que su vestido se inflara como un globo, e intentaba sentarse cuando él apareció. Ambas vestían igual, de color azul celeste; ambas tenían la misma encantadora presencia, fresca, sonrosada y alegre. Sonia salió corriendo y Natasha, cogiendo a su hermano del brazo, lo condujo a un diván de la vieja sala de estudio para hablar con él. No terminaban de hacerse preguntas y de contarse cosas sobre un montón de pequeñeces que sólo a ellos podían interesar. Natasha se reía a cada frase que decía su hermano o decía ella, no porque fuera gracioso lo que dijeran, sino porque se sentía alegre y, no pudiendo contener su júbilo, lo expresaba de aquella manera.
—¡Qué bien! ¡Qué maravilla!— añadía después de cada palabra.
Por primera vez en año y medio Rostov sentía en su rostro, al calor de aquel cariño, la sonrisa infantil que no había tenido ni una sola vez desde su partida del hogar.
—Dime...— dijo ella. —¿Eres ya todo un hombre? ¡Me siento tan feliz de que seas mi hermano!...— y le tocaba los bigotes. —Me gustaría saber cómo sois los hombres. ¿Os parecéis a nosotras? ¿Sí?
—¿Por qué se fue Sonia?— preguntó Nikolái.
—¡Oh, es una cosa larga de contar! ¿Cómo le vas a hablar? ¿De usted o de tú?
—Ya veremos— dijo Rostov.
—Trátala de usted. Después te diré por qué.
—¿Pero por qué?
—Bueno, te lo voy a decir ahora. Ya sabes que somos muy amigas, tan amigas que me dejaría quemar la mano por ella. Mira.
Levantó la manga de su vestido de muselina y en el brazo, largo, flaco y delicado, cerca del hombro (en un lugar que suele quedar oculto con los vestidos de baile), mostró una mancha rosácea.
—¿Ves? Lo hice por ella, para probarle mi cariño. Puse una regla al rojo y me quemé.
Sentado en el diván de la vieja sala de estudio, rodeado de cojines y frente a los brillantes y animados ojos de Natasha, Rostov se vio sumido de nuevo en su mundo infantil y familiar, que no tenía sentido más que para él, pero que le proporcionaba uno de los más dulces placeres de su vida; en ese mundo no le parecía inútil la quemadura en el brazo de su hermana como prueba de amor. Lo comprendía y no le causaba asombro.
—¿Y qué más? ¿Eso es todo?
—¡Oh! ¡Somos tan amigas, tan amigas!... Lo de la quemadura no es nada. Somos amigas para siempre. Cuando ella toma cariño a alguien es para toda la vida: yo no lo entiendo así, yo me olvidaría en seguida.
—¡Bueno, bueno! ¿Y qué?
—Sí, Sonia nos ama así a ti y a mí— de pronto Natasha enrojeció. —¿Recuerdas antes de tu partida?... Ella dice que tú debes olvidarlo todo... que te amará siempre, pero que tú debes ser libre. ¿Verdad que es bello y noble? ¡Sí, muy, muy noble!— dijo Natasha con tal gravedad y emoción que era evidente que lo que ahora decía lo había repetido otras veces entre lágrimas.
Rostov quedó pensativo.
—Yo no retiro mi palabra— dijo. —Y además, Sonia es tan encantadora que sólo un loco podría renunciar a esa felicidad.
—¡Oh, no, no!— exclamó Natasha. —Ya hemos hablado de eso. Sabíamos que tú contestarías así. Pero eso es imposible, ¿sabes? Porque de ese modo es que te consideras obligado por tu palabra, y resulta como si ella lo hubiera dicho a propósito. Resulta que tú te casarías con ella forzadamente, y eso no está bien.