El maestro y Margarita
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— No pierdan el tiempo — ordenó. Los asesinos envolvieron con rapidez la bolsa y la nota, que les dio este hombre, en una pieza de cuero y la ataron con una cuerda. Uno de los asesinos se guardó el paquete en el pecho y los dos echaron a correr en direcciones distintas. La oscuridad se los tragó bajo los olivos. El hombre del capuchón se puso en cuclillas junto al muerto y le miró la cara. En la penumbra le pareció blanca como la cal, hermosa y espiritual.
A los pocos segundos no quedaba un ser vivo en el camino. El cuerpo exánime tenía los brazos abiertos. El pie izquierdo estaba dentro de una mancha de luna que permitía distinguir las correas de su sandalia. El Huerto de Gethsemaní retumbaba con el canto de los ruiseñores.
¿Qué hicieron los dos asesinos de Judas? Nadie lo sabe, pero sí sabemos lo que hizo el hombre de la capucha. Después de abandonar el camino, se metió entre los olivos, dirigiéndose hacia el sur. Trepó la valla del huerto por la parte más alejada de la puerta principal, por el extremo sur, donde habían caído unas piedras. Pronto estaba en la orilla del Kidrón. Entró en el agua y anduvo por el río hasta que percibió la silueta de dos caballos y a un hombre junto a ellos. Los caballos también estaban en el agua, que corría bañándoles las pezuñas. El palafrenero montó un caballo y el hombre de la capucha el otro, y los dos echaron a andar por el río. Se oía crujir las piedras bajo las pezuñas de los caballos. Salieron del agua a la orilla de Jershalaím y fueron a paso lento junto a los muros de la ciudad. El palafrenero se separó, adelantándose, y se perdió de vista. El hombre de la capucha paró su caballo, se bajó en el camino desierto y, quitándose la capa, la volvió del revés, sacó de debajo un yelmo plano sin plumaje y se cubrió la cabeza con él. Ahora subió al caballo un hombre con clámide militar negra y una espada corta sobre la cadera. Estiró las riendas y el nervioso caballo trotó, sacudiendo al jinete. El camino no era largo: el jinete se acercaba a la Puerta Sur de Jershalaím.
El fuego de las antorchas bailaba y saltaba bajo el arco de la puerta. Los centinelas de la segunda centuria de la legión Fulminante estaban sentados en bancos de piedra jugando a los dados. Al ver al militar a caballo, los soldados se incorporaron de un salto. El militar les saludó con la mano y entró en la ciudad.
La ciudad estaba inundada de luces de fiesta. En las ventanas bailaba el fuego de los candiles, y por todas partes, formando un coro discorde, sonaban las oraciones. El jinete miraba de vez en cuando a través de las ventanas que daban a la calle. Dentro de las casas, la gente rodeaba la mesa, en la que había carne de cordero y cálices de vino entre platos de hierbas amargas. Silbando por lo bajo una canción, el jinete avanzaba sin prisas, a trote lento, por las calles desiertas de la Ciudad Baja, dirigiéndose hacia la torre Antonia, mirando los candelabros de cinco brazos, nunca vistos, que ardían sobre el templo, o a la luna que colgaba por encima de los candelabros.
El palacio de Herodes el Grande no participaba en la celebración de la noche de Pascua. En las estancias auxiliares del palacio, orientadas hacia el sur, donde se habían instalado los oficiales de la cohorte romana y el legado de la legión, había luces, se sentía movimiento y vida. Pero la parte delantera, la principal, donde se alojaba el único e involuntario huésped del palacio — el procurador—, con sus columnatas y estatuas doradas, parecía cegada por la luna llena. Aquí, en el interior del palacio, reinaban la oscuridad y el silencio.
Y el procurador, como él dijera a Afranio, no quiso entrar en el palacio. Ordenó que le hicieran la cama en el balcón, donde había comido y donde por la mañana había tenido lugar el interrogatorio. El procurador se acostó en el triclinio, pero no tenía sueño. La luna desnuda colgaba en lo alto del cielo limpio, y el procurador no dejó de mirarla durante varias horas.
Por fin, el sueño se apoderó del hegémono cuando era casi medianoche. El procurador bostezó, se desabrochó y se quitó la toga; se liberó del cinturón que llevaba sobre la camisa, con un cuchillo ancho, de acero, envainado, y lo dejó en el sillón junto al lecho; luego se quitó las sandalias y se tumbó.
Bangá escaló en seguida el triclinio y se acostó junto a él, cabeza con cabeza, y el procurador, pasándole una mano al perro por el cuello, cerró los ojos. Sólo entonces durmió el perro.
El lecho estaba en la oscuridad, guardado de la luna por una columna, pero de los peldaños de la entrada hasta la cama se extendía un haz de luna. Cuando el procurador perdió el contacto con la realidad que le rodeaba, empezó a andar por el camino de luz, hacia la luna.
Se echó a reír feliz por lo extraordinario que todo resultaba en el cami-no azul y transparente. Le acompañaban Bangá y el filósofo errante. Dis cutían de algo importante y complicado y ninguno de los dos era capaz de convencer al otro. No estaban de acuerdo en nada, lo que hacía que la discusión fuera interminable, pero mucho más interesante. Por supuesto, la ejecución no había sido más que un malentendido, el filósofo que inventara aquella absurda teoría de que todos los hombres eran buenos estaba a su lado, luego estaba vivo. Y, naturalmente, daba horror pensar que se podía ejecutar a un hombre así. ¡No hubo tal ejecución! ¡No la hubo! Ahí radicaba el encanto del viaje hacia arriba, subiendo a la luna.
Tenía mucho tiempo por delante, la tormenta no empezaría hasta la noche, y la cobardía, sin duda alguna, era uno de los mayores defectos del hombre. Así decía Joshuá Ga-Nozri. No, filósofo, no estoy de acuerdo. ¡Es el mayor defecto!
El que hoy era procurador de Judea, el antiguo tribuno de la legión, no fue cobarde, por ejemplo, cuando a los furiosos germanos les faltó poco para devorar al gigante Matarratas, en el Valle de las Doncellas. Pero, ¡por favor, filósofo! ¿cómo puede pensar usted, que es inteligente, que el procurador de Judea iba a perder su puesto por un hombre que ha cometido un delito contra el César?
— Sí, sí… —gemía y sollozaba Pilatos en sueños.
Claro que lo perdería. Por la mañana no lo hubiera hecho así; pero, ahora, por la noche, después de haberlo meditado bien, estaba dispuesto a ello. Haría lo que fuera necesario para librar de la ejecución al médico demente y soñador que no era culpable de nada.
— Así siempre estaremos juntos — decía el harapiento filósofo, el vagabundo, que no se sabía por qué había aparecido en el camino del jinete de la Lanza de Oro— ¡cuando salga uno, saldrá el otro! ¡Cuando se acuerden de mí, te recordarán a ti! A mí, hijo de padres desconocidos y a ti, hijo del rey astrólogo y de la hermosa Pila, hija de un molinero.
— Sí, por favor, no me olvides. Recuérdame a mí, al hijo del astrólogo pedía Pilatos. Y como viera el consentimiento del mendigo de En-Sarid, que asentía con la cabeza, caminando a su lado, el cruel procurador de Judea reía y lloraba de alegría, en sueños.
Esto era muy bonito, pero hizo que el despertar del procurador fuera angustioso. Bangá lanzó un gruñido a la luna y el camino resbaladizo, como untado de aceite, se hundió bajo el procurador. Abrió los ojos, recordó que la ejecución había existido, y después, con gesto acostumbrado, agarró el collar de Bangá. Buscó la luna con sus ojos enfermos y la vio, plateada, que se había desplazado. Un resplandor desagradable y alarmante interrumpía la luz de la luna y jugaba en el balcón ante sus propios ojos.
En las manos del centurión Matarratas ardía una antorcha despidiendo hollín. El hombre miraba con miedo y enfado al animal agazapado para saltar.
— Quieto, Bangá —dijo el procurador con voz enfermiza, y tosió. Continuó hablando, cubriéndose la cara con la mano—. ¡Ni una noche de luna tengo tranquilidad!… Oh, dioses… Usted, Marco, también tiene un mal puesto. Mutila a los soldados…
Marco miraba al procurador con gran sorpresa; éste se recobró. Para suavizar las innecesarias palabras que había dicho medio en sueños, el procurador añadió:
