El maestro y Margarita

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El maestro y Margarita
Название: El maestro y Margarita
Автор: Bulg?kov Mija?l
Дата добавления: 15 январь 2020
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El maestro y Margarita - читать бесплатно онлайн , автор Bulg?kov Mija?l
Ala hora de m?s calor de una puesta de sol primaveral en «Los Estanques del Patriarca» aparecieron dos ciudadanos

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, A los pocos minutos entraba en el patio de Caifás abandonándolo un rato después.

En el palacio se habían encendido ya los candiles y las antorchas y había empezado el alegre alboroto de la fiesta. El joven siguió andando muy enérgico y contento, apresurándose por volver a la Ciudad Baja. En la esquina de la calle con la plaza del bazar, en medio del bullicio de las gentes, le adelantó una mujer de andares ligeros, como bailando. Llevaba un velo negro que le cubría los ojos. Al pasar junto al apuesto joven, la mujer levantó el velo y le miró, pero no sólo no se detuvo, sino que apretó el paso, como si quisiera escapar del que había adelantado.

El joven se fijó en la mujer, y al reconocerla se estremeció. Se detuvo sorprendido, contemplando su espalda, y en seguida corrió a su alcance. Poco faltó para que empujase al suelo a un hombre con un jarrón; alcanzó a la mujer y la llamó, jadeante de emoción:

—¡Nisa!

La mujer se volvió, entornó los ojos, y con expresión de frío despecho le contestó en griego, muy seca:

—¡Ah! ¿Eres tú, Judas? No te había conocido. Mejor para ti. Dicen que si alguien no te reconoce, es que vas a ser rico…

Emocionado hasta el extremo de que el corazón le empezó a saltar como un pájaro en una red, Judas preguntó con voz entrecortada, en un susurro para que no le oyeran los transeúntes

—¿Dónde vas, Nisa?

—¿Y para qué lo quieres saber? — respondió Nisa aminorando el paso, con mirada arrogante.

La voz sonó con notas infantiles. Desconcertada.

— Pero si… habíamos quedado… Pensaba ir a buscarte, me habías dicho que estarías en casa toda la tarde…

—¡Ay, no! — contestó Nisa, haciendo un mohín con el labio inferior. A Judas le pareció que aquella cara tan bonita, la más bonita que él había visto en su vida, era todavía más bella—. Me aburría. Es fiesta, ¿qué quieres que haga? ¿Quedarme para escuchar tus suspiros en la terraza? ¿Encima con el miedo de que la criada se lo pueda contar a él? No, he decidido irme a las afueras para escuchar el canto de los ruiseñores.

—¿Cómo a las afueras? — preguntó Judas, completamente desconcertado—. ¿Sola?

— Pues claro — contestó Nisa.

— Déjame que te acompañe — pidió Judas con la respiración entrecortada. En su cabeza se habían mezclado todos los pensamientos. Se olvidó de todo en el mundo y miró suplicante los ojos azules de Nisa, que ahora parecían negros.

Nisa no dijo nada y siguió andando.

— Nisa, ¿por qué te callas? — preguntó Judas con voz de queja, tratando de seguir el paso de la mujer.

—¿Y no me aburriré contigo? — dijo Nisa parándose. Judas estaba cada vez más confuso.

— Bueno — se apiadó por fin Nisa—, vamos.

—¿A dónde?

— Espera… Entremos en este patio para ponernos de acuerdo, tengo miedo a que me vea alguien conocido y le diga a mi marido que estaba con mi amante en la calle.

Nisa y Judas desaparecieron del bazar. Hablaban en la puerta de una casa.

— Ve al Huerto de los Olivos — susurraba Nisa, tapándose los ojos con el velo y dando la espalda a un hombre que pasaba por la puerta con un cubo en la mano—, a Gethsemaní, al otro lado del Kidrón, ¿me oyes?

— Sí, sí…

— Iré delante, pero no me sigas, sepárate de mí —decía Nisa—. Yo iré delante… Cuando cruces el río…, ¿sabes dónde está la cueva?

— Sí, lo sé…

— Cuando pases la almazara de la aceituna, tuerce hacia la cueva. Estaré allí. Pero no se te ocurra seguirme ahora, ten paciencia y espera — con estas palabras Nisa abandonó la puerta, como si no hubiera estado hablando con Judas.

Éste pensaba, entre otras cosas, qué explicación daría a su familia para justificar su ausencia en la mesa festiva. Trató de inventar una mentira; pero, por el estado de emoción en que se encontraba, no se le ocurrió nada y atravesó despacio la puerta.

Cambió de rumbo; ya no tenía prisa por llegar a la Ciudad Baja. Se dirigió de nuevo hacia el Palacio de Caifás. Ya era fiesta en la ciudad. Judas veía a su alrededor las ventanas llenas de luz, y llegaban conversaciones hasta sus oídos.

En la carretera, los últimos transeúntes apresuraban sus burros, gritándoles y arreándoles. A Judas le llevaban los pies. No se fijó en la torre

Antonia, cubierta de musgo, que pasaba junto a él; no oyó el estruendo de las trompetas en la fortaleza y no reparó tampoco en la patrulla romana a caballo y con antorchas, que había iluminado su camino con luz alarmante.

Cuando dejó atrás la torre, Judas se volvió y vio en lo alto, sobre el Templo, dos enormes candelabros de cinco brazos. Pero no pudo distinguirlos con claridad. Le pareció que se habían encendido sobre Jershalaím diez candiles de tamaño sorprendente, haciendo la competencia al candil que dominaba Jershalaím: la luna.

A Judas ya no le interesaba nada. Tenía prisa por llegar a la puerta de Gethsemaní y abandonar la ciudad cuanto antes. A veces, entre espaldas y rostros de los transeúntes, le parecía ver una figura danzante que le servía de guía. Pero se equivocaba. Sabía que Nisa le había adelantado considerablemente. Corrió junto a los tenderetes de los cambistas y por fin se encontró ante la puerta de Gethsemaní. Allí tuvo que detenerse, consumiéndose de impaciencia. Entraban unos camellos en la ciudad y les seguía la patrulla militar siria, que Judas maldijo para sus adentros-Pero todo se acaba, y el impaciente Judas ya estaba fuera de la ciudad. A su izquierda vio un pequeño cementerio y varias tiendas a rayas de peregrinos. Después de cruzar el camino polvoriento, iluminado por la luna, Judas se dirigió al torrente del Kidrón con la intención de pasar a la otra orilla. El agua murmuraba a sus pies. Saltando de una piedra a otra alcanzó, por fin, la orilla de Gethsemaní y se convenció con alegría de que el camino hasta el huerto estaba desierto. La puerta medio destruida del Huerto de los Olivos no quedaba lejos.

Después del aire cargado de la ciudad, le sorprendió el olor mareante de la noche de primavera. A través de la valla del huerto llegaba una ráfaga de olor a mirtos y acacias de los valles de Gethsemaní.

Nadie guardaba la puerta, nadie la vigilaba, y a los pocos minutos Judas ya corría entre la sombra misteriosa de los grandes y frondosos olivos. El camino era cuesta arriba. Judas subía sofocado. De vez en cuando salía de la sombra a unos claros bañados por la luna, que le recordaban las alfombras que viera en la tienda del celoso marido de Nisa.

Pronto apareció a su izquierda la almazara, con una pesada rueda de piedra y un montón de barriles. En el huerto no había nadie: los trabajos habían terminado al ponerse el sol y ahora sólo sonaban y vibraban coros de ruiseñores.

Su objetivo estaba cerca. Sabía que a la derecha, en medio de la oscuridad, se oiría el susurro del agua cayendo en la cueva. Así sucedió. Refrescaba. Detuvo el paso y gritó con voz no muy fuerte:

—¡Nisa!

Pero en lugar de Nisa, del tronco grueso de un olivo se despegó una figura de hombre bajo y ancho, que saltó al camino. Algo brilló en su mano y se apagó en seguida.

Con un grito débil, Judas retrocedió, pero otro hombre le cerró el paso.

El primero, que estaba delante, le preguntó:

—¿Cuánto dinero has recibido? ¡Dilo, si quieres seguir con vida!

—¡Treinta tetradracmas! ¡Treinta tetradracmas! ¡Todo lo que me dieron lo tengo aquí! ¡Aquí está! ¡Podéis cogerlo, pero no me matéis!

El hombre que tenía delante le arrebató la bolsa. Y en el mismo instante sobre la espalda de Judas voló un cuchillo y se hincó bajo el omoplato del enamorado. Judas cayó de bruces, alzando las manos con los puños apretados. El hombre que estaba delante le recibió con su cuchillo, clavándoselo en el corazón hasta el mango.

— Ni…sa… — pronunció Judas, no con su voz alta, limpia y joven, sino con una voz sorda, de reproche; y no se oyó nada más. Su cuerpo cayó con tanta fuerza que la tierra pareció vibrar.

En el camino surgió una tercera figura. Un hombre con manto y capuchón.

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