El maestro y Margarita
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— Es de suponer que Bar sea ahora tan inofensivo como un cordero — dijo el huésped y su cara redonda se cubrió de arrugas—, le resultaría difícil manifestarse.
—¿Es demasiado conocido?
— El procurador, como siempre, comprende el problema hasta el fon-do.
— En todo caso — dijo el procurador y levantó su dedo largo, con una piedra negra de sortija—, es necesario…
—¡Oh! el procurador puede estar seguro de que mientras yo esté en Judea, Bar no podrá dar un paso sin que le sigan.
— Así estoy tranquilo. En realidad, como siempre que usted se encuentra aquí.
—¡El procurador es demasiado benévolo!
— Y ahora le ruego que me informe sobre la ejecución — dijo el procurador.
—¿Y qué le interesa al procurador en particular?
—¿No hubo por parte de la masa intentos de expresar su indignación? Claro está, que esto es lo más importante.
— No hubo ninguno — contestó el huésped.
— Muy bien. ¿Se cercioró usted mismo de que habían muerto?
— El procurador puede estar seguro de ello.
— Dígame… ¿les dieron la bebida antes de colgarlos en los postes?
— Sí. Pero él — el huésped cerró los ojos— se negó a tomarla.
—¿Cuál de ellos? — preguntó Pilatos.
—¡Usted perdone, hegémono! — exclamó el huésped—, ¿no le he nombrado? ¡Ga-Nozri!
—¡Demente! — dijo Pilatos haciendo una extraña mueca. Empezó a temblarle una vena bajo su ojo izquierdo—. ¡Morir de quemaduras de sol!
¿Por qué rechazar lo que permite la ley? ¿Con qué palabra se negó?
— Dijo — respondió el hombre, cerrando los ojos de nuevo-que lo agradecía y no culpaba a nadie de su muerte.
—¿A quién? — preguntó con voz sorda.
— Eso no lo dijo, hegémono…
—¿No intentó predicar algo en presencia de los soldados?
— No, hegémono, esta vez no estuvo demasiado hablador. Lo único que dijo fue que entre todos los defectos del hombre, el que le parecía más grande era la cobardía.
—¿Por qué lo dijo? — el huésped oyó de repente una voz cascada.
— No quedó claro. Toda su actitud era extraña, como siempre.
—¿Qué era lo extraño?
— Intentaba mirar a los ojos de cada uno de los que le rodeaban y no dejaba de sonreír, desconcertado.
—¿Nada más?
— Nada más.
El procurador dio un golpe con el cáliz al servirse más vino. Lo bebió de un trago y dijo:
— El problema es el siguiente: aunque no podamos descubrir, por lo menos ahora, a sus admiradores o seguidores, no hay garantía de que no existan.
El huésped le escuchaba atentamente, con la cabeza baja.
— Por eso, para evitar toda clase de sorpresas — seguía el procurador— le ruego que se recojan los cuerpos de los tres ejecutados y que se entierren en secreto, para que no se vuelva a hablar de ellos.
— Está claro, hegémono — dijo el huésped, poniéndose de pie—: En vista de la dificultad y responsabilidad de la tarea, permita que me vaya en seguida.
— No, siéntese un momento — dijo Pilatos, deteniéndole con un gesto—, hay dos cosas más. En primer lugar, teniendo en cuenta sus enormes méritos en el delicado trabajo de jefe del servicio secreto del procurador de Judea, me veo en la obligación de hacerlo saber en Roma.
El huésped se sonrojó, se puso en pie e hizo una reverencia, diciendo:
— Sólo cumplo mi deber al servicio del emperador.
— Me gustaría pedirle una cosa — seguía el hegémono—, que si le propo
nen el traslado y el ascenso, que lo rechace y se quede aquí. No me gustaría tener que prescindir de usted de ningún modo. Podrán premiarle de otra manera.
— Es una gran satisfacción servir a sus órdenes, hegémono. — Me alegro mucho. Bien, la segunda cuestión. Se refiere a… este, como se llama… Judas de Kerioth. De nuevo el huésped miró al procurador de manera especial, aunque sólo por unos instantes. — Dicen — seguía el procurador bajando la voz—, que ha recibido dinero por haber acogido con tanta hospitalidad a ese loco. — Lo recibirá —corrigió por lo bajo el jefe del servicio secreto. — ¿Es grande la suma? — Eso nadie lo puede saber. — ¿Ni siquiera usted? — dijo el hegémono, elogiándole con su asombro. — Desgraciadamente, yo tampoco — respondió el huésped con serenidad. Lo único que sé es que va a recibir el dinero esta noche. Hoy le llama-ron al palacio de Caifás. — ¡Ah! ¡El avaro viejo de Kerioth! — dijo el procurador sonriendo—. ¿No es viejo? — El procurador nunca se equivoca, pero esta vez sí —respondió el hués ped con amabilidad—. El hombre de Kerioth es joven. — ¿Qué me dice? ¿Podría describirlo? ¿Es un fanático? — ¡Oh, no, procurador! — Bien, ¿algo más? — Es muy guapo. — ¿Qué más? ¿Tiene alguna pasión? — Es muy difícil conocer bien a todos los de esta enorme ciudad… — ¡No, no Afranio! No subestime sus méritos. — Tiene una pasión, procurador — el huésped hizo una pausa corta—: el dinero.
—¿Qué hace?
Afranio levantó los ojos hacia el techo, se quedó pensando y luego contestó:
— Trabaja en una tienda de cambio de un pariente suyo.
— Ah, bien, bien… — el procurador se calló, miró alrededor para convencerse de que en el balcón no había nadie y luego dijo en voz baja—: Me han informado de que le van a matar esta noche.
El huésped miró fijamente al procurador y mantuvo la mirada unos instantes, después contestó:
— Procurador, usted tiene una opinión demasiado buena de mí. Me parece que no merezco su informe a Roma. Yo no he tenido noticias de eso.
— Usted se merece el premio más grande — respondió el procurador—, pero la noticia existe.
— Permítame una pregunta: ¿de dónde proviene?
— Permítame que no se lo diga por ahora. Además, la noticia es poco clara y dudosa. Pero yo debo preverlo todo. Así es mi trabajo. Y lo que más me inclina a creerlo es mi presentimiento que nunca me ha fallado. El rumor es que uno de los amigos secretos de Ga-Nozri, indignado por la monstruosa traición de ese cambista, se ha puesto de acuerdo con sus cómplices para matarlo esta noche, y el dinero del soborno, mandárselo al gran sacerdote con estas palabras: «devuelvo el dinero maldito».
El jefe del servicio secreto ya no miraba inquisitivamente al hegémono y le seguía escuchando con los ojos entornados. Pilatos decía:
—¿Cree usted que le gustará al gran sacerdote recibir este regalo en la noche de fiesta?
— No sólo no le gustará —respondió el huésped, sonriendo—, sino que me parece que se va a armar un gran escándalo.
— Soy de la misma opinión. Por eso le ruego que se ocupe de este asunto, es decir, que tome todas las precauciones para proteger a Judas de Kerioth.
— La orden del hegémono será cumplida — contestó Afranio—, pero tranquilícese: el plan de los malhechores es muy difícil de realizar. Figúrese — el huésped miró alrededor mientras hablaba—, espiarlo, matarlo, además enterarse de cuánto dinero había recibido y arreglárselas para devolverlo a Caifás, y ¿todo en una noche?
— De todos modos le van a matar esta noche — repitió Pilatos, obstinado. Le digo que tengo un presentimiento. Y no se ha dado el caso que me haya fallado — cambió de cara y se frotó las manos con un gesto rápido.
— A sus órdenes — contestó el huésped con resignación. Se puso en pie y preguntó con severidad—: Entonces, ¿le van a matar, hegémono?
— Sí —respondió Pilatos—, tengo todas mis esperanzas puestas en su sorprendente eficacia.
El huésped se arregló el pesado cinturón bajo la capa y dijo:
— Salud y alegría.
—¡Ah sí! —exclamó Pilatos en voz baja—, se me había olvidado por completo. ¡Le debo dinero!
El huésped se sorprendió.
— Por favor, usted no me debe nada.
—¿Cómo que nada? ¿Se acuerda que el día de mi llegada a Jershalaím había un montón de mendigos… y que quise darles algo de dinero y como no llevaba encima se lo pedí a usted?
— Procurador, ¡si eso no es nada!
— Eso tampoco se debe olvidar — Pilatos se volvió, cogió su toga que estaba detrás de él, sacó de debajo un pequeño saco de cuero y se lo extendió al huésped. Éste, al recibirlo, hizo una reverencia y lo guardó debajo de la capa.
