Ada o el ardor
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Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.
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—Eso me recuerda cruelmente los golubyanki(azulitos) que me enviaba Aqua —suspiró Demon, que había abierto maquinalmente el mensaje—. ¿Esa proximidad es alguna chica que yo conozca? Porque, aunque pongas cara de enfadado, está claro que esto noes un mensaje de médico a médico.
Van alzó los ojos al techo (pintado por Boucher) de la sala del desayuno, sacudió la cabeza con un gesto de admiración burlesca y felicitó a Demon por su perspicacia. Sí, tenía razón: había que viajar inmediatamente a Losdusa (anagrama de «saludos»), para ver allí a una dibujante loca, llamada Doris, u Odris, que sólo dibujaba da-das.
Van alquiló una habitación, con el pseudónimo de Boucher, en el único albergue de Malahar, pueblecito situado sobre el Ladore, a unas veinte millas de Ardis. Pasó la noche combatiendo al ilustre mosquito (o su primo), que pareció amarle más que en otros tiempos el bicho de Ardis. El retrete, en lo alto de la escalera, consistía en un agujero negro que conservaba la huella de una explosión fecal entre las de las dos plantas gigantescas de un anterior ocupante en cuclillas. A las siete de la mañana del 25 de julio, Van llamó a Ardis Hall desde la oficina de correos de Malahar y se encontró en conexión con Bout, que estaba en conexión con Blanche y que tomó la voz de Van por la del mayordomo.
—¡Demonios, papá! —dijo en su dorófono de cabecera—. ¿No ves que estoy ocupado?
—Es por Blanche por quien pregunto, pedazo de idiota —gruñó Van.
—¡Oh, perdón! —exclamó Bout—. Un momento, señor.
Van oyó un sonido como de un tapón que saltase de su botella (¡beber vino a las siete de la mañana!) y Blanche se puso al aparato. Pero apenas había comenzado a dictarle el mensaje cuidadosamente formulado que debía transmitir a Ada, cuando la propia Ada, que había estado alerta toda la noche, respondió desde la habitación de los niños, donde el aparato más límpido de la casa vibraba y borbotaba bajo un barómetro difunto.
—Bifurcación del bosque, dentro de cuarenta y cinco minutos. Y perdona los perdigones.
—¡Torre! —respondió la dulce y armoniosa voz, como un aviador en el cielo azul hubiera podido decir «Roger».
Van alquiló una motocicleta, venerable máquina con un sillín guarnecido de fieltro de billar y un pretencioso manillar de falso nácar, y se lanzó por una ruta forestal estrecha y cruzada por raíces sobre las que iba saltando. Lo primero que distinguió fue el brillo estrellado de su bici abandonada. Ada estaba allí cerca, en pie, con las manos en las caderas, un ángel blanco de cabellos negros que miraba con aire de timidez. Llevaba puesto un albornoz y zapatillas de baño. Mientras él la llevaba en brazos hasta la espesura más próxima sentía que el cuerpo le ardía de fiebre, pero sólo comprendió hasta qué punto estaba enferma cuando, después de los espasmos apasionados, se levantó vacilante, con el cuerpo cubierto de hormiguitas rosas, y casi se desmayó, murmurando algo acerca de gitanos que les robaban los jeeps.
¡Qué cita aquélla, detestable y adorable a la vez! Van no podía recordar bien...
(Es verdad. Yo tampoco. Ada.)
...ni una sola palabra de las que pronunciaron, ni una pregunta, ni una respuesta. Se la llevó a toda prisa, tan cerca de la casa como le permitió la prudencia (después de dejar la bicicleta entre los helechos) y, ya de noche, cuando telefoneó a Blanche, ésta le susurró dramáticamente el siguiente informe: « Mademoiselletiene una buena neumonía, mi pobre señor.»
Tres días más tarde, Ada estaba mucho mejor, pero Van tenía que volver a Man para tomar el mismo barco de regreso a Inglaterra. Había prometido incorporarse a una gira circense en la que participaban pesonas a las que no podía dejar plantadas.
Su padre acudió a desearle buen viaje. Se había teñido el pelo de un negro aún más negro. Llevaba en el dedo un diamante que rutilaba como una cima del Cáucaso. Sus largas alas negras con ocelos azules flotaban tras él agitadas por la brisa marina. Lyudi oglyadivalis(la gente se volvía a mirar). Una Tamara interina —párpados ennegrecidos, rojo de labios kasbeky flamante boca rosa —trataba en vano de adivinar qué podría ser más del agrado de su Demonio de amante: que se contentase con gemir e ignorar a su soberbio hijo, o que rindiese homenaje a la virilidad de Barba Azul tal como se reflejaba en el cejijunto Van, el cual, por su parte no podía soportar su perfume caucasiano, Granial Maza, a siete dólares el frasco.
(Sabes, Van, éste es, hasta ahora, mi capítulo favorito. No sé por qu¿pero lo adoro... Y puedes dejar a tu Blanche en brazos de su amiguito eso tampoco importa. Ada, con su más mimosa pluma.)
XXX
El 5 de febrero de 1887, un editorial sin firma del Ranter(aquel semanario de Chose habitualmente tan sarcástico y tan trapacero) ensalzaba el número de Mascodagama como «la atracción más original e imaginativa que nunca haya sido ofrecida al hastiado público del music-hall». Masco dio varias representaciones en el Rantariver Club, pero ni en los programas ni en los carteles se encontraba definición más precisa que la de «Excéntrico Extranjero», ni había otras indicaciones para el público sobre la identidad del artista o sobre la exacta naturaleza de su exhibición. Rumores cuidadosa y hábilmente alimentados por los amigos de Mascodagama daban a entender que podía ser un misterioso visitante venido de más allá del Telón de Oro. La cosa parecía tanto más digna de crédito cuanto que media docena de artistas pertenecientes a la compañía del Circo Dobrososedski («Buena Vecindad»), que llegaba de Tartaria en aquel preciso momento, es decir, en vísperas de la Guerra de Crimea —un viejo payaso enfermo con su cabra parlante, tres bailarinas y el esposo de una de ellas, maquillador y seguramente agente múltiple—, habían ya desertado, entre Francia e Inglaterra, en algún punto del recién construido «Chunnel». El extraordinario éxito obtenido por Mascodagama en aquel círculo dramático universitario, cuyo repertorio se limitaba por lo general al teatro isabelino, con reinas y hadas representadas por guapos jovencitos, no tardó en ser explotado por los caricaturistas de la Prensa. Los decanos de Chose, los políticos del distrito, los estadistas y, por supuesto, el jefe en funciones de la Horda de Oro, eran representados por los humoristas de la actualidad como otros tantos Mascodagamas. Un imitador grotesco (que no era otro que el mismo Mascodagama en una parodia super refinada de su propio espectáculo) fue abucheado en Oxford (colegio femenino de las inmediaciones) por alborotadores locales. Un astuto periodista que le había oído maldecir de un mal pliegue de la alfombra del escenario comentó en el periódico su «acento yanqui». El admirado señor «Vascodagama» fue incluso invitado a Windsor por el propietario del castillo, un descendiente bilateral de los antepasados de Van, pero él declinó la invitación por imaginarse (equivocadamente, según pudo saberse más tarde) que la errata sugería que su incógnito había sido descubierto por uno de los agentes secretos que operaban en Chose, tal vez el mismo que, algún tiempo antes, había salvado al psiquiatra P. O. Tiomkin del puñal de un cierto príncipe Potiomkin, un joven perturbado que venía de Sebastopol, Idaho.
