Ada o el ardor

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Ada o el ardor
Название: Ada o el ardor
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ada o el ardor - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.

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D'accord—dijo Van.

La madre de Córdula, actriz de teatro demasiado madura, demasiado engalanada, demasiado adulada, presentó a Van a un acróbata turco de bellas manos de orangután cubiertas de pelos aleonados y pupilas ardientes de charlatán ambulante, lo que no era, pues se trataba de un gran artista en su dominio circular. Van quedó tan seducido por sus discursos y por los trucos del oficio (tan generosamente confiados por el turco a su ávido émulo), tan sobrecogido de ambición, respeto, envidia y otros sentimientos juveniles, que le quedó muy poco tiempo para dedicarse a Córdula, carirredonda, pequeña, regordeta, vestida con un jersey de cuello alto de lana rojo oscuro, o a la aturdidora jovencita en cuya espalda desnuda descansaba la mano paternal de Demon, que la encaminaba hacia tal o cual relación provechosa. Pero aquella misma tarde Van se encontró con Córdula en una librería.

—A propósito, Van... ¿Puedo llamarte Van, verdad? Tu prima Ada es mi amiga del colegio. Sí, sí. Y ahora, por favor, explícame qué le has hecho a nuestra difícil Ada. En su primera carta desde Ardis estaba entusiasmada (¡Ada entusiasmada!) por el encanto, la inteligencia, la originalidad, la irresistible seducción...

—¡Qué tonta es! Y... ¿de cuándo es esa carta?

—Del mes de junio, sin duda. Más tarde me ha vuelto a escribir, pero su respuesta... Tengo que confesar que yo estaba muy celosa de ti, celosa de veras, y le hacía montañas de preguntas... Bueno, pues su respuesta fue evasiva y prácticamente sin mencionar a Van.

Éste la examinó con más atención de la que le había concedido hasta entonces. Recordaba haber leído en algún sitio (con algo de esfuerzo podríamos dar con el título exacto. ¿Tiltil? No, eso es en Barba Azul...) que un hombre puede reconocer a una lesbiana joven y sola (el viejo tándem en traje sastre no puede engañar a nadie) por una combinación de tres características: manos ligeramente temblorosas, voz de resfriado y esa huida aterrorizada de los ojos a poco que alguien sorprenda y visiblemente apruebe algún encanto que el azar la haya obligado a mostrar (unos lindos hombros, por ejemplo). Ninguna de esas cosas (sí... Mytilène, petite isle, de Louis Pierre) parecía poder aplicarse a Córdula, que llevaba un garbotos(impermeable) sobre el cuello alto desbocado y sostenía retadoramente la mirada, con las manos hundidas en los bolsillos. Llevaba el cabello corto, de un matiz poco definido, entre paja seca y trigo mojado. Sus claros ojos azules eran similares a los de otros millones de ojos subpigmentados de la Estocia francesa. Su boca tenía la gentileza afectada de una boca de muñeca cuando se cerraba concienzuda y amaneradamente en lo que los retratistas llaman «pliegues en hoz», los cuales son, en el mejor de los casos, dos hoyuelos de forma oblonga, y, (en el peor, esos surcos que hienden las mejillas heladas de las verduleras. Cuando sus labios se entreabrían, y aquél era precisamente el caso, dejaban ver unos dientes aprisionados en su aparato corrector, que en seguida volvía a ocultar.

—Mi prima Ada es una niña de once o doce años, demasiado joven para enamorarse de cualquiera, a no ser de un héroe de novela. Sí, yo también la encuentro agradable. Un poco marisabidilla quizás, y, al mismo tiempo, descarada y caprichosa. Pero, así y todo, agradable.

—Me pregunto... —dijo Córdula, pensativa, con un tono de voz tan sutil que Van no hubiera podido asegurar si trataba de cerrar el capítulo, dejarlo en suspenso, o pasar al capítulo siguiente.

—¿Cómo podremos volver a vernos? —preguntó Van—. ¿Vendrías a Riverlane? ¿Eres virgen?

—No me cito con golfos —dijo Córdula, sin perder la calma—. pero siempre podrás «contactar» conmigo a través de Ada. No pertenecemos a la misma clase, cosa que puede entenderse de más de una manera (riendo): Ada es un pequeño genio, yo una ambivertida americana cualquiera, pero las dos estamos adscritas a la sección de francés superior, que tiene asignado el mismo dormitorio. De modo que una docena de rubias, tres morenitas y una pelirroja, laPelirroja, pueden suspirar en francés en sus sueños (riendo sola).

—Divertido. Está bien, gracias. Supongo que el número par quiere decir que en cada alcoba hay literas dobles. Pues hasta la próxima, como dicen los golfos.

En la primera carta cifrada que escribió a Ada después de aquel episodio, Van le preguntaba si Córdula de Prey no era, por casualidad, la lezbianochkade la que ella había hablado con un sentimiento de culpabilidad tan poco necesario: antes me sentiría celoso de tu manita. Ada contestó: «¡Qué tontería! No mezcles en nuestros asuntos a esa ridícula chica.» Pero Van no quedó del todo convencido, a pesar de que aún ignoraba con cuánto entusiasmo podía Ada cultivar la mentira cuando se trataba de encubrir a un cómplice.

El reglamento del colegio de Ada era estricto y anticuado hasta lindar con lo demencial, pero recordaba a la nostálgica Marina el Instituto Ruso de Doncellas Nobles de Yukonsk, donde en otros tiempos había estado interna, y donde no había dejado de infringir las reglas con infinitamente más facilidad y éxito de lo que Ada, Córdula o Grace, infringían las de Brownhill. Tres o cuatro veces por trimestre se daban en la Sala de Recepción de la Directora unos horribles tés durante los cuales las chicas podían ver a muchachos que mordisqueaban pastas. Un domingo cada tres semanas las chicas de doce y trece años estaban autorizadas a citar a hijos de buenas familias en una chocolatería próxima al internado, siempre que fueran acompañadas por una mayor, de irreprochable moralidad.

Van se armó de valor y resolvió ver a Ada de aquel modo. Contaba con su varita mágica para transformar en cuchara o en nabo a cualquier joven carabina que se presentase a su vista. Según el reglamento de Brownhill, las madres de las jóvenes víctimas debían autorizar la cita con un mínimo de quince días de anticipación. La directora de Brownhill, la melosa Miss Cleft, llamó a Marina por teléfono y recibió la respuesta de que Ada no necesitaba a nadie que le llevase la cesta para salir con su primo después de haber pasado el verano paseando juntos y a solas de la mañana a la noche.

—Precisamente —replicó Miss Cleft —dos jóvenes que se pasean juntos se parecen lo más posible a esos rosales trepadores que tienden a enlazarse. Y la espina está siempre cerca del capullo.

—¡Pero si son prácticamente hermana y hermano! —exclamó Marina, pensando, como mucha gente tonta que «prácticamente» opera en los dos sentidos: atenúa la veracidad de una afirmación y concede a la perogrullada el prestigio de la verdad.

—Eso no hace sino agravar el peligro —opinó Miss Cleft—; pero transijamos. Pediré a la querida Córdula que haga el tercio. Es una admiradora de Ivan y adora a Ada; de modo que sólo puede ayudar a «subir el pastel» (broma de cuaresma ya muy gastada en la época).

—¡Señor, qué figli-migli!—dijo Marina, cuando hubo colgado.

Van, con sombrío humor, y no sabiendo bien qué giro iban a tomar los acontecimientos (algo de presciencia estratégica le hubiera ayudado a soportar la prueba), esperaba a Ada en la vía de acceso al colegio, una alameda triste en cuyos charcos se reflejaban un cielo hosco y la tapia de un campo de hockey. A pocos pasos de él, otro bachiller de la localidad, compañero de espera, aguardaba, todo emperifollado, ante la puerta. Van iba a tomar de nuevo el camino de la estación cuando vio aparecer a Ada... y a Córdula. ¡Qué estupenda sorpresa! Las recibió con una dudosa cordialidad.

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