Ada o el ardor
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Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.
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—Era amigo de mi padre. Un gran artista.
—¿Un artista?
—Sí, un artista. Yo también lo soy. Y supongo que tú también te consideras un artista. Hay muchas personas así.
—¿Qué es exactamente un artista?
—Un observatorio subterráneo —replicó Van instantáneamente.
—Eso lo has sacado de alguna novela moderna —dijo Dick, aplastando su cigarrillo después de dar ávidamente algunas chupadas.
—Lo he encontrado en Van Veen —dijo Van Veen.
Dick se acercó negligentemente a la mesa mientras entraba su criado con la botella. Van se retiró al lavabo y se dedicó a «cuidar las cartas», como decía el bueno de Plunkett. La última vez que había practicado fue para realizar algunos juegos de manos ante Demon, que no había apreciado positivamente su posible utilización en el poker. Ah, sí, y también cuando había tranquilizado al ilusionista loco del hospital cuya idea fija era que la gravedad está vinculada a la circulación sanguínea del Ser Supremo. Van no dudaba de su propia destreza —ni de la estupidez de Milord —pero no estaba seguro de resistir mucho tiempo. Por lo demás sentía lástima de Dick, el cual, aparte de su afición a las trampas, era un tipo tan simpático como indolente, de cara terrosa, cuerpo flojo, que no tenía media bofetada y que confesaba sin rubor que, si su familia se obstinaba en no pagar sus enormes (y triviales) deudas, no tendría más remedio que marcharse a Australia para endeudarse allí otra vez después de repartir unos cuantos cheques sin fondos. Ahora, según decía a sus víctimas, «comprobaba con placer» que sólo unos cientos de libras le separaban de la cantidad mínima que le permitiría apaciguar momentáneamente a su más despiadado acreedor. Y, en consecuencia, continuó desplumando a Jean y Jacques, con una premura desvergonzada... para encontrarse, al cabo de un momento, con tres honrados ases (afectuosamente distribuidos por Van) frente a cuatro nueves (diestramente reunidos en la mano del mismo Van). Aquella operación fue seguida por un bonito farol apagado con otro farol más bonito aún, mientras el martirio del joven lord alcanzaba su colmo (sastres londinenses retorciéndose las manos en la niebla, y el reputado prestamista St-Priest, de Chose, solicitando ser recibido por el padre de Dick). Cuando en el centro de la mesa se amontonaba la más suculenta puesta que Van había visto hasta entonces, Jacques descubrió un «color» sin esperanzas (como él mismo declaró, con un suspiro de agonía)... pero Dick, con un repóker, tuvo que rendirse ante la escalera de color de su verdugo. Mientras recogía y ponía a buen recaudo el «arco iris de marfil» (el bueno de Plunkett era todo un poeta), Van, que hasta entonces había disimulado sin la menor dificultad sus delicadas maniobras a los prismas estúpidos de Dick, tuvo el placer de verle descubrir que él, Van, llevaba aún en la palma de la mano el segundo comodín. Los gemelos volvieron a ponerse corbatas y chaquetas, y dijeron que tenían que marcharse.
—Yo también, Dick —dijo Van—. Es una lástima que hayas tenido que confiar en tus bolas de cristal. Muchas veces me he preguntado por qué la palabra rusa apropiada al caso —creo que tenemos en común un antepasado ruso —se parece a la que quiere decir «escolar» en alemán, menos el « Umlaut».
Sin dejar de charlar, Van reembolsó a los dos franceses, extasiados y atónitos, con un cheque rápidamente cumplimentado, y luego, tomando un puñado de cartas y fichas, se volvió hacia Dick y se las tiró a la cara. No habían los proyectiles acabado aún su trayectoria cuando ya lamentaba aquel gesto cruel y vulgar, porque el infortunado, que no podía contestar de ninguna manera, seguía allí sentado, protegiendo su ojo derecho, mientras con el otro, que sangraba ligeramente, contemplaba sus gafas rotas. Los dos gemelos franceses le ofrecían sus dos pañuelos, que él rechazó amistosamente.
La aurora rosa tiritaba en el verde de Serenity Court. Vieja y laboriosa Chose.
(Aquí debía haber un signo para indicar los aplausos. Nota de Ada.) Van pasó de mal humor el resto de la mañana. Luego, después de haber permanecido largo tiempo sumergido en un baño caliente (el mejor consejero, el mejor instigador y asesor del mundo, salvo, naturalmente, el asiento del W.C.), decidió escribir una nota de excusa al timador timado. Estaba a punto de vestirse cuando apareció un mensajero con un escrito de Lord C. (primo, dicho sea de paso, de uno de sus camaradas de Riverlane) en el cual el magnánimo Dick proponía redimir su deuda con Van mediante la presentación de éste en el Club Villa Venus, al que pertenecía toda su tribu. ¿Qué muchacho de dieciocho años hubiera podido pretender tan alto favor? Era una entrada para el paraíso. Van sostuvo algún forcejeo con su conciencia, ligeramente sobrecargada (entre mutuos guiños de ojos, como si se tratase de dos viejos compinches en su buen viejo colegio). Y acabó aceptando la proposición de Dick.
(Van, me parece que deberías explicar de una manera más inequívoca cómo fue que tú, el más orgulloso, el más limpio de los hombres —y no me refiero a las abyectas servidumbres corporales, pues en eso tú y yo somos de la misma ralea—, cómo fue que tú, el puro, pudiste aceptar la oferta de un bribón, que sin duda siguió «espejeando» como si tal cosa. Creo que debías precisar, primo, que te encontrabas terriblemente fatigado, secundo, que no podías soportar la idea de que el pillo sabía que, al no haber lugar a un duelo [pues a los bribones, no se les provoca], tú no arriesgabas nada, por decirlo así, al insultarle. ¿Tengo razón? Van, ¿me escuchas? Me parece...)
Dick no «espejeó» mucho tiempo. Cinco o seis años más tarde, en Montecarlo, al pasar ante la terraza de un café, Van sintió que le cogían por el codo. Un Dick C, radiante de buen humor y de salud, y relativamente respetable, se inclinaba hacia él por encima de las petunias de la balaustrada de celosía.
—Van —exclamó—, he abandonado esa porquería de los espejos. Créeme, no hay más que un método seguro: ¡marcarlas! Espera, eso no es todo. Figúrate que acaban de inventar una punta microscópica (y digo bien: microscópica) de un metal precioso llamado euforio, que se desliza bajo la uña del pulgar. No se ve a simple vista, pero un minúsculo sector de mi monóculo muestra, ampliada, la marca que hago (como si decapitara una pulga) en todas las cartas, una detrás de otra, a medida que entran en juego. Y ahí está lo bueno. Sin más preparativos, sin más accesorios. ¡Marcarlas, marcarlas! —seguía gritando el bueno de Dick, cuando Van ya se había marchado.
XXIX
A mediados de julio de 1886, mientras Van ganaba un campeonato de ping-ponga bordo de un paquebote de lujo (que empleaba toda una semana en ir, en su majestuosa blancura, de Dover a Manhattan), Marina, sus dos hijas, la institutriz de éstas y dos doncellas, que regresaban en tren de Los Ángeles a Ladore, tiritaban simultáneamente, en estadios más o menos sincronizados de la enfermedad, por efecto de una común gripe rusa. Un hidrograma fechado en Chicago el 21 de julio (aniversario de la amada) esperaba a Van en casa de su padre: DADAISTA IMPACIENTE PACIENTE LLEGA ENTRE VEINTICUATRO Y SIETE LLAMA DORIS ENCUENTRO SALUDOS PROXIMIDAD.
