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Las aventuras de Huckleberry Finn

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Las aventuras de Huckleberry Finn
Название: Las aventuras de Huckleberry Finn
Автор: Твен Марк
Дата добавления: 15 январь 2020
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Las aventuras de Huckleberry Finn - читать бесплатно онлайн , автор Твен Марк

La historia se desarrolla a lo largo del r?o Misisipi, el cual recorren Huck y el esclavo pr?fugo Jim, huyendo del pasado que han sufrido con el prop?sito de llegar a Ohio. Detalles idiosincr?ticos de la sociedad sure?a como el racismo y la superstici?n de los esclavos, as? como la amistad son algunos de los temas centrales de la novela. Esta obra supone para Mark Twain un punto y aparte respecto de sus obras anteriores. Aqu? comienza una mirada pesimista sobre la humanidad que lejos de diluirse se acrecienta en siguientes creaciones como El forastero misterioso.

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El tal duque era de lo más listo, y pronto se le ocurrió una idea. Vistió a Jim con el disfraz del rey Lear: una bata larga de calicó de cortina y una peluca blanca de crin de caballo, con sus barbas, y después sacó el maquillaje del teatro y le pintó la cara y las manos, las orejas y el cuello todo de un azul apagado y continuo, como un hombre que llevara ahogado nueve días. Que me cuelguen si no era la visión más horrible que se pueda uno imaginar. Después el duque escribió en una pizarra un letrero que decía:

ÁRABE ENFERMO;

INOFENSIVO CUANDO NO SE VUELVE LOCO.

Y clavó el letrero en un poste y puso el poste a cuatro o cinco pies por delante del wigwam. Jim se quedó muy contento. Dijo que era mucho mejor que estarse atado años y años todos los días y echarse a temblar cada vez que oía algo. El duque le dijo que hiciera lo que le apeteciese y que si alguien venía a meter las narices, saliera saltando del wigwam y armase un poco de jaleo y pegase un aullido o dos como si fuera un animal salvaje, y calculaba que se irían y lo dejarían en paz. Lo cual era una idea bastante buena; pero la verdad es que un hombre normal no esperaría a que se pusiera a aullar. ¡Pero si no sólo parecía que se hubiera muerto, sino algo mucho peor todavía!

Aquellos sinvergüenzas querían volver a probar con el Sin Par porque dejaba mucho dinero, pero calcularon que no convenía, porque quizá se hubiera corrido ya la noticia. No se les ocurría ningún proyecto que resultara perfecto, así que al final el duque dijo que lo dejaba y que iba a pensarlo una hora o dos y ver si podía organizar algo en el pueblo de Arkansaw, y el rey dijo que él iría al otro pueblo sin ningún plan, pero confiaría en la Providencia para que le diese alguna idea lucrativa, o sea, que calculo que se refería al teatro. Todos habíamos comprado ropa en la tienda de la última parada, y ahora el rey se puso la suya y me dijo a mí que me pusiera la mía. Naturalmente lo hice. La ropa del rey era toda negra y tenía un aire muy elegante y almidonado. Hasta entonces nunca había comprendido yo cómo podía la ropa cambiar a la gente. Antes tenía el aire de ser el viejo sinvergüenza que era en realidad, pero ahora, cuando se quitaba su sombrero nuevo de castor y hacía una reverencia y sonreía, parecía tan elegante y tan piadoso que diría uno que acababa de salir del arca de Noé y que podía haber escrito el Levítico en persona. Jim limpió la canoa y me preparó el remo. En la costa había atracado un barco de vapor más allá del cabo, unas tres millas arriba del pueblo, que llevaba allí un par de horas, cargando material. Y el rey va y dice:

—Ya que voy vestido así, calculo que más vale llegar a Saint Louis o Cincinatti, o alguna otra gran ciudad. Vamos hacia el barco de vapor, Huckleberry; llegaremos al pueblo en él.

No hacía falta que me ordenasen dos veces dar un paseo en barco de vapor. Llegué a la ribera media milla más arriba del pueblo y después bajamos deslizándonos junto al acantilado, en el agua tranquila. En seguida nos encontramos con un joven campesino de aire inocente sentado en un tronco y quitándose el sudor de la cara, pues hacía mucho calor, con un par de maletones de tela en el suelo.

—Vamos a atracar —dijo el rey. Obedecí—. ¿A dónde va usted, joven?

—Al barco de vapor; tengo que ir a Orleans.

—Suba abordo —dijo el rey—. Un momento, mi criado le ayudará con las maletas. Salta a tierra y échale una mano al caballero, Adolfus —y vi que ése era yo.

Obedecí, y los tres volvimos a ponernos en marcha. El muchacho estaba muy agradecido; dijo que el andar con equipaje con aquel tiempo resultaba muy cansado. Preguntó al rey dónde iba él y el rey le dijo que había bajado por el río y desembarcado en el otro pueblo aquella mañana, y que ahora iba a recorrer unas millas para ver a un viejo amigo en una finca que había allí. El muchacho dijo:

—Cuando lo vi a usted me dije: «Seguro que es el señor Wilks que llega justo a tiempo». Pero luego me volví a decir: «No, calculo que no, pues no estaría remando río arriba». ¿No es usted, verdad?

—No, yo me llamo Blodgett; Elexander Blodgett; reverendo Elexander Blodgett, supongo que debería decir, dado que soy uno de los pobres fámulos del Señor. Pero también puedo lamentar que el señor Wilks no haya llegado a tiempo, si es que eso le causa algún perjuicio, aunque espero que no.

—Bueno, no es que vaya a perder sus bienes, porque ésos le corresponden de todas formas, pero no podrá ver morir a su hermano Peter, cosa que a él quizá no le importe, nadie puede saberlo, pero su hermano habría dado cualquier cosa por verlo a él antes de morir; en estas tres semanas no ha hablado de otra cosa; no lo ve desde que eran niños y a su hermano William no lo ha visto en su vida, es decir, ése es el sordomudo, William, que no tiene más que treinta o treinta y cinco años. Peter y George fueron los únicos que vinieron aquí; George era el casado; él y su mujer murieron el año pasado. Ahora sólo quedan Harvey y William y, como le decía, no van a llegar a tiempo.

—¿Les ha avisado alguien?

—Ah, sí; hace uno o dos meses, cuando se puso enfermo Peter, porque Peter dijo entonces que le parecía como que esta vez no se iba a poner bueno. Ya ve usted, era muy viejo y las chicas de George eran demasiado jóvenes para hacerle mucha compañía, salvo Mary Jane, la pelirroja; así que se sentía muy solo cuando se murieron George y su mujer, y no parecía tener muchas ganas de vivir. Estaba desesperado por ver a Harvey, y de hecho también a William, porque era de esos que no soportan hacer testamento. Dejó una carta para Harvey y dijo que en ella le contaba dónde estaba escondido el dinero y cómo quería que se dividiese el resto de la propiedad para que las chicas de George quedaran bien, porque George no había dejado nada. Y aquella carta fue lo único que lograron que escribiese.

—¿Por qué cree usted que no ha venido Harvey? ¿Dónde vive?

—Ah, vive en Inglaterra, en Sheffield; es predicador y no ha vuelto nunca a este país. No ha tenido demasiado tiempo, y además, ya sabe, a lo mejor ni siquiera le ha llegado la carta.

—Una pena, una pena que no pudiera vivir para ver a sus hermanos, pobrecillo. ¿Y dice usted que va a Orleans?

—Sí, pero eso no es más que el principio. El miércoles que viene tomo un barco para Río Janero, donde vive mi tío.

—Es un viaje bastante largo. Pero será muy bonito; ojalá pudiera ir yo. ¿Es Mary Jane la mayor? ¿Qué edad tienen las otras?

—Mary Jane, diecinueve años; Susan, quince, y Joanna unos catorce… ésa es la que se dedica a las buenas obras y tiene un labio leporino.

—¡Pobrecitas! Quedarse así solas en este frío mundo…

—Bueno, peor podrían estar. El viejo Peter tenía amigos, y no van a permitir que les pase nada. Están Hobson, el predicador baptista, y el diácono Lot Hovey, y Ben Rucker y Abner Shackleford y Levi Bell, el abogado, y el doctor Robinson y sus mujeres, y la viuda Bartley y… bueno, montones; pero ésos eran los más amigos de Peter y de los que hablaba a veces cuando escribía a casa. Así que Harvey sabrá dónde buscar amigos cuando llegue.

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