Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Para comprender esa dependencia es preciso recuperar cierta condición omitida: toda orden que no provenga de la divinidad, sino del hombre, exige que también él participe en el acontecimiento.
La relación entre el que ordena y aquellos a quienes ordena es precisamente lo que se llama poder, y consiste en lo siguiente:
Para una actividad común, los hombres se reúnen siempre en determinadas agrupaciones en las cuales, a pesar de la diferencia de objetivos asignados, la relación entre ellos es siempre la misma.
Al unirse en esas agrupaciones, las relaciones que se establecen entre los hombres son las siguientes: la mayoría de ellos participa más y más directamente en la acción conjunta y un número menor de ellos participa menos directamente en la agrupación formada.
De todas las agrupaciones formadas por los hombres para el cumplimiento de actos comunes, una de las más precisas y definidas es el ejército.
Todo ejército se compone de soldados, que poseen la graduación mínima, los así llamados soldados rasos, que siempre son los más numerosos. Le siguen en la jerarquía militar los cabos y sargentos, cuyo número es menor; luego vienen los oficiales en menor cantidad, etcétera, hasta llegar al supremo poder militar, concentrado en una sola persona.
La organización castrense puede representarse exactamente por la figura de un cono cuya base de mayor diámetro está ocupada por los soldados rasos; en las secciones intermedias, por encima de la base, se van sucediendo los diversos grados; y en la cúspide se sitúa el jefe supremo.
Los soldados, que son los más numerosos, integran la parte inferior, la base del cono. El soldado es quien directamente mata, destroza, incendia y saquea, sus actos son dirigidos siempre por el jefe inmediato superior; el soldado no da órdenes nunca. El sargento (de los que ya hay menos) ya no participa tanto en las acciones como los soldados, pero ya ordena. El oficial participa aún menos, pero ordena con más frecuencia. Y el general no hace más que dar órdenes a las tropas, designa sus objetivos, pero casi nunca utiliza las armas.
El jefe supremo no toma jamás parte directa en la acción, sino que da órdenes generales sobre los movimientos de la masa. Esa misma relación entre las personas se encuentra en toda agrupación formada para una común actividad, sea la agricultura, el comercio o cualquier otra empresa.
Por tanto, sin separar artificialmente todos los grados del ejército que aparecen unidos en el cono y haciendo lo mismo con titulaciones y posiciones de cualquier otra empresa común, desde las más pequeñas hasta las más grandes, vemos cómo aparece una ley que dice: los hombres se unen siempre para realizar acciones conjuntas, y cuanto más directa es su participación en ellas, tanto menor es su posibilidad de mandar y, de ahí, su mayor número; y cuanto más ordenan, menor es su participación en la obra y menor su número. Así se asciende desde la base hasta el vértice, hasta el hombre colocado en el punto más alto, quien menos directamente participa en la acción y más orienta su actividad a dar órdenes.
Esta relación entre los hombres que ordenan y los que reciben las órdenes constituye la esencia del concepto llamado poder.
Al reconstruir las condiciones de tiempo en el cual se producen todos los acontecimientos, vemos que las órdenes se cumplen solamente cuando se refieren a la serie de hechos que les corresponde, restableciendo la condición imprescindible de vínculo entre los que ordenan y los que ejecutan; vemos, por consiguiente, que los primeros, por su propia naturaleza, participan menos en el propio hecho y su actividad se reduce exclusivamente a dar órdenes.
VII
Cuando se produce un acontecimiento cualquiera, los hombres expresan sus opiniones y sus deseos respecto a lo sucedido; y como el hecho se deriva de la actividad conjunta de muchos individuos, una de las opiniones o deseos manifestados se realizará forzosamente, aunque sea de manera aproximada. Cuando se cumplen algunas de esas opiniones formuladas, nuestra mente lo relaciona con el acontecimiento y la orden que lo precedió.
Cuando varios hombres intentan sacar un tronco, cada uno expone su parecer acerca de cómo y adonde llevarlo.
Y al llegar a su destino, resulta que todo se hizo según indicó uno de ellos. Él es quien dio la orden. Aquí tenemos la orden y el poder en su forma primitiva.
Quien ha trabajado más con las manos ha tenido menos ocasión de reflexionar en lo que estaba haciendo y en los resultados de la actividad colectiva. No podía dar órdenes. El que daba más órdenes ha podido actuar menos con sus manos, a causa de su actividad verbal. En un conjunto numeroso de hombres son más notables aún las diferencias entre los que orientan su actividad a un objetivo determinado y aquellos que participan directamente en el trabajo común.
Cuando actúa un hombre solo siempre tiene en mente ciertas consideraciones que, según le parece, guiaron su pasada actividad, justifican la presente y presuponen sus futuros actos.
Lo mismo sucede en las agrupaciones humanas. Se confía a los que no intervienen en la acción el cuidado de pensar en las consideraciones, justificaciones y suposiciones acerca de la actividad común.
Por motivos que conocemos o no, los franceses empezaron a matarse y acuchillarse unos a otros justificando semejantes actos por la voluntad de la gente, por el bien de Francia, la libertad y la igualdad. Dejan de matarse los hombres y este hecho también se justifica: es imprescindible la unidad de poder, la necesidad de oponerse a Europa, etcétera. Los hombres avanzan hacia Oriente matando a sus semejantes, el acontecimiento se acompaña con himnos a la gloria de Francia o denuestos a la vileza de Inglaterra, etcétera. La historia nos enseña que tales justificaciones carecen de sentido y se contradicen, lo mismo que el asesinato de un hombre a consecuencia de la proclamación de los Derechos del Hombre o la matanza de millones de seres en Rusia para humillar a Inglaterra. Semejantes justificaciones, hoy día, son necesarias porque descargan de responsabilidad moral a los hombres que han causado tales hechos.
Estos objetivos provisionales se parecen a los escobones dispuestos delante del tren para limpiar la vía: limpian el camino de la responsabilidad moral de los hombres. Sin estas justificaciones no sería explicable el sencillo problema que se nos presenta al examinar cualquier acontecimiento. ¿Cómo es posible que millones de hombres cometan en común tantos crímenes, guerras y matanzas, etcétera, etcétera?
Con las complicadas formas actuales de la vida política y social de Europa, ¿se puede idear, acaso, algún acontecimiento que no haya sido prescrito, indicado y ordenado por monarcas, ministros, parlamentos y periódicos? ¿Hay, acaso, una actividad común que no haya sido justificada por la unidad política, los intereses de la nación, el equilibrio europeo o la civilización? Así pues, cada hecho coincide inevitablemente con un deseo expresado y contando con la justificación se presenta como el producto de la voluntad de uno o varios hombres.
Cualquiera que sea la dirección de una nave en movimiento siempre surgirá delante de ella el remolino de las olas que corta. Y las personas que vayan en la nave sólo notarán ese remolino.
Solamente siguiendo de cerca y a cada momento el movimiento de las olas surcadas y comparándolo con el de la nave, nos convenceremos de que en cada instante, el movimiento de las olas está determinado por el de la nave, y la causa de nuestro error se debe a que también nosotros nos movemos, aunque no lo notamos.
Veremos lo mismo si observamos paso a paso el movimiento de los personajes históricos (es decir, si restablecemos las condiciones necesarias de todo cuanto se realiza, las condiciones de continuidad del movimiento en el tiempo) y sin perder de vista la imprescindible relación entre los personajes históricos y las masas.