Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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La condesa María lo escuchó, hizo algunas observaciones y también comenzó a pensar en voz alta. Se trataba de los niños.
—Ya apunta en ella la mujer— dijo en francés, señalando a la pequeña Natasha. —Vosotros reprocháis a las mujeres la falta de lógica. Pues ahí tienes nuestra lógica. Le digo: “Papá quiere dormir” y ella contesta: “No, se está riendo”.
—Y tiene razón— sonrió feliz la condesa.
—¡Sí, sí!
Nikolái cogió a la pequeña, la levantó en alto, la colocó sobre su hombro sujetando sus piernecitas y paseó por la habitación. Padre e hija tenían la misma expresión de beatífica felicidad.
—¿Sabes?— susurró la condesa en francés, —tal vez seas injusto. La quieres más que a los otros.
—Sí, ya lo sé, pero ¿qué quieres que haga?... Procuro disimularlo...
En aquel instante se oyó en el zaguán y el pasillo un rumor de voces y pasos que delataban la llegada de alguien.
—Alguien ha venido.
—Estoy segura de que es Pierre. Voy a ver— y la condesa salió de la habitación.
Aprovechando su ausencia, Nikolái, con la niña en brazos, se permitió dar unas vueltas por la habitación a pleno galope, hasta que rendido, jadeante, se detuvo, bajó rápidamente a la riente niña y la estrechó contra su pecho. Los saltos que acababa de dar le recordaron el baile y, contemplando la carita redonda y radiante de su hija, pensó en cómo sería cuando él, ya viejito, la acompañara al baile; y lo mismo que su difunto padre, que bailaba con Natasha el Danilo Cooper, él bailaría la mazurca con ella.
—¡Nikolái! ¡Es él! ¡Está aquí!— dijo al poco rato la condesa entrando. —Ahora revivirá nuestra Natasha. Era de ver su alegría, y menuda bronca se llevó Pierre por el retraso. Vamos, vamos de prisa. Separaos ya de una vez— añadió sonriendo, mirando a su hija, que se pegaba al padre.
Nikolái salió con la pequeña de la mano.
La condesa se quedó en el salón de los divanes.
—Jamás, jamás pensé que se pudiera ser tan feliz— susurró.
Una sonrisa iluminó su rostro; pero al mismo tiempo suspiró y su profunda mirada expresó una apacible tristeza. Como si además de la felicidad que experimentaba existiera otra, inaccesible en esta vida, que en aquel momento recordó involuntariamente.
X
Natasha se había casado en la primavera de 1813 y en 1820 tenía ya tres hijas y un hijo muy deseado, a quien ella misma criaba.
Era difícil reconocer en aquella madre gruesa y en pleno florecer a la inquieta y revoltosa Natasha de antes. Los rasgos de su cara se habían determinado y expresaban una paz reposada y serena. Su rostro no tenía ya, como antaño, aquella constante animación que constituía su mayor atractivo. Ahora, a menudo, sólo se veía el rostro y el cuerpo, pero ya no se traslucía el alma; se veía una hembra hermosa, fuerte y fecunda. Raras veces se encendía en ella el antiguo fuego; sólo sucedía en algunas ocasiones, cuando regresaba su marido, o cuando sanaba alguno de sus hijos o cuando, con la condesa María, recordaba al príncipe Andréi (con su marido nunca lo hacía, suponiéndolo celoso de aquel recuerdo), y, más raramente aún, cuando algún azar la impulsaba a cantar, placer que había abandonado por completo después de su boda. En aquellos raros instantes, cuando el antiguo fuego parecía encenderse de nuevo en su hermoso cuerpo florecido, era todavía más atractiva que entonces.
Desde que se casó, Natasha vivía con su marido en Moscú o en San Petersburgo, en la casa de campo próxima a Moscú o con su madre, es decir, con Nikolái. Frecuentaba poco la vida social y cuantos conocían a la joven condesa Bezújov quedaban decepcionados, no era ni afable ni amable. No es que amase la soledad (en realidad, Natasha ignoraba si le gustaba o no, y aun le parecía que no le gustaba), pero los embarazos, los partos y la crianza de sus hijos, además de una participación muy intensa en cada minuto de la vida de su marido, la obligaban a no frecuentarla. Cuantos conocían a la Natasha de antes quedaban asombrados, como de algo extraordinario, del cambio que se había operado en ella; sólo la vieja condesa, que instintivamente había comprendido que todas las inquietudes de su hija no tenían otra causa que la falta de un marido y de una familia (como decía medio en broma medio en serio, en Otrádnoie), sólo la madre se mostraba sorprendida del asombro de la gente que no la comprendía y repetía que siempre había sabido que su hija sería una esposa y una madre modelo.
—Pero lleva hasta el extremo el amor a su marido y a sus hijos, lo que resulta hasta estúpido— añadía la condesa.
Natasha no seguía aquella regla de oro propuesta por la gente sabia, y sobre todo por los franceses, según la cual una mujer joven no debe descuidarse ni abandonar las artes de la seducción después de casarse, sino que, por el contrario, debe realzar aún más que antes sus atractivos para seguir cautivando al marido como antes del matrimonio. Ella, por el contrario, había abandonado sus artes de seducción, y entre ellos, el más poderoso, su voz. Precisamente por ser el más fuerte, había dejado el canto. Natasha no cuidaba sus modales, ni refinaba su lenguaje ni pensaba en su adorno personal; no trataba de presentarse ante su marido atractiva, bien vestida y peinada, evitando cansarlo con sus exigencias. Se daba cuenta de que todos los atractivos que antes utilizaba por instinto ahora sólo serían ridículos ante su marido, a quien se había entregado toda por entero, desde el primer momento, con toda el alma, sin dejar ni un sólo rincón cerrado para él. Sabía que los vínculos que la unían a su marido no se mantenían por los sentimientos poéticos que lo habían atraído hacia ella, sino por algo distinto, indefinido, pero tan firme como la unión de su alma con el cuerpo.
Rizarse el cabello, vestir a la moda, cantar una romanza, y hacerlo para cautivar al marido, le parecía tan extraño como adornarse para gustarse a sí misma. Hacerlo por gustar a los demás acaso le atrajera (Natasha lo ignoraba); pero le faltaba tiempo para ello: la causa principal de que hubiera olvidado el canto, su propia persona y no pensara en lo que iba a decir era su falta absoluta de tiempo.
Sabido es que el ser humano puede concentrar toda su atención en un objeto, por insignificante que parezca; y se sabe también que todo objeto en el cual se concentra la atención crece hasta lo infinito aunque sea insignificante.
Natasha se dedicó por entero a la familia, es decir, al marido a quien debía manejar para que sólo fuera suyo y de la casa; y a los hijos, a quienes debía llevar en su seno, alimentar y educar.
Y cuanto más se entregaba —no sólo con la inteligencia, sino con su alma entera, con todo su ser— al objetivo elegido, tanto mayor éste se hacía para ella gracias a su atención, y sus fuerzas le parecían más débiles, más insignificantes, de manera que procuraba concentrarlas, y ni aun así conseguía hacer todo lo que le parecía necesario.
No comprendía en absoluto las discusiones y conversaciones referentes a los derechos de la mujer, a las relaciones entre cónyuges, sus libertades y recíprocas obligaciones, que entonces no fueron llamados problemascomo ahora, aunque eran los mismos que en nuestra época.
Esas cuestiones, entonces como ahora, no existían más que para personas que sólo ven en el matrimonio el placer que mutuamente se procuran los esposos, es decir, tan sólo el principio del matrimonio, y no toda su importancia, que radica en la familia.
Aquellos razonamientos y las cuestiones de hoy, parecidas a la pregunta de cómo conseguir el mayor placer comiendo, no existían de hecho, ni existen hoy para quienes piensan que la finalidad de la comida es alimentarse, y la finalidad del matrimonio es la familia.
Si lo que se pretende conseguir con la comida es nutrir el cuerpo, quien come de una vez lo correspondiente a dos comidas obtiene tal vez un mayor placer, pero no cumple la finalidad perseguida, porque el estómago no puede digerir dos comidas al mismo tiempo.