Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Ella volvió la cabeza. Durante unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos; y lo que parecía tan lejano e imposible se hizo de pronto inmediato, posible e inevitable.
VII
En el otoño de 1814 se casaron Nikolái y la princesa María y se establecieron en Lisie-Gori, adonde Nikolái llevó a su madre y a Sonia.
En tres años, sin tocar para nada los bienes de su mujer, pagó todas las deudas restantes y con la pequeña herencia de una prima suya pudo devolver a Pierre el dinero que le había prestado.
Tres años más tarde, en 1820, Nikolái había arreglado sus asuntos monetarios de tal manera que compró una pequeña finca próxima a Lisie-Gori y estaba en tratos para la recuperación de Otrádnoie, que era su máxima ilusión.
Su ocupación favorita y única era la agricultura, a la cual en principio se había dedicado por pura necesidad.
Nikolái era un propietario muy sencillo; no le gustaban las innovaciones, sobre todo las introducidas en Inglaterra, entonces de moda; se burlaba de las obras teóricas sobre la agricultura, de las granjas especializadas, de las simientes caras; en general, no cuidaba particularmente de una rama de la hacienda, sino que la atendía en su conjunto. Siempre pensaba en la finca, y no en una parte de ella. Lo principal para él no era el nitrógeno ni el oxígeno —que se hallaba en la tierra y el aire—, ni un arado o abonos especiales, sino el instrumento básico mediante el cual actúan el nitrógeno y el oxígeno, el abono y el arado, es decir, el mujik-trabajador.
Cuando Nikolái comenzó a ocuparse de la hacienda y a comprender sus diversos elementos, el mujik atrajo particularmente su atención. El mujik no era para él sólo un instrumento de trabajo, sino su objetivo y juez. Intentó primero comprender sus necesidades y lo que el mujik consideraba bueno y malo. Hacía como si dispusiera y ordenara, pero, en el fondo, se limitaba a conocer sus métodos, sus palabras e ideas acerca de lo que era bueno y lo que era malo. Y sólo cuando hubo entendido los gustos y aspiraciones del mujik, cuando aprendió a expresarse en su lengua, cuando penetró en el sentido oculto de sus palabras y se sintió cerca de ellos, únicamente entonces empezó a dirigirlos de veras, es decir, a cumplir con respecto a los mujiks lo que de él exigían. Y la administración de Nikolái dio los más brillantes resultados.
Al asumir la dirección de la hacienda, sin vacilaciones y con una especie de intuición, Nikolái elegía como stárostay capataz a los mismos a quienes habrían elegido los mujiks, si hubieran podido elegir; y nunca se veía obligado a sustituirlos. Antes de estudiar la composición química de los abonos, antes de conocer el habery el debe(como le gustaba decir irónicamente), se informaba bien sobre la cantidad de ganado que tenían los campesinos y lo aumentaba por todos los medios. No permitía la división de bienes entre las familias, a las que apoyaba generosamente. Despreciaba por igual a los perezosos, los disolutos y los malos trabajadores y trataba de que fueran expulsados de la comunidad.
Durante la siembra y la siega del heno o de los cereales, vigilaba por igual sus propios terrenos y los de sus mujiks, de manera que pocos eran los propietarios que tuvieran tierras tan pronto y tan bien sembradas, tan pronto recogidas las cosechas y tan rentables los resultados como en las tierras de Nikolái.
No sabía tratar con los lacayos agregados a la casa señorial, a los que llamaba gorrones; según la opinión de todos, les consentía mucho y los mimaba demasiado. Cuando había que dar alguna orden concerniente a esos criados o cuando se trataba de castigar a alguno, se mostraba indeciso y pedía consejo a la familia. Pero llegado el caso de enviar al ejército a un criado en lugar de un mujik, lo hacía sin vacilar. En cuanto a los mujiks, nunca experimentaba la más pequeña duda. Cada una de sus órdenes —lo sabía bien— sería aprobada por todos, salvo raras excepciones.
No se permitía, sin embargo, recargar de trabajo a un siervo o condenarlo porque le apeteciera, ni tampoco facilitar el trabajo de alguno y recompensarlo según su deseo personal. No habría sabido explicar en qué consistía la medida de lo que debía hacerse o no, pero en su fuero interno esa medida era firme e inmutable.
Muchas veces, cuando hablaba de algún desorden o fracaso, exclamaba enfadado: “¡Este pueblo ruso!...”, y creía que detestaba a los mujiks. Pero la verdad era que amaba con toda su alma a ese pueblo ruso nuestro, y su modo de vivir; por eso había comprendido y seguido la única vía capaz de dar buen resultado en la hacienda.
La condesa María se mostraba celosa de ese amor de su marido y le dolía no poder compartirlo, pero le resultaba imposible comprender las alegrías y amarguras que le causaba ese mundo especial, tan ajeno a ella. No entendía por qué Nikolái se mostraba animado y dichoso cuando, después de haberse levantado al amanecer y pasar toda la mañana en el campo o en la era, en las sementeras o los prados, regresaba a la hora en que ella servía el té. No comprendía su entusiasmo cuando le refería que el rico y laborioso mujik Matvei Ermishin y su familia habían estado llevando haces durante toda la noche, mientras que los demás no los habían recogido aún. Tampoco se explicaba por qué sonreía tan alegremente debajo de los bigotes y guiñaba los ojos al pasar de la ventana al balcón, mientras una lluvia tibia y frecuente caía sobre los secos brotes de la avena, o por qué, en la época de la siega o la recolección, tostado por el sol, sudoroso, con olor de ajenjo y semillas de estragón en los cabellos, se frotaba las manos satisfecho si el viento alejaba unos nubarrones que amenazaban tormenta, y decía: “Otro día así y nuestra cosecha y la de los mujiks ya estarán en el granero”.
Todavía menos podía comprender por qué Nikolái, de tan buen corazón y siempre dispuesto a prevenir sus deseos, llegaba casi a la desesperación cuando era ella la portadora de la súplica de una campesina o de un mujik para una dispensa de trabajo que él se negaba rotundamente a conceder, rogándole que no interviniera en esos asuntos. Se daba cuenta de que su marido tenía un mundo particular, que amaba apasionadamente, un mundo gobernado por leyes que ella no comprendía.
En ocasiones, intentando comprenderlo, le hablaba del mérito que él tenía tratando tan bien a los mujiks. Nikolái contestaba enfadado:
—No hay tal mérito, nunca se me ha ocurrido; no hago nada por ellos. El bien al prójimo no es más que una idea poética y cuentos de mujeres. Lo que necesito es que nuestros hijos no tengan que pedir limosna. Debo consolidar nuestra fortuna mientras viva: no hay más que eso.
Y para eso necesito orden y severidad... Eso es todo— decía apretando su poderoso puño. —Eso y justicia, claro está— añadía, —porque si el campesino tiene hambre, si está desnudo, si no tiene más que un caballejo, no podrá trabajar ni para él ni para mí.
Y seguramente porque Nikolái no se permitía pensar que hacía algo en bien de los demás, tener buen corazón, cuanto hacía era beneficioso. Su fortuna aumentaba rápidamente. Los mujiks de las cercanías venían a él para que los comprara, y durante mucho tiempo después de su muerte el pueblo conservó grato recuerdo de él. “Era un verdadero amo... Lo primero, lo de los mujiks, y después, lo suyo. Tampoco aflojaba la mano. En una palabra, ¡un verdadero amo!”
VIII
Lo que a veces atormentaba a Nikolái en su trato con los mujiks era su propia irascibilidad, unida a una arraigada costumbre militar de levantar la mano. Al principio no veía en ello nada censurable, pero al segundo año de matrimonio su opinión sobre ese modo de proceder de pronto cambió.
Cierto día de verano hizo llamar al stárostade Boguchárovo, que había sustituido a Dron, ya muerto, y al que acusaban de robos y negligencias. Nikolái salió al porche y, tras la primera respuesta del stárosta, se oyeron en el zaguán ruidos de golpes y gritos. Cuando volvió para desayunar se acercó a su mujer, sentada ante su labor y con la cabeza baja; como de costumbre, comenzó a contar lo que pensaba hacer aquella mañana y, entre otras cosas, habló del stárostade Boguchárovo. La condesa María, ya ruborizada, ya pálida, siempre en la misma actitud y con los labios apretados, no contestaba a las palabras de su marido.