Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Estas amalgamas visuales tenían sus inconvenientes. El vagón restaurante, que con sus amplias ventanillas ofrecía una panorámica de castas botellas de agua mineral, servilletas dobladas a modo de mitras, y tabletas de chocolate de mentirijillas (sus envoltorios —Cailler, Kohler y demás— no contenían más que madera), era percibido al principio como un fresco refugio que se alcanzaba después de una sucesión de tambaleantes pasillos azules; pero cuando la comida llegaba a su fatal último plato, y, de forma cada vez más aterradora, un equilibrista cargado con una bandeja llena retrocedía hacia nuestra mesa para dejar paso a otro equilibrista cargado con otra bandeja llena, yo solía captar el vagón en el momento de estar siendo implacablemente envainado, tambaleantes camareros incluidos, en el paisaje, mientras el propio paisaje sufría todo un complejo sistema de sobresaltos, la luna diurna se empeñaba testarudamente en no dejarse adelantar por mi plato, los prados alejados se abrían como un abanico, los árboles próximos subían hacia la vía en columpios invisibles, una vía paralela se suicidaba de golpe por anastomosis, un terraplén de nictitante hierba se elevaba más y más y más, hasta que el pequeño testigo de aquella confusión de velocidades se veía obligado a vomitar su porción de omelette aux confitures de fraises.
Era por la noche, sin embargo, cuando la Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens justificaba el mágico hechizo de su nombre. Desde mi cama situada bajo la litera de mi hermano (¿Estaba dormido? ¿Estaba en realidad allí?), en la semioscuridad de nuestro compartimiento, yo seguía viendo cosas, y partes de cosas, y sombras, y fragmentos de sombras que se desplazaban cautelosamente de un lado para otro sin llegar nunca a ninguna parte. Las maderas crujían y rechinaban levemente. Cerca de la puerta que daba al retrete, una borrosa prenda colgada de un gancho y, más arriba, la borla del cordón de la azul mariposa bivalva se balanceaban rítmicamente. No era fácil relacionar aquellos titubeantes movimientos de aproximación, aquella encapirotada cautela, con la veloz precipitación de la noche exterior, que yo sabía que estaba deslizándose velozmente a mi lado, listada de centelleos, ilegible.
Conseguía dormirme gracias al simple acto de identificarme con el maquinista. Una sensación de amodorrado bienestar invadía mis venas en cuanto conseguía tenerlo todo bien organizado: los despreocupados pasajeros disfrutando en sus asientos del paseo que yo les daba, fumando, intercambiando sonrisas de complicidad, dando cabezadas, dormitando; los camareros y cocineros y revisores (a los que tenía que situar en algún lugar), de parranda en el vagón restaurante; y yo, tiznado y con los ojos desorbitados, asomándome desde la cabina de la locomotora para mirar las ahusadas vías, o el punto esmeralda o rubí que brillaba a lo lejos en medio de la negrura. Y luego, una vez dormido, veía una cosa completamente distinta: una canica de cristal rodando bajo un gran piano o una locomotora de juguete caída de costado, con las ruedas girando todavía resueltamente.
A veces mi sueño quedaba interrumpido por los cambios de velocidad del tren. Lentas luces acechaban de cerca; cada una investigaba al pasar la misma hendedura, y luego un arco luminoso medía las sombras. Al cabo de un rato el tren se detenía con un prolongado suspiro westinghousesco. Una cosa (las gafas de mi hermano, según se pudo comprobar al día siguiente) cayó de arriba. Resultaba maravillosamente emocionante gatear hasta los pies de la cama, arrastrando parte de las mantas, para soltar con cautela el fiador de la cortinilla, que sólo subía hasta la mitad porque quedaba trabada en el extremo de la litera superior.
Al igual que las lunas que giran en torno a Júpiter, pálidas mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de una solitaria farola. Un periódico desmembrado se agitaba sobre un banco. Procedentes de algún rincón del tren, se oían voces sofocadas, la tranquila tos de alguien. No había nada especialmente interesante en la porción de andén que tenía delante de mí, y sin embargo me sentía incapaz de desprenderme de ella hasta que se alejaba por propia decisión.
A la mañana siguiente, unos sembrados húmedos con deformes sauces alineados a lo largo de una zanja o una lejana hilera de álamos ceñidos por una faja de lechosa neblina, te decían que el tren caía en barrena sobre Bélgica. Llegaba a París a las cuatro de la tarde, e incluso si la estancia allí era solamente de una noche, siempre me quedaba tiempo suficiente para comprar alguna cosa —por ejemplo, una pequeñita Tour Eiffel de latón recubierto por una tosca capa de pintura plateada— antes de subir, al mediodía siguiente, al Sud-Express que, de paso para Madrid, nos depositaba alrededor de las diez de la noche en la estación de Biarritz, La Négresse, a pocos kilómetros de la frontera española.
2
Biarritz todavía conservaba en aquellos tiempos su más pura esencia. Polvorientos matorrales de zarzamora y terrains a vendreinvadidos por las malas hierbas bordeaban el camino que conducía a nuestra villa. El Carlton estaba todavía en obras. Tendrían que transcurrir unos treinta y seis años antes de que el general de brigada Samuel McCroskey se instalara en la suite real del Hotel du Palais, que ocupa el solar de un antiguo palacio en el que, en los años sesenta del siglo pasado, Daniel Home, aquel médium increíblemente ágil, fue, según los rumores, sorprendido cuando estaba golpeando suavemente con su pie descalzo (como si se tratara de la mano de un fantasma) el amable y confiado rostro de la emperatriz Eugénie. En el paseo que hay cerca del casino, una anciana florista con cejas de carbonilla y sonrisa pintarrajeada introducía diestramente el rollizo émbolo de un clavel en el ojal de un interceptado paseante cuya papada izquierda acentuaba sus regios repliegues al bajar la vista lateralmente para observar la tímida inserción de la flor.
Las intensamente coloreadas Quercus Eggarque buscaban su alimento por entre la maleza eran completamente diferentes de las nuestras (que, de todos modos, tampoco crían en los robles), y las Speckled woods (moteadas de los bosques)no rondaban aquí los bosques sino los setos, y no tenían las manchas de color amarillo claro, sino leonado. La cleopatra, una gonepteryxde aspecto tropical y colores limón y anaranjado, que revoloteaba lánguidamente por los jardines, me había asombrado en 1907 y seguía siendo uno de los blancos preferidos de mi cazamariposas.
A lo largo del margen superior de la plage, varias tumbonas y taburetes plegables sostenían a los padres de los niños con sombrero de paja que jugaban en la arena, junto al mar. A mí se me podía ver de rodillas, tratando de prenderle fuego por medio de una lente de aumento a un peine encontrado allí. Los varones lucían pantalones cortos que para las miradas actuales parecería que se hubieran encogido al lavarlos; las damas llevaban, aquella temporada, americanas ligeras con solapas forradas de seda, sombreros de alta copa y anchas alas, densos velos blancos con bordados, blusas con la pechera de volantes, y más volantes en las muñecas y en las sombrillas. La brisa empapaba los labios de sal. A tremenda velocidad, una coliascomún extraviada atravesó como un rayo la palpitante playa.
Por si faltaran movimientos y sonidos, estaban además los que proporcionaban los vendedores ambulantes que anunciaban a gritos sus cacahuetes, almendras garapiñadas, helados de pistacho de un verde celestial, pastillas de cachú, y enormes pedazos convexos de una cosa reseca, arenosa, parecida a una galleta, que llevaban en un bidón rojo. Con una claridad que ninguna superposición posterior ha podido velar, veo a ese vendedor de galletas hundiendo sus pesados pasos en la profunda y harinosa arena con el pesado bidón cargado sobre su encorvada espalda. Cuando le llamaban, se lo descolgaba del hombro dándole un brusco giro a la correa, lo dejaba caer sin miramientos sobre la arena, en donde quedaba inclinado como la Torre de Pisa, se secaba la cara con la manga, y pasaba a manipular un mecanismo a modo de brújula provisto de unos números y situado en la tapa del bidón. La flecha giraba repiqueteando y zumbando. Se suponía que la suerte decidía el tamaño de la galleta que te vendía por un sou. Cuanto mayor era, más lo sentía yo por él.