Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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De nuevo se lo envía a Fóminskoie y de allí a Malo-Yaroslávets, al lugar donde se libra la última batalla contra los franceses y donde se inicia sin duda el descalabro completo del enemigo. Y de nuevo nos describen las glorias de muchos genios y héroes de aquel período de campaña, y poco o nada se dice de Dojtúrov, y lo que se dice es de origen dudoso. Ese silencio sobre su persona prueba mejor que nada sus verdaderas cualidades.
Es evidente que un hombre que ignora el funcionamiento de una máquina piense que la culpable de su parada es la astilla caída casualmente en su engranaje. Un hombre ignorante de su estructura no puede comprender que no es la pequeña astilla la culpable, sino el diminuto mecanismo transmisor que gira silenciosamente y constituye uno de sus elementos más importantes.
El 10 de octubre, el mismo día en que Dojtúrov, después de haber cubierto la mitad del camino que lo separaba de Fóminskoie, se detuvo en la aldea de Arístovo y se preparaba a cumplir exactamente las órdenes recibidas, todo el ejército francés, que había llegado con un movimiento convulso a la posición ocupada por Murat (al parecer, con el fin de presentar batalla), de pronto, sin motivo aparente, giró a la izquierda, hacia el camino nuevo de Kaluga, y desembocó en Fóminskoie, donde hasta entonces sólo estaba Broussier. Dojtúrov tenía a sus órdenes, además de las tropas de Dórojov, los dos pequeños destacamentos de Figner y Seslavin.
El 11 de octubre por la tarde Seslavin se presentó en Arístovo con un soldado de la guardia francesa capturado por ellos. El prisionero contó que las tropas llegadas aquel día a Fóminskoie eran la vanguardia de todo el gran ejército, que también estaba allí Napoleón, que había salido de Moscú cuatro días antes. Aquella misma tarde, un criado, venido de Borovsk, explicó que había visto entrar en la ciudad muchas tropas. Los cosacos del destacamento de Dórojov informaban de que la Guardia francesa marchaba en dirección a Borovsk. De todas esas informaciones resultaba evidente que donde pensaban que había una sola división estaba todo el ejército francés llegado de Moscú en una dirección imprevista, por el camino viejo de Kaluga. Dojtúrov no quería emprender acción alguna, porque en esas condiciones no veía claro cuál era su deber. Le habían ordenado que atacara Fóminskoie. Pero antes se trataba sólo de Broussier, y ahora se hallaba allí todo el ejército francés. Ermólov deseaba obrar a su manera, pero Dojtúrov insistió en la necesidad de recibir nuevas órdenes del Serenísimo. Y decidieron enviar un informe al Estado Mayor.
Escogieron para aquella misión a un oficial inteligente, llamado Boljovitínov, quien, además de entregar un mensaje escrito, tenía el encargo de explicar los hechos de palabra. A medianoche, Boljovitínov recibía la orden verbal y el pliego, y salió, acompañado de un cosaco y con caballos de refresco, en dirección al Estado Mayor.
XVI
Era una noche otoñal oscura y tibia. Llovía desde hacía cuatro días. Tras haber cambiado dos veces de caballos y recorrido a galope treinta kilómetros en hora y media por un camino fangoso, Boljovitínov llegó a Letáshevka a las dos de la mañana. Echó pie a tierra ante la isba sobre cuya valla estaba escrito: “Estado Mayor”. Dejó el caballo al cuidado del cosaco y entró en el zaguán oscuro.
—El general de servicio, de prisa. ¡Es muy, muy urgente!— dijo Boljovitínov a alguien que se levantó resoplando en medio del zaguán oscuro.
—Está enfermo; ya hace tres noches que no duerme— contestó el asistente, procurando interceder por su amo. —Despierte antes al capitán.
—Es muy urgente. De parte del general Dojtúrov— dijo Boljovitínov entrando por la puerta que había encontrado a tientas.
El asistente pasó el primero y despertó a alguien.
—¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Un correo!
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿De quién?— preguntó una voz somnolienta.
—De parte de Dojtúrov y de Alexei Petróvich. Napoleón está en Fóminskoie— dijo Boljovitínov, sin ver en la oscuridad a la persona con quien hablaba, pero suponiendo por la voz que no era Konovnitsin.
El hombre a quien despertaron bostezó y se estiró.
—No querría despertarlo— dijo, buscando a tientas algo. —Está enfermo. Tal vez no sean más que rumores.
—Aquí tiene el parte— repuso Boljovitínov. —Tengo órdenes de entregarlo inmediatamente al general de servicio.
—Espere un poco; voy a encender... ¿Dónde, maldito, habrás metido la vela?— dijo al ordenanza el que se estiraba. Era Scherbinin, el ayudante de campo de Konovnitsin. —Ya la encontré, ya la encontré— añadió.
El asistente golpeaba el pedernal, mientras Scherbinin buscaba la palmatoria.
—¡Qué porquería!— exclamó con asco.
Al resplandor de las chispas, Boljovitínov vio el rostro joven de Scherbinin, que sostenía la vela, y en el rincón de la entrada a un hombre dormido: era Konovnitsin.
Cuando la luz de la yesca se hizo rojiza, Scherbinin encendió la vela (de la palmatoria escaparon algunas cucarachas que la estaban comiendo) y se quedó mirando al mensajero. Boljovitínov estaba cubierto de barro y se limpiaba la cara con la manga.
—¿Quién informa?— preguntó Scherbinin tomando el sobre.
—Son informaciones seguras— contestó Boljovitínov. —Los prisioneros, los cosacos y los exploradores, todos dicen lo mismo.
—Nada podemos hacer, hay que despertarlo— dijo Scherbinin, acercándose al hombre que dormía con su gorro de noche y cubierto con un capote.
—¡Piotr Petróvich!
Konovnitsin no se movió.
—¡Al Estado Mayor!— dijo el capitán sonriendo, seguro de que esas palabras lo despertarían.
Y, en efecto, se alzó momentáneamente una cabeza con gorro de dormir. El bello rostro de Konovnitsin, de rasgos enérgicos, mejillas encendidas de fiebre, conservó durante un instante la placentera impresión del sueño tan alejado de la realidad que vivía; sin embargo, se estremeció y ese rostro recobró su expresión de firmeza y serenidad.
—¿Qué ocurre? ¿De quién es?— preguntó sin apresurarse, parpadeando por la luz.
Escuchó la información del correo, tomó el sobre y lo abrió. En cuanto hubo leído el parte, puso en el suelo de tierra sus pies embutidos en medias de lana y comenzó a calzarse; se quitó el gorro, se alisó las sienes y se puso la gorra.
—¿Tardaste mucho en llegar? Vayamos en seguida a la casa del Serenísimo.
Konovnitsin comprendió al momento que la noticia era muy importante. Y no había tiempo que perder. ¿Era buena o mala la nueva? No se lo preguntaba ni se paró a pensarlo. No le interesaba. No consideraba con la inteligencia ni el raciocinio todo cuanto tenía relación con la guerra, sino de otro modo. Tenía la convicción profunda —nunca expresada— de que todo acabaría bien, pero no debía creerlo ni mucho menos hablar de ello; lo único necesario era cumplir el cometido. Y lo cumplía poniendo en ello todas sus fuerzas.
Piotr Petróvich Konovnitsin, colocado únicamente por guardar las apariencias entre los llamados héroes de 1812 los Barclay, Raievski, Ermólov, Plátov y Milorádovich, gozaba, al igual que Dojtúrov, de la reputación de un hombre de capacidad y saber muy limitados. Como Dojtúrov, no se detenía en hacer planes de batalla, pero se encontraba siempre allí donde la situación era más crítica. Desde que tenía el cargo de general de servicio, dormía siempre con la puerta abierta y había dado orden de que lo despertaran cuando llegara algún correo o emisario. Durante las batallas se ponía siempre al alcance de las balas enemigas, cosa que le reprochaba Kutúzov, que temía alejarlo de sí. Lo mismo que Dojtúrov, Konovnitsin era uno de esos imperceptibles engranajes que, sin alboroto ni ruido, constituyen los elementos esenciales de la máquina.
Al salir de la isba, en la noche húmeda y oscura, Konovnitsin frunció el ceño, debido, por una parte, al dolor de cabeza, cada vez más intenso, y por otra a la desagradable idea del revuelo que aquella noticia iba a provocar en el nido del Estado Mayor; pensó especialmente en Bennigsen, que, desde Tarútino, estaba a matar con Kutúzov. Se imaginó la interminable serie de sugerencias, discusiones, órdenes y contraórdenes que suscitaría la noticia. Y tal presentimiento le resultaba penoso, aunque lo consideraba inevitable.