Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
"¿No será mejor con un hacha?... Lo han aplastado... Es un traidor, ha vendido a Cristo... Está vivo aún... ¡Qué sufra el tormento, se lo merece!... ¿Vive todavía?"
Sólo cuando la víctima dejó de defenderse y sus gritos cesaron para dar paso a un estertor ronco y prolongado, la muchedumbre se separó apresuradamente del cadáver manchado de sangre. Se acercaban, contemplaban lo que habían hecho y se retiraban horrorizados, conmovidos y pesarosos.
—Oh, Dios mío, la gente es cruel, parecen bestias... Era tan joven... debía de ser comerciante... ¡Oh, la gente, la gente!
Otros decían:
—Aseguran que él no era el culpable... Dios mío... Han pisoteado a otro... está medio muerto... ¡Oh, cómo es la gente!... no tienen miedo a pecar.
Así decían los mismos que lo habían hecho, mientras miraban con expresión de piedad y dolor aquel cuerpo muerto, aquella cara manchada de sangre y de polvo, con el fino y largo cuello desgarrado.
Un funcionario de la policía se preocupó de ordenar a los dragones que retiraran el cadáver del patio de Su Excelencia y lo arrojaran a la calle. Dos dragones lo cogieron por las piernas destrozadas y sacaron el cuerpo. La cabeza sanguinolenta, a medio rasurar, manchada de tierra, era arrastrada por el suelo. La gente se apartó del cadáver.
Mientras Vereschaguin caía y el populacho se apretujaba en derredor con gritos salvajes, Rastopchin, pálido y confuso, sin saber adonde iba ni para qué, siguió por el pasillo que lo llevaba a las estancias del piso bajo. El rostro del conde estaba blanco y no podía evitar un estremecimiento febril de la mandíbula inferior.
—¡Excelencia, por aquí...! ¿Adonde va? Por aquí, tenga la bondad...— dijo a sus espaldas una voz estremecida y asustada.
El conde Rastopchin, sin fuerzas para contestar, se volvió dócilmente hacia donde le indicaban. El coche estaba junto a la puerta trasera. El ruido lejano de la muchedumbre llegaba hasta allí. El conde se acomodó con rapidez en el carruaje y ordenó que lo llevaran a su villa de Sokólniki. En la calle Miásnitskaia, al dejar de oír los gritos, comenzó a dolerse de lo hecho. Recordaba ahora con disgusto la emoción y el temor que había dejado traslucir en presencia de sus subordinados. “La populace est terrible, elle est hideuse”, pensaba en francés. “Ils sont comme les loups qu'on ne peut apaiser qu'avec de la chair!” 480
“Conde, sólo Dios está sobre nosotros... —recordó las palabras de Vereschaguin y un desagradable escalofrío le corrió por la espalda. Pero esa impresión duró poco. El conde se rió de sí mismo con desprecio—. J'avais d'autres devoirs. Il fallait apaiser le peuple. Bien d'autres victimes ont péri et périssent pour le bien public 481—se dijo. Y comenzó a pensar en sus deberes familiares, en los que tenía para con la capital (confiada a él) y para consigo mismo, no como Fédor Vasílievich Rastopchin (puesto que pensaba que Fédor Vasílievich Rastopchin se sacrificaba por le bien public), sino como general gobernador, representante del poder y delegado del Zar—. Si yo fuese simplemente Fédor Vasílievich, ma ligne de conduite aurait été tout autrement tracée; 482pero yo debía conservar la vida y la dignidad como gobernador general.”
Mecido levemente por los blandos muelles del carruaje y alejados definitivamente los terribles gritos de la muchedumbre, Rastopchin recobró la serenidad y, como suele ocurrir, con la tranquilidad física su mente le sugirió las razones que habían de traerle la calma espiritual. No era nueva la idea que lo apaciguaba: desde que el mundo es mundo, los hombres se matan unos a otros. Jamás ha dejado de consolarse con semejante idea el hombre que ha cometido un delito contra su semejante. Esa idea es le bien public, el bien público.
Ese bien permanece siempre desconocido; pero el hombre que, dominado por la pasión, comete un delito sabe perfectamente en qué consiste. Y Rastopchin ahora lo sabía.
En sus reflexiones no se reprochaba el acto cometido; antes bien, hallaba en él motivo de satisfacción, por haber sabido aprovechar también lo sucedido à propos: para castigar a un delincuente y, al mismo tiempo, tranquilizar a la plebe.
“Vereschaguin había sido juzgado y condenado a muerte —pensaba (aunque el Senado lo hubiese condenado solamente a trabajos forzados)—. Era un traidor y no podía dejar su delito impune; además, je faisais d’une pierre deux coups; 483para calmar al pueblo les entregué una víctima y, al mismo tiempo, castigué a un malhechor.”
Llegado a su villa, y con la preocupación de sus asuntos familiares, el conde acabó por tranquilizarse.
Media hora después atravesaba con rápidos caballos los campos de Sokólniki, sin acordarse más de lo ocurrido y pensando únicamente en lo que había de suceder. Se dirigía ahora al puente de Yauza, donde, según le dijeron, se encontraba Kutúzov. Preparaba en su mente los reproches violentos y mordaces que haría a Kutúzov por su engaño; haría ver a aquel viejo zorro cortesano que la responsabilidad por todas las calamidades derivadas del abandono de la capital y de la misma pérdida de Rusia —así lo pensaba Rastopchin— caería sólo sobre aquella cabeza senil de mente trastornada. Pensando de antemano en lo que iba a decir, Rastopchin se revolvía furioso en su coche y miraba con enfado a su alrededor.
El campo de Sokólniki estaba desierto; únicamente al final, cerca del asilo y el manicomio, se veían grupos de hombres vestidos de blanco y otros, con la misma vestimenta, que caminaban por el campo gritando y en solitario agitando los brazos.
Uno de ellos corrió de través hacia el coche de Rastopchin. El conde, el cochero y los dragones miraban con un vago sentimiento de horror y curiosidad a aquellos locos sueltos y sobre todo al que se les acercaba. El loco, con su vestimenta flotando al aire, se tambaleaba sobre las piernas flacas, corría sin apartar los ojos de Rastopchin gritando algo con voz ronca y hacía señas para que se detuviera. El rostro sombrío y solemne del demente, enmarcado por los mechones irregulares de su barba, era muy delgado y amarillento. Las negras pupilas se movían inquietas en las córneas de sus ojos de color amarillo azafranado.
—¡Alto! ¡Detente! ¡A ti te lo digo!— gritó con voz estridente, y añadió algo más atragantándose y con grandes gestos y voz imperativa.
Alcanzó el carruaje y lo siguió un rato.
—Me han matado tres veces. Tres veces resucité entre los muertos. Me lapidaron... me crucificaron..., pero resucitaré... resucitaré... resucitaré... Martirizaron mi cuerpo. El reino de Dios desaparecerá... Lo destruiré tres veces y tres veces lo levantaré— gritaba elevando cada vez más la voz.
El conde Rastopchin palideció de pronto, lo mismo que había palidecido cuando la muchedumbre se arrojó sobre Vereschaguin; apartó el rostro.
—¡De prisa, más de prisa!— gritó al cochero con voz temblorosa.
El coche se lanzó a todo galope, pero durante largo tiempo oyó el conde a sus espaldas los gritos desesperados del loco, que se alejaban, y tuvo ante sus ojos el rostro sanguinolento, asustado y sorprendido, del joven traidor del chaquetón de piel.
Aunque se trataba de un recuerdo tan reciente, Rastopchin se daba cuenta de que había penetrado en lo más profundo de su corazón. Sentía claramente que la huella sangrienta de ese recuerdo no cicatrizaría nunca, que duraría toda su vida y que cuanto más viviera, más dolorosamente se adentraría en su alma. Oía ahora el sonido de sus propias palabras: “¡Matadlo! ¡Respondéis de él con vuestras cabezas!”.
“¿Por qué dije eso?— se preguntó. —Lo dije sin querer... pude no haberlo dicho, y entonces no habría sucedido nada. ”
Volvía a ver el rostro asustado y enfurecido del dragón que golpeó al joven; y la tímida mirada de mudo reproche que el joven le había dirigido. “Pero no lo hice por mí. Tenía que obrar así. La plebe, le traître... le bien public”, pensaba.