Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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¿En qué se basaba, pues, el temor del conde Rastopchin respecto a la tranquilidad de los moscovitas en 1812? ¿Qué le hacía suponer que la ciudad tendía a sublevarse? Los habitantes se iban; las tropas, en plena retirada, llenaban las calles. ¿Por qué iba a rebelarse el pueblo?
No sólo en Moscú, sino en toda Rusia, la entrada del enemigo no había provocado nada que se pareciera a una revuelta. Los días 1 y 2 de septiembre quedaban en Moscú más de diez mil habitantes y, excepto la aglomeración en el patio de la casa del general gobernador (aglomeración provocada por él mismo), no se produjo nada. Menos aún se habría podido temer un motín popular si después de la batalla de Borodinó, cuando el abandono de Moscú parecía inminente o al menos probable, en vez de soliviantar al pueblo con la distribución de armas y pasquines, el gobernador hubiera tomado medidas oportunas para hacer evacuar los objetos sagrados de las iglesias, las municiones y el dinero, y hubiese anunciado abiertamente al pueblo que la ciudad iba a ser abandonada.
Rastopchin, hombre exaltado y sanguíneo, que siempre había vivido en las altas esferas de la administración, a pesar de sus sentimientos patrióticos no conocía en absoluto al pueblo que creía gobernar. Desde la entrada del enemigo en Smolensk, Rastopchin creyó ser el rector de los sentimientos populares, ser el corazón de Rusia. No sólo le parecía (como ocurre a todo jefe de administración) que gobernaba los actos externos de los habitantes de Moscú, sino que orientaba también sus estados de ánimo por medio de sus proclamas y pasquines, escritos en aquel lenguaje artificioso que el pueblo desprecia en su medio y no entiende cuando procede de las altas esferas. Ese hermoso papel de dirigente de los sentimientos populares agradaba tanto a Rastopchin, se había identificado tanto con él, que la necesidad de abandonarlo y entregar la ciudad sin hecho heroico alguno lo cogía de sorpresa; perdió de pronto el terreno en que se asentaba y quedó sin saber qué hacer. Aunque sabía que Moscú iba a ser abandonado al enemigo, hasta el último instante creyó profundamente que ese hecho no se produciría y no se preparó para los acontecimientos inevitables.
Los habitantes salían de la capital en contra de los deseos de Rastopchin; las oficinas fueron evacuadas, por insistencia de los funcionarios, a cuyas peticiones cedió el conde de muy mala gana; por su parte, el general gobernador no se preocupó más que del papel que él mismo se había atribuido. Como es frecuente en personas dotadas de exaltada imaginación, sabía desde mucho antes que Moscú iba a ser entregado, pero llegó a tal conclusión tan sólo en virtud del razonamiento; en el fondo de su alma no lo creía y su imaginación era incapaz de llevarlo a la nueva situación.
Toda su enérgica actuación (hasta qué punto fue útil y se reflejaba en el pueblo es otra cuestión) estaba encauzada a suscitar en la población el sentimiento que él mismo experimentaba: el odio patriótico a los franceses y la confianza en sí mismo.
Pero cuando los acontecimientos alcanzaron proporciones verdaderamente históricas, cuando las palabras resultaron insuficientes para expresar tan sólo el odio a los franceses, cuando este aborrecimiento no podía manifestarse ni siquiera en el campo de batalla, cuando la confianza en sí mismo se hizo inútil con relación a Moscú únicamente, cuando toda la población, como un solo hombre, abandonó sus bienes y huyó de la ciudad, mostrando con ese acto negativo toda la fuerza de sus propios sentimientos nacionales, el papel escogido por Rastopchin se vio falto de sentido. Y el general gobernador se sintió muy solo, débil y ridículo, sin terreno firme bajo sus pies.
Al recibir, tan pronto como despertó, la fría e imperiosa nota de Kutúzov, Rastopchin se sintió tanto más irritado cuanto más culpable se reconocía. En Moscú quedaba todo aquello que se le había encargado evacuar: todos los bienes públicos, que debería haber sacado de la ciudad. Y sacarlo todo ahora era imposible.
"¿Quién tiene la culpa de que hayamos llegado a esta situación? Yo no, desde luego. Por mí, todo estaba preparado. ¡He mantenido Moscú en un puño! ¡Y he aquí adonde nos han llevado! ¡Miserables! ¡Traidores!", pensaba sin llegar a definir bien quiénes eran los miserables y traidores, pero sintiendo la necesidad de odiar a esos ignorados culpables de la situación falsa y ridícula en que se hallaba.
Toda aquella noche la pasó el conde Rastopchin dando órdenes. Venían a recibirlas desde todos los puntos de Moscú. Los que lo rodeaban no lo habían visto nunca tan sombrío e irritado.
"Excelencia, han venido del Departamento del Patrimonio... en nombre del director, a recibir órdenes... Vienen del Consistorio, de la Universidad, de los tribunales, del asilo... El vicario... pregunta... ¿Qué órdenes hay que dar a los bomberos?... También pregunta el director de la cárcel... y del manicomio..."
Y así durante toda la noche. A todas esas preguntas contestaba con frases breves e irritadas, que mostraban la inutilidad de aquellas órdenes y que toda su obra, preparada con tanto cuidado, se había venido abajo por culpa de alguien; ese alguien era el que cargaría con toda la responsabilidad de cuanto iba a suceder ahora.
—Di a ese imbécil— respondió a la pregunta del Departamento del Patrimonio— que se quede él guardando sus documentos. ¿Qué tonterías preguntas sobre los bomberos? Tienen caballos, pues que se vayan a Vladimir. No los vamos a dejar a los franceses...
—Excelencia, está aquí el director del manicomio. ¿Qué le ordena?
—¿Qué le ordeno? ¡Que se vayan todos! Que suelte a los locos en la ciudad... ¡Si nuestro ejército lo mandan locos, es señal de que Dios lo ha dispuesto!
Cuando le preguntaron qué había que hacer con los presos encadenados, el conde respondió airado al director de la cárcel:
—¿Qué quiere usted? ¿Que le dé dos batallones de escolta, que no tengo? ¡Póngalos en libertad, y se acabó!
—Excelencia, hay delincuentes políticos: Meshkov, Vereschaguin...
—¿Vereschaguin? ¿Todavía no lo han ahorcado?— gritó Rastopchin. —¡Tráigamelo!
XXV
Hacia las nueve de la mañana, cuando las tropas atravesaban la ciudad, nadie acudía a pedir órdenes al conde. Quien podía marcharse se iba de Moscú; los que se quedaban decidían por sí mismos lo que debían hacer.
El conde ordenó enganchar el coche para ir a Sokólniki. Seguía en su despacho con el ceño fruncido, cruzados los brazos, pálido y silencioso.
En días de paz, todo administrador cree que sólo gracias a sus desvelos viven sus administrados y halla en esa creencia de sentirse indispensable la mejor recompensa a sus esfuerzos y trabajos. Mientras se mantiene sereno el mar de la historia, el gobernante, en su mísera barca, cree que es él quien hace avanzar la nave del pueblo en que apoya la pértiga. Pero si se levanta un huracán, si se agitan las olas, la nave comienza a moverse y el error se hace inevitable. El barco avanza con su marcha propia, independiente, la pértiga ya no lo alcanza, y el dirigente, antes dueño y manantial de toda fuerza, se convierte en un ser inútil, insignificante y débil.
Rastopchin se daba cuenta de ello y eso lo irritaba.
El jefe de policía, que había sido detenido por la muchedumbre, entró a ver al conde cuando un ayudante pasaba a decirle que los caballos estaban enganchados y el coche dispuesto. Ambos estaban pálidos. El jefe de policía, en su informe sobre la situación, comunicó al conde que en el patio había una enorme muchedumbre que deseaba verlo.
Rastopchin se levantó sin decir una palabra y, con pasos rápidos, entró en un salón lujoso y lleno de luz. Se acercó al balcón, quiso abrirlo, pero lo pensó mejor y se dirigió a una ventana desde la que veía mejor a la multitud. El mozo alto sobresalía en una de las primeras filas; decía algo con rostro serio y movía mucho los brazos. El herrero de la cara ensangrentada lo acompañaba con aire sombrío. A través de las ventanas cerradas llegaba el rumor de las voces.