Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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La princesa lo miró asustada, esforzándose por adivinar sus deseos. Cuando ella cambió de posición, de manera que el ojo izquierdo del príncipe veía su rostro, el enfermo pareció calmarse y durante algunos segundos no separó de ella su mirada. Luego se movieron sus labios y lengua, se oyeron unos sonidos; comenzó a hablar tímidamente, mirándola con ojos suplicantes, temiendo, evidentemente, que no lo comprendiese.
La princesa María lo miraba concentrando su atención. El cómico esfuerzo que el enfermo hacía para mover la lengua la obligó a bajar los ojos y reprimir a duras penas los sollozos que atenazaban su garganta. El viejo dijo algo y repitió varias veces las mismas palabras. La princesa no podía entender, aunque se esforzaba por lograrlo; repetía, como preguntándole, las palabras que él decía.
—A... A... du... du...— repetía.
El médico creyó haber entendido y, repitiendo sus palabras, preguntó: "¿La princesa está asustada?” Pero el enfermo sacudió negativamente la cabeza y dijo lo mismo.
—El alma... le duele el alma— intuyó y dijo la princesa.
Afirmó el príncipe con un gemido, tomó la mano de su hija y comenzó a apretarla contra diversos puntos de su pecho, como si buscara un sitio determinado.
—¡Todos los pensamientos! Pienso... en ti...— murmuró después, de una manera mucho más clara e inteligible, cuando estuvo convencido de que se le entendía.
La princesa apoyó la cabeza en la mano de su padre para ocultar sus lágrimas y sollozos. La mano del padre se deslizó por sus cabellos.
—Te estuve llamando toda la noche...— murmuró.
—Si lo hubiese sabido...— dijo ella a través de sus lágrimas. —No me atreví a entrar.
El anciano apretó su mano.
—¿No has dormido?
—No, no he dormido— dijo ella moviendo negativamente la cabeza.
Adaptándose al padre, trataba, sin darse ella misma cuenta, de hablar como él, sobre todo por señas, fingiendo mover la lengua con gran fatiga.
—Alma mía... querida...— la princesa no logró comprender; pero por la expresión de sus ojos sabía que eran palabras tiernas, cariñosas, como nunca se las había dicho. —¿Por qué no has venido?
"¡Y yo deseaba su muerte!”, pensó la princesa María. El anciano guardó silencio. Después susurró:
—Gracias, hija mía... amiga mía... por todo... por... todo... perdón... gracias... perdón... gracias.
Y las lágrimas brotaban de sus ojos.
—Llamad a Andriushka— exclamó de pronto.
Y su rostro adquirió una expresión tímida, infantil, desconfiada. Parecía saber que aquella petición carecía de sentido: eso al menos se imaginó la princesa.
—He recibido una carta de él— dijo María.
El anciano la miró tímidamente, como asombrado.
—¿Dónde está?
—Está en el ejército, padre. En Smolensk.
El príncipe guardó silencio durante largo rato, con los ojos cerrados. Después, como respuesta a sus propias dudas y para confirmar que ahora lo había entendido todo y se acordaba bien de las cosas, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.
—Sí— dijo clara y lentamente. —Rusia está perdida. ¡Ellos la han perdido!
Sollozó de nuevo y las lágrimas rodaron por sus mejillas. La princesa María, sin poder dominarse más, lloró también mirando su cara.
El anciano cerró los ojos y sus sollozos cesaron; señaló con la mano sus ojos, y Tijón, que lo comprendió, se acercó para enjugárselos.
Después volvió a abrirlos, dijo algo que nadie pudo comprender durante largo rato y que por fin entendió Tijón, que se lo comunicó a la princesa. Ella buscaba un sentido a sus palabras, semejantes a las que había dicho antes: tan pronto creía que su padre hablaba de Rusia, del príncipe Andréi, de ella, del nieto o de la muerte. Por eso no conseguía adivinar lo que él estaba diciendo.
—Ponte el vestido blanco, me gusta mucho— decía él.
Al comprenderlo, la princesa sollozó con mayor fuerza y el médico, tomándola del brazo, la condujo a la habitación que daba sobre la terraza, rogándole que se calmara y se ocupara de los preparativos para la salida. Después de que la princesa María salió, el príncipe habló de su hijo, de la guerra y del Emperador; arqueó colérico las cejas, levantó la ronca voz y sufrió su segundo y último ataque.
La princesa María se detuvo en la terraza; el día se había despejado, estaba hermoso, lleno de sol y calor. Pero ella no podía comprender, ni sentir, ni pensar en nada que no fuera su apasionado amor hacia su padre; un amor que le parecía hasta entonces ignorado. Salió al jardín y, sin dominar el llanto, corrió hacia el estanque, siguiendo los senderos de los jóvenes tilos plantados por el príncipe Andréi.
—¡Yo... yo... deseaba su muerte! ¡Sí... yo! ¡He deseado que todo acabara pronto!... Quería quedarme tranquila. ¿Qué va a ser de mí? ¿De qué me servirá la tranquilidad cuando él no exista?— murmuraba la princesa, sin preocuparse de que pudieran oírla mientras caminaba rápidamente por el jardín, oprimiéndose con las manos el pecho, que estallaba en sollozos convulsivos.
Después de dar una vuelta, y ya cerca de la casa, se encontró con mademoiselle Bourienne (que no quería irse de Boguchárovo) y un desconocido que acudían a su encuentro. Era el mariscal de la nobleza del distrito, que venía a ver a la princesa para persuadirla de la necesidad de una rápida partida.
La princesa María escuchó sin comprender. Lo hizo entrar en la sala, lo invitó a comer y después, excusándose ante él, se acercó a la puerta del viejo príncipe. En aquel instante apareció el médico, con el rostro muy inquieto, cerrándole el paso.
—Váyase, princesa, váyase.
La princesa María volvió al jardín, junto al estanque, y en un lugar donde nadie podía verla se sentó sobre la hierba. No sabía cuánto tiempo había permanecido allí. Los pasos de una mujer que corría por el sendero la hicieron volver en sí. Se levantó y vio a Duniasha, su doncella, que corría hacia ella. De pronto, como asustada por la presencia de su señorita, se detuvo.
—Por favor, princesa... el príncipe...— dijo Duniasha con la voz alterada.
—Voy, voy en seguida— contestó rápidamente la princesa, sin dejar tiempo a que la doncella terminara de hablar.
Y tratando de no mirar a Duniasha, corrió hacia la casa.
—La voluntad de Dios se ha cumplido, princesa, debe usted estar preparada para todo— le dijo el mariscal de la nobleza, que había salido a esperarla a la puerta.
—¡Déjeme! ¡No es verdad!— gritó con voz iracunda.
El médico quiso detenerla, pero ella lo empujó y corrió hacia la puerta. "¿Por qué me detienen esos hombres con el rostro asustado? ¡No necesito a nadie! ¿Qué hacen aquí?
Abrió la puerta; la turbó la clara luz del día en aquella habitación antes casi oscura. Había algunas mujeres y su niñera. Todas se separaron del lecho, dejándole paso. El yacía en el mismo sitio, pero el gesto severo de su rostro sereno detuvo a la princesa María en el umbral de la habitación.
"No, no ha muerto... ¡Es imposible!”, pensó acercándose a él; y, superando el horror que la asaltaba, apoyó sus labios en su mejilla. Pero se apartó inmediatamente: en un instante desapareció toda aquella ternura hacia él para dejar paso a un sentimiento de pavor por lo que tenía delante. "¡Ya no existe! ¡Ya no existe! ¡Y aquí, en el mismo sitio donde él estaba, hay algo extraño, algo hostil, un misterio terrible y espantoso que me repele!” La princesa María ocultó el rostro entre las manos y cayó en los brazos del médico, que la sostuvo.
En presencia de Tijón y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo y sujetaron la cabeza con un pañuelo, para que la boca no quedara abierta; con otro pañuelo ataron las piernas, que tendían a separarse, y después vistieron el cadáver con el uniforme y las condecoraciones y colocaron su pequeño y descarnado cuerpo encima de la mesa. Dios sabe quién se preocupó de todo aquello, que parecía hacerse por sí mismo. Al llegar la noche, los cirios ardían en torno al féretro, cubierto con un paño fúnebre; en el suelo habían echado ramas de enebro y puesto bajo la cabeza del muerto una oración impresa; en un ángulo de la habitación, un pope sentado leía los salmos.