Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Al día siguiente, después de la marcha de Nikóleñka, el viejo príncipe, muy de mañana, vistió su uniforme de gala y se dispuso a visitar al general en jefe. El coche ya estaba esperándolo. La princesa María lo vio salir con todas sus condecoraciones, para pasar revista a la servidumbre y a los campesinos armados. La princesa, sentada junto a la ventana, escuchaba la voz de su padre, que sonaba en el jardín. De pronto, varias personas corrieron por la avenida con el rostro asustado.
La princesa María corrió hacia el porche, el sendero de llores y la avenida. Un numeroso grupo de milicianos y criados venían a su encuentro mientras en el centro de aquel tropel algunos hombres arrastraban, sujetándolo bajo los brazos, a un viejito pequeño con su uniforme y sus condecoraciones. La princesa María corrió hacia él. En el vacilante juego de los pequeños círculos de luz que pasaban a través de las hojas de los tilos no pudo advertir el cambio que se había operado en el rostro de su padre. Sólo vio una cosa: que la habitual expresión severa y enérgica de aquel rostro había cedido paso a una profunda timidez y docilidad. Al ver a su hija, el príncipe movió los exangües labios y emitió un ronquido. Era imposible comprender lo que decía. Entre varios hombres lo llevaron hasta su despacho y lo tendieron en aquel diván que tanto detestaba en los últimos tiempos.
El médico, llamado con urgencia, le hizo aquella misma noche una sangría y manifestó que el príncipe estaba paralizado del lado derecho.
Se hacía cada vez más peligrosa la estancia en Lisie-Gori, y al día siguiente condujeron al enfermo a Boguchárovo. El médico fue con ellos.
Cuando llegaron a Boguchárovo, Dessalles y el pequeño príncipe habían partido ya para Moscú.
El viejo Bolkonski, paralizado, ni mejor ni peor que en Lisie-Gori, permaneció en Boguchárovo durante tres semanas en aquella nueva casa que hizo construir el príncipe Andréi; yacía sin conocimiento como un cadáver mutilado. Murmuraba de continuo algo ininteligible moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía lo que sucedía a su alrededor. De una sola cosa había certeza: que sufría y deseaba decir algo, pero nadie podía entender lo que intentaba decir. ¿Se trataba de un capricho del viejo príncipe enfermo y casi inconsciente, quería decir algo sobre la situación general o referirse a circunstancias familiares?
El médico aseguraba que aquella inquietud no significaba nada y que la causa era meramente física; pero la princesa María pensaba (y el hecho de que su presencia intensificara siempre su inquietud lo confirmaba) que su padre quería decirle algo. Era evidente que sufría física y moralmente.
No había esperanza de curación, ni era posible pensaren trasladarlo. ¿Qué ocurriría si muriera en el camino? "Sería mejor terminar, terminar del todo”, pensaba a veces la princesa María. Día y noche permanecía a su lado, sin dormir apenas, y era terrible reconocer que lo observaba con frecuencia no con la esperanza de ver señales de mejoría, sino con el deseode encontrar algún indicio del próximo fin.
Y por extraño que le resultara admitir tal sentimiento, la verdad era que existía. Pero lo que aumentaba su horror era el hecho de que desde la enfermedad de su padre (y desde antes, desde que por una esperanza inconcreta y, en espera de algo, permaneció con él) parecían haber despertado en su alma todos los dormidos deseos y esperanzas personales. Pensamientos que desde hacía años no habían acudido a su mente: la vida libre sin el temor de su padre y hasta el amor y la posibilidad de una felicidad personal invadían constantemente su mente, como una tentación diabólica. Pese a todos sus esfuerzos por apartar esas ideas constantes, no dejaba de pensar en cómo organizar su vida después de eso. La princesa María no ignoraba que eran tentaciones del diablo. Sabía que su única arma era la oración, y procuraba rezar. Se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las plegarias, miraba las imágenes, pero no podía rezar. Sentía que ahora estaba en aquel otro mundo: el mundo de la vida, de la actividad difícil y libre, absolutamente opuesto al mundo moral en que hasta entonces había estado encerrada y en el cual el mejor consuelo era la oración. No podía llorar ni rezar, y las preocupaciones de la vida cotidiana la acompañaban por doquier.
Quedarse en Boguchárovo comenzaba a ser peligroso. Por todas partes se decía que los franceses avanzaban; en una aldea, a quince kilómetros, los merodeadores franceses habían devastado una hacienda.
El médico insistía en la necesidad de llevar más lejos al enfermo; el mariscal de la nobleza envió a un funcionario para suplicar a la princesa que salieran lo antes posible. También el inspector de policía, llegado a Boguchárovo, insistió en lo mismo diciendo que los franceses estaban a cuarenta kilómetros, que las proclamas francesas circulaban ya por las aldeas y que si la princesa no salía con su padre antes del 15 no respondía de nada.
La princesa decidió salir el 15. El cuidado de los preparativos y las órdenes que debía dar —todos se dirigían a ella— la absorbieron durante el día entero.
La noche del 14 al 15, como de costumbre, permaneció sin desnudarse en la habitación contigua a la del príncipe. Se despertó varias veces y escuchó la penosa respiración de su padre, su farfullar, los crujidos del lecho, los pasos de Tijón y del doctor, que cambiaban de postura al enfermo. En varias ocasiones se acercó a la puerta para escuchar; le pareció que el príncipe balbuceaba algo en voz más alta y se movía más de lo acostumbrado. No podía conciliar el sueño: una y otra vez se acercaba a la puerta, deseosa de entrar pero sin decidirse a dar ese paso. Aunque el anciano no hablase, la princesa María adivinaba, intuía, cuán desagradable le eran todas las expresiones de temor por él. Notaba con qué disgusto procuraba evitar las largas miradas que la hija fijaba en su rostro. Sabía también que su aparición de noche, en momentos no habituales, lo irritaría.
Nunca le había parecido tan doloroso y terrible perderlo. Recordaba toda su vida con él, cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, y en todos ellos volvía a sentir su amor de padre. De vez en cuando se mezclaban a esos recuerdos tentaciones diabólicas, pensaba en cómo sería su vida libre y nueva después de su muerte. Horrorizada, rechazaba esos pensamientos. Al amanecer su padre se calmó y la princesa pudo dormir.
Despertó tarde. La lucidez mental que suele manifestarse al despertar le mostró claramente lo que más la preocupaba de la enfermedad de su padre. Se levantó; prestó oído a lo que sucedía detrás de la puerta y, al oír un gemido, se dijo con un suspiro que seguía igual.
—Pero ¿qué puede pasar? ¿Qué es lo que yo quiero? ¡Quiero su muerte!— exclamó asqueada de sí misma.
Se vistió y lavó; hizo sus oraciones y salió al porche. Los coches estaban preparados, aunque sin caballos todavía, y colocaban en ellos el equipaje.
Era una mañana gris y cálida. La princesa María se detuvo en el porche, horrorizada por su vileza moral y tratando de ordenar sus pensamientos antes de entrar donde estaba su padre.
El médico bajó las escaleras y se acercó a ella.
—Hoy está mejor— dijo. —Venía a buscarla; se puede entender algo de lo que dice y su cabeza parece más lúcida. Vamos, la llama.
Al oír aquella noticia el corazón de la princesa María comenzó a latir con tanta fuerza que su rostro palideció y hubo de apoyarse en la puerta para no caer. Verlo hablarle, comparecer ante él cuando su alma estaba llena de horribles tentaciones culpables, era para la princesa María un tormento pavoroso y grato al mismo tiempo.
—Vamos— repitió el médico.
La princesa entró en la habitación y se acercó al lecho de su padre. El enfermo yacía de espaldas con la cabeza muy alta; sus manos, pequeñas y huesudas, surcadas de venas azules, reposaban sobre el embozo; el ojo izquierdo miraba fijo; el derecho permanecía ladeado, inmóviles las cejas y los labios. Todo él, pequeño y delgado, inspiraba piedad. Su rostro daba la impresión de estar disecado o de tener diluidos los rasgos. La princesa María se acercó y le besó la mano. La izquierda del príncipe estrechó tan fuertemente la suya que ella comprendió que la había esperado desde hacía mucho tiempo. El anciano agitó la mano y se le movieron con enfado cejas y labios.