Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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La comida estaba a punto de acabar; el Zar se levantó de la mesa, terminando de comer un bizcocho, y se acercó al balcón.
—¡Padrecito! ¡Ángel nuestro! ¡Padre! ¡Hurra!...— gritaron todos, y Petia con ellos.
Y de nuevo las mujeres y los hombres de espíritu más débil (Petia entre ellos) lloraban de felicidad. Un buen resto de bizcocho, que el Emperador tenía en la mano, se desprendió, cayó en la barandilla y de allí al suelo. Un cochero que estaba cerca se lanzó sobre el pedazo de bizcocho y se apoderó de él. De la muchedumbre varias personas corrieron hacia el cochero; al advertirlo, el Emperador hizo traer una bandeja llena de bizcochos y comenzó a tirarlos a la calle. Los ojos de Petia se inyectaron en sangre; el peligro de ser aplastado lo exacerbó aún más y se lanzó sobre los bizcochos del Zar dispuesto a no retroceder por nada del mundo. No sabía para qué, pero le parecía imprescindible conseguir un bizcocho tocado por las manos del Zar. Se precipitó y al hacerlo derribó a una viejecita que iba a coger un bizcocho. La viejecita no se dio por vencida, y aun tendida en el suelo, se esforzaba por alcanzarlo, pero Petia apartó la mano de la viejecita con una rodilla, agarró el bizcocho y, como si temiese llegar tarde, vitoreó de nuevo al Emperador, ya con voz ronca.
Cuando el Soberano se retiró, la gente comenzó a dispersarse. Todos comentaban alegremente desde diversas partes:
—Ya decía yo que había que esperar... ¿Lo veis? Así ha sido...
Por muy feliz que se sentía Petia, al regresar a su casa, le daba pena pensar que aquel día maravilloso se había terminado. Desde el Kremlin se encaminó a casa de su compañero Obolenski, que tenía quince años de edad y también quería ingresar en el ejército. Una vez con los suyos, manifestó con firmeza y decisión que se escaparía si no lo dejaban ir a la guerra. Al día siguiente, aunque no convencido por completo, el conde Iliá Andréievich fue a informarse de cómo podría colocar a Petia en un sitio de poco peligro.
XXII
Tres días después, el 15 por la mañana, gran cantidad de carruajes se agolpaba delante del palacio Slobodski.
Los salones estaban llenos. En el primero se encontraban los nobles, de uniforme; en el segundo, los mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules.
En la sala de los nobles reinaba gran bullicio y movimiento. Los dignatarios más importantes estaban sentados ante una mesa, bajo el retrato del Emperador, en sillas de alto respaldo. La mayor parte de los reunidos paseaban por la sala.
Todos aquellos hombres, a quienes Pierre veía cada día en el Club o en sus casas, vestían uniformes, unos del tiempo de Catalina la Grande, otros de Pablo I o Alejandro I y los más el uniforme corriente de la nobleza. La similitud confería algo extraño y fantástico a las fisonomías viejas y jóvenes, tan conocidas como diversas. Los más sorprendentes eran los ancianos, cegatos, desdentados, calvos, gruesos y pesados o delgados, pálidos y llenos de arrugas. Estos últimos, en su mayor parte, permanecían sentados y silenciosos; si alguno de ellos paseaba o mantenía una conversación, procuraba reunirse con gente de menos edad. Como en los rostros de la gente que Petia había visto en la plaza, todas aquellas caras reflejaban una asombrosa contradicción entre la común espera de algo solemne y las conversaciones habituales sobre hechos cotidianos: la partida de bostondel día anterior, el cocinero Petrushka, la salud de Zinaida Dmítrievna, etcétera.
Pierre, enfundado desde la mañana en su uniforme de gentilhombre, que le venía estrecho, paseaba por las salas. Estaba conmovido: aquella extraordinaria reunión, no sólo de la nobleza, sino también de los mercaderes —de los estamentos, états généraux—, suscitaba en él una serie de ideas hacía tiempo olvidadas pero profundamente arraigadas en su espíritu: ideas sobre el Contrat socialy la Revolución francesa.
Las palabras del manifiesto, señaladas por él, según las cuales el Zar iba a Moscú para “consultar" con su pueblo, lo confirmaban en su opinión. Y suponiendo que en ese sentido se preparaba algo importante, que él esperaba desde hacía tiempo, iba de un lado a otro, escuchando las conversaciones, pero ninguno de los presentes se refería a lo que le interesaba.
Se había dado lectura al manifiesto del Emperador, que provocó el entusiasmo de los reunidos; después, todos se dispersaron charlando animadamente. Además de los temas de interés general, Pierre oía hablar acerca del lugar que debían ocupar los mariscales de la nobleza cuando entrara el Emperador; sobre el tiempo oportuno para ofrecer un baile al Soberano o sobre la conveniencia de reunirse por distritos o juntos, etcétera. Pero en cuanto se tocaba el tema de la guerra y los motivos de aquella reunión, las palabras se hacían vagas y vacilantes. Todos preferían escuchar que hablar.
Un hombre de mediana edad, apuesto y bien parecido, con uniforme de marino retirado, había empezado a hablar en una sala y todos se reunían alrededor de él. Pierre se acercó a aquel grupo para escuchar al marino. El conde Iliá Andréievich, que vestido con su uniforme de voievodade los tiempos de Catalina la Grande iba de un lado a otro con su eterna sonrisa amable, se había acercado también al grupo —donde conocía casi a todos— y con movimientos de cabeza aprobaba sonriente lo que se decía. El marino retirado hablaba con gran valentía: así se notaba por el gesto de sus oyentes y porque muchos hombres a los que Pierre conocía como moderados y dóciles se apartaron en seguida, como desaprobando sus manifestaciones, o bien lo rebatían. Pierre se abrió camino hasta el centro del grupo; escuchó al marino y quedó convencido de que se trataba de un verdadero liberal, pero en un sentido muy diverso del que él habría deseado. El marino, con una voz de barítono especialmente sonora, melódica, propia de los nobles, pronunciaba las erres de una forma gutural bastante agradable, abreviando las consonantes, y con el tono con que se suele gritar “¡camarero, la pipa!” seguía hablando con la entonación del que está acostumbrado al poder y el jolgorio.
—¿Qué importa que los de Smolensk hayan ofrecido milicias al Emperador? ¿Es que estamos obligados a hacer lo mismo? Si los nobles de la provincia de Moscú lo consideran necesario, hay otras maneras de manifestar su devoción y lealtad al Emperador. ¿Acaso hemos olvidado las milicias de mil ochocientos siete? Entonces sólo se enriquecieron los hijos de la iglesia y los ladrones y saqueadores.
El conde Iliá Andréievich, sonriendo afablemente, movía la cabeza en señal de aprobación.
—¿Y qué? ¿Es que las milicias han prestado alguna vez un servicio útil al Estado? ¡Nunca! No han hecho otra cosa que arruinar nuestras propiedades. Lo mejor sigue siendo el reclutamiento. Sin esto... nuestros hombres vuelven a casa sin ser ni militares ni campesinos: tan sólo unos disolutos. ¡Los nobles no regatearemos nuestras vidas! ¡Que el Emperador haga un llamamiento y todos moriremos por él!— concluyó el orador, enardecido.
Iliá Andréievich tragaba saliva, de pura satisfacción, y empujaba a Pierre, que daba muestras de querer hablar. Pierre se adelantó animado, sin saber lo que pensaba decir. Abría la boca para comenzar cuando lo interrumpió un senador desdentado, de rostro inteligente y adusto, que se había situado junto al orador, evidentemente habituado a discutir y plantear cuestiones; el senador habló sin levantar la voz, pero dejándose oír.
—Supongo, señor— dijo el anciano barboteando con su desdentada boca, —que no se nos ha llamado aquí para discutir ahora si es mejor para el Estado el reclutamiento o la milicia. Hemos venido para contestar al llamamiento que Su Majestad el Zar se ha dignado hacernos; será mejor dejar al cuidado de los altos poderes el juzgar lo que conviene, si el reclutamiento o la milicia.