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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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—Vaya, siempre lo pierde todo— dijo la condesa.

Natasha entró con el rostro enternecido y placentero y se sentó, mirando en silencio a Pierre, quien, hasta entonces sombrío, se animó en cuanto ella entró. Sin dejar de buscar el documento, la miró varias veces.

—Tendré que volver a casa. Seguro que me lo dejé allí.

—Entonces llegará tarde para la comida.

—¡Oh, y el cochero se ha ido!

Pero Sonia, que había salido al vestíbulo a buscar los documentos, los halló en el sombrero de Pierre, donde él los había puesto entre la badana. Pierre quiso leerlo.

—No, después de comer— dijo el viejo conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.

Durante la comida brindaron con champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Shinshin contó las últimas nuevas de la ciudad: la enfermedad de una vieja princesa georgiana, la desaparición de Métivier de Moscú y la detención de cierto alemán, al que mandaron a Rastopchin diciendo que era un champignon(así lo había contado Rastopchin en persona); el conde ordenó que lo dejasen en libertad, diciendo a la gente que no era un champignon, sino, simplemente, una vieja seta alemana.

—Sí, sí, hay muchas detenciones— dijo el conde. —Bien le digo a la condesa que no hable tanto en francés; ahora no es oportuno.

—¿No saben que el príncipe Galitsin ha tomado un profesor de ruso? Ahora está aprendiendo— comentó Shinshin. —Il commence à devenir dangereux de parler français dans les rues. 375

—Y usted, conde Piotr Kirílovich, cuando se movilice la milicia, ¿también tendrá que incorporarse?— preguntó el viejo conde, volviéndose a Pierre, quien había permanecido silencioso y pensativo durante toda la comida. Como si no comprendiera, miró al conde.

—Sí, sí, a la guerra— dijo. —Pero no, ¿qué soldado sería yo? ¡Aunque todo es tan extraño! Tan extraño. Ni yo mismo lo comprendo, no lo sé. ¡Me siento tan distante de los gustos militares! Pero en estos tiempos actuales, nadie puede asegurar nada.

Después de la comida, el conde se acomodó tranquilamente en una butaca y pidió con gravedad a Sonia, que tenía reputación de buena lectora, que leyera la proclama del Emperador.

—"A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo ha entrado en territorio ruso con grandes fuerzas. Intenta devastar nuestra amada patria..."— leía diligentemente Sonia con su fina vocecita.

El conde escuchaba con los ojos cerrados y suspiraba en algunos pasajes. Natasha, erguida en su asiento, miraba alternativamente a su padre y a Pierre, quien sentía aquella mirada y procuraba no volverse.

La condesa, después de cada expresión solemne del manifiesto, movía la cabeza con aire de reprobación y descontento. Una sola cosa veía en aquellas palabras: que el peligro que amenazaba a su hijo no iba a concluir tan pronto. Shinshin, plegados los labios en una sonrisa zumbona, parecía dispuesto a burlarse de lo primero que se le presentase, ya fuera la forma de leer de Sonia, ya las reflexiones del conde, ya el manifiesto mismo, a falta de un pretexto mejor.

Después del pasaje que trataba del peligro que amenazaba a Rusia y de las esperanzas que el Emperador tenía puestas en Moscú y, sobre todo, en su famosa nobleza, Sonia, con voz temblorosa, debida principalmente a la atención con que la escuchaban, leyó las últimas frases:

“No tardaremos en acudir a esta capital y a otros lugares del país para reunimos, deliberar y guiar a nuestras milicias, tanto aquellas que cierran ahora el paso al enemigo como las que se organicen en todas partes para combatirlo dondequiera que se presente. ¡Que la ruina a la que pensaba llevarnos caiga sobre su jefe y que toda Europa, liberada de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia!"

—¡Eso es!— exclamó el conde, abriendo sus húmedos ojos; e interrumpiéndose varias veces para respirar, como si le hubiesen llevado a la nariz un frasco de ácido acético, añadió: —Que el Emperador diga una sola palabra, y lo sacrificaremos todo, sin ahorrar esfuerzo.

Shinshin no había logrado aún mofarse del patriotismo del conde cuando Natasha corría hacia su padre.

—Pero, ¡qué encanto de padre!— dijo besándolo, y se volvió para mirar a Pierre con aquella coquetería inconsciente que volvía a ella con el mejoramiento de su salud.

—¡Ella sí que es una patriota!— dijo Shinshin.

—No, nada de patriota; simplemente...— replicó Natasha ofendida. —A usted todo le parece risible, pero esto no es ninguna broma...

—¡Nada de bromas!— repitió el conde. —¡Que diga una sola palabra e iremos todos!... ¡No somos unos alemanes cualesquiera!...

—¿Se han dado cuenta de que en el manifiesto se dice “para deliberar”?— observó Pierre.

—Bueno, para lo que sea...

En aquel instante, Petia, a quien nadie prestaba atención, se acercó a su padre y, muy colorado, con voz que mudaba, tan pronto aguda como bronca, dijo:

—Ea, papá, ahora lo voy a decir, y a mamá también; tomadlo como queráis, pero tenéis que dejarme ir al ejército... porque no puedo más... ¡Y eso es todo!...

La condesa, horrorizada, alzó los ojos al cielo, juntó las manos y, enfadada, se volvió al marido:

—¡Ya está! ¡Ya lo has conseguido!

Pero el conde se recobró al momento de su emoción:

—¡Vaya, vaya! ¡Menudo guerrero! Déjate de tonterías. Lo que tienes que hacer es estudiar.

—No son tonterías, papá; Fedia Obolenski es más joven que yo y se va; y lo principal es que, de todas maneras, yo no podría estudiar ahora cuando...— Petia se detuvo, enrojeció intensamente, pero concluyó, sin embargo: —Cuando la patria está en peligro.

—Basta, basta de tonterías...

—¡Pero si usted mismo ha dicho que lo daríamos todo!

—¡Cállate, Petia!— gritó el conde, mirando a su esposa, que había palidecido y no apartaba los asustados ojos de su benjamín.

—Pues ya lo sabe. Piotr Kirílovich le dirá...

—Pues yo te repito que son tonterías. Es un bebé que quiere ir de soldado. ¡A ti te lo digo!

Y el conde, cogiendo el manifiesto, seguramente con intención de leerlo de nuevo en su despacho, antes de la siesta, se dirigió a Pierre:

—Vamos a fumar, Piotr Kirílovich.

Pierre se encontraba indeciso y confuso. Los ojos de Natasha, insólitamente brillantes y animados, vueltos hacia él con algo más que cariño, lo habían puesto en esa situación.

—No, me parece que... Me iré a casa...

—¿A casa? Pero si quería quedarse toda la velada... Cada día lo vemos menos por aquí... y ella— añadió bonachonamente señalando a Natasha —sólo se alegra cuando está usted aquí...

—Me había olvidado... Tengo que irme sin falta... los asuntos...— añadió presuroso.

—Bueno, bueno; hasta la vista— dijo el conde, abandonando la habitación definitivamente.

—¿Por qué se va? ¿Por qué está disgustado? ¿Por qué?— preguntó Natasha a Pierre mirándole retadora a los ojos.

"Porque te amo”, habría querido contestar él. Pero no lo dijo; enrojeció hasta el punto de llorar y bajó los ojos.

—Porque será mejor para mí que yo venga menos... porque... No; sencillamente, tengo asuntos que resolver en casa.

—¿Pero por qué? Dígalo...— comenzó Natasha, mas de pronto calló.

Se miraron asustados y llenos de turbación. Él trató de sonreír, pero no pudo hacerlo. Su sonrisa expresó un hondo sufrimiento. Sin decir nada, besó su mano y salió. Marchaba decidido a no volver más a casa de los Rostov.

XXI

Recibida la rotunda negativa de su padre, Petia se recluyó en su habitación y lloró amargamente. Los demás fingieron no darse cuenta de nada cuando a la hora del té volvió taciturno y con los ojos rojos de llorar.

Al día siguiente llegó el Emperador. Algunos criados pidieron permiso para salir y ver al Zar. Aquella mañana Petia tardó mucho en vestirse, peinarse y acomodar el cuello tal como lo hacen los mayores. Mirándose en el espejo, fruncía el ceño, gesticulaba, se encogía de hombros y, finalmente, sin decir nada a nadie, se puso la gorra y salió de la casa por la escalera de servicio procurando que no lo vieran. Tenía decidido ir al lugar donde estuviera el Emperador y explicar a algún chambelán (se imaginaba al Zar rodeado siempre de chambelanes) que él, conde Rostov, a pesar de su corta edad, quería servir a la patria, pues la juventud no era obstáculo para ir al ejército y estaba dispuesto a... Mientras Petia se arreglaba delante del espejo, había compuesto muchas frases, a cual más bella, para decírselas al chambelán.

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