Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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No había más que una cuchara; el azúcar era abundante, pero no tenían tiempo de disolverlo, y decidieron que María Enríkovna revolviera el azúcar de cada uno. Rostov, después de echar ron en su vaso, rogó a la alemana que lo revolviera.
—Pero si usted no se ha puesto azúcar— dijo ella sonriente, como si sus palabras, así como las de otros, fueran bromas muy divertidas y con doble sentido.
—No necesito azúcar, necesito tan sólo que lo revuelva con su mano.
María Enríkovna buscó la cuchara, de la que ya se había apoderado otro.
—Hágalo con un dedito, María Enríkovna, será más agradable todavía.
—¡Quema!— exclamó ella, enrojecida de placer.
Ilín trajo un cubo lleno de agua, echó en él unas gotas de ron y suplicó a María Enríkovna que lo revolviera con su dedo.
—Ésta es mi taza— dijo, —meta usted un dedo y me lo beberé todo.
Cuando se hubo terminado el samovar, Rostov cogió las cartas y propuso una partida "a los reyes” con María Enríkovna. Se echó a suertes para ver quién formaría pareja con ella; a propuesta de Rostov, se determinó que quien fuera el rey ganaría el derecho de besar su mano y el que perdiera tendría que hervir el samovar para cuando despertara su marido.
—¿Y si María Enríkovna es rey?— preguntó Ilín.
—Ella ya es la reina y sus órdenes son ley.
Acababa de comenzar el juego cuando a espaldas de su mujer se alzó la cabeza enmarañada del médico. Hacía un buen rato que no dormía; estaba escuchando lo que decían los oficiales y evidentemente no encontraba en sus palabras nada alegre, gracioso ni divertido. Su rostro expresaba tristeza y abatimiento.
Sin saludar a los oficiales se rascó la cabeza y pidió permiso para salir de su rincón, porque el paso estaba obstruido. Cuando estuvo fuera todos los oficiales estallaron en una carcajada y María Enríkovna se ruborizó intensamente, lo que la hizo aún más atractiva a los ojos de aquellos jóvenes.
Cuando el médico volvió del patio dijo a su mujer (que ya no sonreía tan alegremente como antes y lo miraba temerosa esperando su sentencia) que la lluvia había cesado y que era preciso dormir en el carruaje, pues de otra manera les robarían todo.
—Enviaré a un asistente... o dos— dijo Rostov. —No sea así, doctor.
—Yo me pondré de guardia— dijo Ilín.
—No, no, señores, ustedes han dormido, pero yo hace dos noches que no duermo— dijo el doctor, y se sentó sombrío al lado de su mujer, esperando que terminara la partida.
Al ver el rostro taciturno del médico, que miraba de reojo a su mujer, los oficiales se sintieron aún más alegres y muchos no pudieron contener la risa, a la que en seguida trataban de hallar un pretexto conveniente. Cuando el médico se fue llevándose a su mujer y se instaló en su coche, los oficiales se tumbaron en el albergue, cubriéndose con sus capotes húmedos: durante largo tiempo no pudieron conciliar el sueño, hablaban unos con otros, recordando la suspicacia del médico y la alegría de su mujer, o se levantaban y salían fuera, volviendo para contar lo que estaba ocurriendo en el coche. Varias veces se tapó Rostov la cabeza para dormir, pero siempre saltaba alguien con una nueva observación, y de nuevo empezaban las conversaciones y las risas alegres, infantiles y sin motivo.
XIV
Cerca de las tres, cuando llegó un sargento con la orden de salir para la aldea de Ostrovna, nadie dormía todavía.
Aunque sin dejar de bromear y reír, los oficiales se prepararon con prisas. De nuevo calentaron el samovar con agua sucia; pero Rostov, sin esperar el té, salió para acercarse a su escuadrón. Comenzaba a clarear; había cesado la lluvia y las nubes se dispersaban. Había humedad y hacía frío, sobre todo por la sensación de los uniformes a medio secar. Al salir del mesón, Rostov e Ilín echaron una mirada al carruaje del médico, con su capota de cuero brillante por las gotas de la lluvia; las piernas del doctor sobresalían del carruaje y en el centro del mismo reposaba en una almohada la cofia de su mujer; se oía la respiración regular de los dormidos.
—Es muy bonita realmente— dijo Rostov a Ilín, que salía con él.
—¡Un encanto de mujer!— comentó Ilín con toda la seriedad de sus dieciséis años.
Media hora más tarde el escuadrón estaba formado en el camino. Sonó la voz de mando: "¡A caballo!”. Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron. Rostov se puso al frente y ordenó: “¡En marcha!”. En filas de cuatro y en medio del ruido de cascos de caballos en el barro, de los sables y las conversaciones, los húsares avanzaron por el ancho camino bordeado de abedules, detrás de la infantería y la artillería, que abrían la marcha.
El viento barría rápidamente las nubes desmenuzadas, azules y moradas, que se teñían de rojo por el este. Clareaba ya y podían distinguirse bien los rizosos yerbajos que siempre crecen a los lados de los caminos vecinales, mojados aún por la lluvia de la víspera; el viento balanceaba las ramas húmedas de los abedules, que dejaban caer oblicuas gotas de agua clara. Las caras de los soldados comenzaban a distinguirse. Rostov iba acompañado de Ilín, que no se separaba de él, por un lado del camino, entre la doble hilera de abedules. Durante la campaña, Rostov, como buen cazador y experto en caballos, se permitía cabalgar en un caballo cosaco, en vez de montar en el reglamentario; había conseguido un magnífico ejemplar del Don, veloz, alegre, corpulento y de largas crines, al que ningún otro adelantaba en la carrera. Sentía un gran placer al montarlo. Ahora pensaba en su caballo, en la hermosa mañana, en la mujer del médico, y ni una sola vez se paró a considerar el peligro que les aguardaba.
Antes sentía miedo cuando iba al combate, pero ahora no tenía ninguna sensación de temor. Y no era porque se hubiese habituado al fuego (nadie se acostumbra al peligro), sino porque había aprendido a dominarse. Se había acostumbrado, al ir a una acción, a pensar en cualquier cosa menos en lo que era esencial entonces: el peligro inminente. A pesar de todos sus esfuerzos y de los reproches que se hacía por su cobardía, al comienzo del servicio militar le era difícil dominar el miedo, pero con los años lo consiguió con naturalidad.
Ahora cabalgaba al lado de Ilín, entre los abedules, con aire tranquilo y despreocupado, como si se tratara de un paseo. De vez en cuando arrancaba alguna hoja de los árboles que le venían a mano, acariciaba el flanco del caballo o, sin mirar atrás, tendía la pipa, no terminada de fumar, al húsar que lo seguía. Le daba lástima mirar la inquieta cara de Ilín, que hablaba mucho y sin tino. Conocía por experiencia la sensación angustiosa del miedo a morir que sentía Ilín en aquellos instantes, y no ignoraba que el único remedio contra ello era el tiempo.
Cuando el sol apareció en una franja despejada del cielo, saliendo de entre las nubes, el viento se calmó, como si no se atreviera a estropear aquella espléndida mañana veraniega después del temporal. Aún caían gotas, pero ya no oblicuas; todo se apaciguó. El sol salió por completo, apareció en la línea del horizonte y desapareció tras una nube larga y estrecha sobre el horizonte; al cabo de algunos minutos, asomó de nuevo, aún más luminoso, en el extremo superior de la nube, desgajando sus bordes. Todo en torno se iluminó, resplandeció. Y juntamente con la luz, como saludándola, estallaron, delante de ellos, unos cañonazos.
Rostov no había tenido tiempo de calcular la distancia de aquellos disparos cuando se presentó un ayudante de campo del conde Ostermann-Tolstói, que venía de Vítebsk, con la orden de que siguieran por el camino al trote.
El escuadrón rebasó a la infantería y la artillería, que también aceleraron la marcha, bajó una pendiente, atravesó una aldea desierta y volvió a subir otra cuesta. Los caballos estaban cubiertos de espuma y los rostros de los húsares, enrojecidos.