Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Rostov se acordaba de Sventsian porque el primer día de la llegada a ese lugar tuvo que reemplazar a un sargento y no pudo reprimir a los soldados del escuadrón, todos borrachos, quienes, sin saberlo él, habían cargado con cinco barriles de cerveza añeja. Desde Sventsian continuaron retrocediendo hasta el Drissa y desde Drissa prosiguió el repliegue, acercándose ya a la frontera rusa.
El 13 de julio los hombres del regimiento de Pavlograd tuvieron por primera vez una seria escaramuza.
El 12 de julio, víspera del combate, se descargó una fuerte tormenta, con lluvia y granizo. Aquel verano de 1812 se distinguió por sus tormentas.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd vivaqueaban en un campo de centeno ya espigado, que los caballos y el ganado habían arrasado por completo.
Llovía torrencialmente, y Rostov, con Ilín, un joven oficial a quien protegía, estaban al abrigo en una pequeña choza construida a toda prisa. Un oficial de su regimiento, que volvía del Estado Mayor y había sido sorprendido por la lluvia, buscó refugio en la choza.
—Vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído hablar, conde, del heroísmo de Rayevski?— y se puso a contar detalles de la batalla de Saltánovka.
Rostov, encogiendo el cuello por el que se colaba el agua de la lluvia, fumaba su pipa sin prestar mucha atención al relato, mirando de vez en cuando a Ilín, el joven oficial, que se acurrucaba a su lado. Ese oficial, un muchacho de dieciséis años, recién llegado al regimiento, era con relación a Rostov lo que Nikolái había sido con relación a Denísov siete años antes. Ilín procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él como una mujer.
El oficial de los largos bigotes, Zdrjinski, seguía contando con énfasis que el dique de Saltánovka fue para los rusos como el paso de las Termopilas y cómo el general Rayevski había llevado a cabo una hazaña digna de los tiempos antiguos: bajo un fuego muy intenso había llevado a sus dos hijos hasta el dique y, con uno a cada lado, se había lanzado al ataque. Rostov escuchaba el relato sin decir nada, sin unirse al entusiasmo de Zdrjinski; por el contrario, se habría dicho que sentía vergüenza de oír todo aquello, aunque sin intención de objetar nada. Después de su experiencia de Austerlitz y de la campaña de 1807, Rostov sabía muy bien que al contar las peripecias de la guerra se miente siempre, como él mismo había hecho; además, tenía ya la experiencia suficiente para saber que en la guerra nada ocurre como lo imaginamos o contamos. Por esas razones le disgustaba el relato de Zdrjinski, como le disgustaba el propio oficial, quien, con sus largos bigotes que partían de las mejillas, se inclinaba, según una costumbre suya, hasta la cara misma de su interlocutor y lo apretujaba contra la pared de la choza ya de por sí demasiado pequeña. Rostov lo miraba en silencio.
"Ante todo, debía haber tantas apreturas y tanta confusión en la presa atacada que, aunque Rayevski hubiera llevado a sus hijos, no podría influir en nadie, todo lo más en la docena de hombres que estuvieron junto a él. Los demás no verían siquiera cómo y con quién iba Rayevski por el dique —pensaba Rostov—. Y aun aquellos que lo vieran no estarían como para sentirse muy animados, porque ¿qué podían importarles los cariñosos sentimientos paternales de ese hombre cuando su propio pellejo estaba en peligro? Por otra parte, la suerte de la patria no dependía de la pérdida o conquista de ese dique de Saltánovka, como cuentan que pasó en las Termopilas. ¿Para qué, entonces, ese sacrificio? Además, ¿a qué viene eso de llevar a los propios hijos a la guerra? Yo no me llevaría, sin hablar ya de mi hermano Petia, ni siquiera a Ilín, que no es de mi familia, pero que es un buen muchacho, procuraría dejarlo en algún sitio seguro", seguía pensando Rostov mientras el oficial hablaba. Pero no manifestó sus pensamientos; su propia experiencia también se lo impedía. Sabía que el relato del oficial contribuía a la gloria de las armas rusas y que por eso mismo convenía aparentar credulidad. Y eso fue lo que hizo.
—¡No puedo más!— dijo Ilín, notando que el relato de Zdrjinski desagradaba a Rostov. —Tengo empapados los calcetines y la camisa. Voy a buscar un refugio; parece que no llueve tanto.
Ilín salió y el oficial se fue. Cinco minutos más tarde, Ilín volvía a la carrera, chapoteando en el fango.
—¡Hurra! ¡Vamos de prisa, Rostov! ¡Lo encontré! A doscientos pasos de aquí hay un albergue; los nuestros ya se han metido dentro. Podremos secarnos. También está María Enríkovna.
María Enríkovna era la mujer del médico del regimiento, una joven y linda alemana con quien se había casado en Polonia. El médico, ya fuera por falta de medios, ya porque no quisiera separarse de su joven esposa en los primeros tiempos, la llevaba consigo, siguiendo al regimiento de húsares, y sus celos eran el tema habitual de las bromas de los oficiales.
Rostov se echó sobre los hombros la capa, llamó a Lavrushka para que llevara sus cosas al albergue y se dirigió hacia allí con Ilín, caminando sobre el fango y los charcos, bajo una lluvia que iba amainando en la oscuridad de la tarde, rasgada de vez en cuando por algún lejano relámpago.
—Rostov, ¿dónde estás?
—Aquí... ¡Vaya relámpago!
XIII
En el albergue, a cuya puerta estaba el carruaje del médico, había cinco oficiales. María Enríkovna, una joven alemana rubia y regordeta, estaba sentada en una esquina del ancho banco, en chambra y cofia de dormir; su marido, el doctor, dormía detrás de ella. Rostov e Ilín fueron recibidos con alegres exclamaciones y estallidos de risa.
—¡Vaya! ¡Menuda fiesta tenéis!— dijo Rostov riendo también.
—¿Y vosotros qué, papando moscas?— ¡Cómo se han puesto! ¡Vienen chorreando! No nos manchéis el salón.
—¡Cuidado con el vestido de María Enríkovna!— les respondieron varias voces.
Rostov e Ilín se apresuraron a buscar un rincón donde pudieran cambiarse sin atentar al pudor de María Enríkovna. Quisieron colocarse en un rincón detrás del tabique, pero había allí tres oficiales jugando a las cartas, a la luz de una vela colocada sobre una caja vacía, y se negaron a cederles su sitio. María Enríkovna ofreció una amplia falda y detrás de ella, a modo de biombo, ayudados por Lavrushka, que había traído la carga, se quitaron los trajes mojados por la lluvia y se pusieron otros.
Encendieron una estufa medio rota. Uno trajo una tabla y la apoyaron sobre dos sillas de montar, las cubrieron con una gualdrapa, sacaron el samovar, media botella de ron e invitaron a María Enríkovna a hacer los honores de la casa. Todos se juntaron a su alrededor; uno le ofrecía su pañuelo, para que secara sus bonitas manos, otro colocó a sus pies el propio capote para que los preservara de la humedad, un tercero dispuso su capa en la ventana para que no entrara el viento y otro, por último, se encargó de espantar las moscas del rostro de su marido para que no despertase.
—Déjenlo tranquilo— dijo María Enríkovna con una sonrisa tímida y feliz, —ha pasado la noche en vela y no despertará.
—No, María Enríkovna. Hay que atender bien al doctor; así tendrá lástima de mí cuando haya que cortarme una pierna o un brazo.
No había más que tres vasos. El agua estaba tan sucia que resultaba imposible distinguir si el té estaba fuerte o no, y el samovar no tenía capacidad más que para seis vasos; pero era todavía más agradable recibirlo por turno de mayor a menor graduación de aquellas manos regordetas y pequeñas de uñas no muy limpias. Aquella noche, todos los oficiales parecían estar enamorados de María Enríkovna; hasta los que jugaban a las cartas detrás del tabique acabaron por abandonar el juego para reunirse en torno al samovar, atraídos por el deseo de cortejar también ellos a María Enríkovna. Ella, al verse rodeada de jóvenes tan distinguidos y corteses, estaba radiante de felicidad, por mucho que trataba de ocultarlo y por el temor que despertaba en ella cada movimiento de su dormido consorte.