En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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Sologdin también era ingeniero, desde hacía catorce años. Había estado preso durante doce años.

La sequedad de la garganta dificultaba su expresión.

—Antón Nikolayevich, usted está equivocado por completo. Eso no era más que un bosquejo indigno de su atención. Yakonov frunció el seño un poco molesto.

—Está bien, veremos... veremos. Vaya y búsquelo.

Sobre sus charreteras se veían tres estrellas doradas con ribetes azules, tres grandes o imponentes estrellas colocadas en triángulo. El Teniente Principal Kamyashan, el oficial de seguridad en Gornaya Zakrytka también había conseguido un triángulo de tres estrellas doradas, con ribetes azul claro, durante los meses que había estado ensañándose a muerte con Sologdin. Pero las suyas eran más pequeñas.

—El boceto ya no existe —dijo Sologdin con voz insegura—. Encontré en él errores serios e irreparables... y lo quemé.

El Coronel se puso pálido. En el siniestro silencio se oía su pesada respiración. Sologdin trató de respirar sin hacer ruido.

—¿Qué quiere decir? ¿Lo quemó usted mismo?

—No. Lo di para que lo quemaran. De acuerdo a las reglamentaciones —su voz era apagada y poco clara. No quedaba rastros de su anterior seguridad.

—¿De manera que quizás todavía esté intacto? — preguntó Yakonov, adelantándose con repentina esperanza.

—Se quemó. Lo observé desde la ventana —aseguró Sologdin con pesada insistencia.

Aferrando una mano al brazo del sillón y con la otra un pisapapel de mármol, como si tuviera la intención de romper el cráneo de Sologdin, el Coronel incorporó su gran cuerpo y se puso de pie inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.

Tirando la cabeza ligeramente para atrás, Sologdin estaba parado como una estatua en su guardapolvo azul.

Entre los dos ingenieros ya no eran necesarias más preguntas ni explicaciones. A través de sus miradas enganchadas pasaba una insoportable corriente de loca frecuencia.

—Lo destruiré —declaraban los ojos del Coronel.

—Adelante y écheme encima una tercera condena, miserable, decían los ojos del prisionero.

Tenía que producirse una explosión estrepitosa.

Pero Yakonov, cubriendo sus ojos con una mano como si la luz los lastimara, se dio vuelta y se dirigió a la ventana.

Tomando el respaldo de la silla más próxima, Sologdin, exhausto, bajó los ojos.

¡Un mes! ¡Un mes! ¿Estoy realmente acabado? Todo, hasta los más pequeños detalles, aparecieron claros para el Coronel.

Una tercera condena... No podría sobreviviría, se dijo Sologdin lleno de horror.

Nuevamente Yakonov se volvió a Sologdin:

—Ingeniero, ¿cómo pudo hacer eso? — decían sus ojos.

Los ojos de Sologdin relampaguearon por toda respuesta. Recluso, recluso, ¡es que te olvidaste de todo?

Con fascinante aversión y viendo cada uno lo que podría sobrevenirle, se miraban mutuamente y no podían desviar los ojos.

Ahora Yakonov podría comenzar a gritar, golpear, tocar el timbre, encarcelarlo. Sologdin estaba preparado para que pasara eso.

Pero Yakonov sacó un pañuelo blanco, suave y limpio y se enjugó los ojos con él. Miró fijamente a Sologdin.

Sologdin trató de conservar su compostura.

Con una mano el Coronel de Ingenieros se inclinó sobre el antepecho de la ventana y con la otra hizo un rápido movimiento al prisionero para que se acercara.

En tres pasos seguros, Sologdin estuvo junto a él.

Ligeramente inclinado, como un hombre viejo, Yakonov preguntó:

—¿Sologdin, es usted un moscovita?

—Sí —respondió Sologdin manteniendo sus ojos fijos en él.

—Mire allá abajo —continuó Yakonov—. ¿Ve la parada de ómnibus allí en la carretera?

La parada del ómnibus se podía ver con claridad desde la ventana. Sologdin la miró.

—Desde aquí no hay más que media hora de viaje hasta el centro de Moscú —continuaba suavemente Yakonov.

Sologdin se volvió otra vez para mirarlo.

Y de pronto, como si se estuviera cayendo. Yakonov colocó las dos manos en los hombros de Sologdin.

—¡Sologdin! — exclamó con un tono de voz urgente y suplicante—.

Usted podría estar subiendo a ese ómnibus cualquier día del próximo junio o julio. Y usted no quiere hacerlo. ¿Ha pensado que en agosto podría haber gozado de sus primeras vacaciones... ir al Mar Negro? ¡Bañarse en el mar...! ¿se imagina eso? ¿Cuántos años hace que no se ha metido en el agua, Sologdin? ¡Después de todo a los prisioneros jamás se les permite eso!

—¿Quién dice que no? En los trabajos de talar los bosques. protestó Sologdin.

¡Lindo baño! — Yakonov todavía sujetaba a Sologdin por los hombros—. Pero usted va a ir hacia el norte, Sologdin, donde los ríos no se deshielan... Escuche, no puedo creer que haya un ser humano en la tierra que no desee las cosas buenas de la vida. Explíqueme porqué quemó su dibujo.

Los ojos azules de Dimitri Sologdin permanecieron imperturbables, incorruptibles, inmaculados. En el negro de esos ojos Yakonov vio su propia cabeza reflejada. Círculos azul cielo con agujeros en el centro y detrás de ellos todo el sorprendente mundo de un ser humano.

—¿Por qué cree usted que lo hice? — Sologdin respondió a una pregunta con otra. Entre su bigote y su pequeña barba las comisuras de los labios húmedos se levantaron ligeramente, como con sorna.

—No lo comprendo —Yakonov retiró las manos y comenzó a caminar alejándose— no comprendo a los suicidas.

Y detrás de él oyó una voz resonante y segura:

—¡Ciudadano Coronel! Soy muy poco importante, nadie me conoce. No quería renunciar a mi libertad por nada. Yakonov se volvió con presteza.

—Si no hubiera quemado mi dibujo, si lo hubiera puesto frente a usted terminado, entonces nuestro Teniente Coronel, o usted, o Oskolupov, o cualquiera que hubiera querido hacerlo me habrían arrojado mañana sobre un trasporte y firmado mi diseño con cualquier nombre. Estas cosas ya han sucedido. Y puedo decirle que es muy poco conveniente quejarse desde un campo de tránsito; le quitan el lápiz, no leudan papel, no se envían las peticiones. El recluso confinado no tiene derecho a nada.

Yakonov oía a Sologdin casi con deleite. (Le había gustado este hombre desde el momento en que entró).

—¿De manera que va a comprometerse a reconstruir el dibujo? — El que hablaba no era el Coronel de Ingenieros, sino un ser desesperado, agotado, indefenso.

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