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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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«No hay que perder esta oportunidad», se decía con perverso júbilo.

CAPÍTULO III

La cebolla

Gruchegnka vivía en el barrio más animado de la ciudad, cerca de plaza de la Iglesia, en casa de la viuda del comerciante Morozov, en cuyo patio ocupaba un reducido pabellón de madera. El edificio Morozov era una construcción de piedra de dos pisos, vieja y fea. Su propietaria era una mujer de edad que vivía con dos sobrinas solteras y ya entradas en años. No tenía necesidad de alquilar ninguna habitación, pero había admitido a Gruchegnka como inquilina (cuatro años atrás) para complacer al comerciante Samsonov, pariente suyo y protector oficial de la muchacha.

Se decía que el celoso viejo había instalado allí a su protegida para que la viuda de Morozov vigilara su conducta. Pero esta vigilancia fue muy pronto inútil, ya que la viuda no veía casi nunca a Gruchegnka; de aquí que dejase de importunarla con su espionaje.

Cuatro años habían transcurrido ya desde que el viejo había sacado de la capital del distrito a aquella muchacha de dieciocho años, tímida, delicada, flacucha, pensativa y triste, y desde entonces había pasado mucha agua por debajo de los puentes. En nuestra ciudad no se sabía nada de ella con exactitud, y siguió sin saberse, a pesar de que muchos empezaron a interesarse por la espléndida belleza de la mujer en que se había convertido Agrafena Alejandrovna. Se contaba que a los diecisiete años había sido seducida por un oficial que la había abandonado enseguida para casarse, dejando a la desgraciada con su vergüenza y su miseria. También se decía que Gruchegnka procedía de una familia honorable y de profundo espíritu religioso. Era hija de un diácono que no ejercía, o algo parecido. En cuatro años, la desgraciada, tímida y enfermiza se había convertido en una belleza rusa, espléndida y sonrosada; en una persona de carácter enérgico, altivo, audaz; en una mujer avara y astuta que manejaba con habilidad el dinero y había conseguido reunir cierto capital con más o menos escrúpulos. De lo que no había ninguna duda era de que Gruchegnka se mantenía inexpugnable, de que, aparte el viejo, nadie había podido envanecerse durante aquellos cuatro años de haber conseguido sus favores. El hecho era indudable. Sobre todo en los dos últimos años, había tenido muchos galanteadores, pero todos fracasaron, y algunos hubieron de batirse en retirada, envueltos en el ridículo, ante la resistencia de la enérgica joven.

Se sabía también que se dedicaba a los negocios, especialmente desde hacía un año, y que demostraba tal aptitud para este trabajo, que algunos habían llegado a tacharla de judía. No prestaba dinero con usura, pero se sabía que durante algún tiempo se había dedicado, en compañía de Fiodor Pavlovitch Karamazov, a comprar pagarés por un precio insignificante, incluso por la décima parte de su valor, y que había conseguido cobrar algunos por la totalidad al cabo de poco tiempo. Desde hacía un año, el viejo Samsonov apenas se sostenía sobre sus hinchados pies. Era viudo y trataba tiránicamente a sus hijos, que eran ya hombres hechos y derechos. Poseía una fortuna y la avaricia le cegaba. Sin embargo, había caído bajo el dominio de su protegida, a la que al principio pasaba una cantidad irrisoria, tanto que algunos bromistas decían que la tenía a pan y agua. Gruchegnka había conseguido emanciparse sin dejar de inspirarle una confianza sin límites acerca de su fidelidad. Este viejo y consumado hombre de negocios poseía un carácter inflexible. En su avaricia, era duro como la piedra. A pesar de que estaba subyugado por Gruchegnka hasta el punto de que no podía pasar sin ella, nunca le había dado sumas de dinero importantes. Aunque su amada protegida le hubiera amenazado con dejarlo, él no se habría ablandado. Al fin, le entregó ocho mil rublos, cosa que sorprendió a todo el que lo supo.

—No eres tonta —le dijo—. Negocia con este dinero. Pero te prevengo que de ahora en adelante sólo recibirás la asignación anual de siempre y no heredarás de mí un solo céntimo.

Y mantuvo su palabra. Cuando murió, sus hijos, a los que había tenido siempre en su casa con sus mujeres y sus niños, se repartieron toda la herencia. A Gruchegnka no se la mencionó para nada en el testamento.

Para la joven fueron de gran valor los consejos que le dio Samsonov acerca del modo de sacar provecho de sus ocho mil rublos. El viejo incluso le recomendó ciertos «negocios».

Cuando Fiodor Pavlovitch Karamazov, que había conocido a Gruchegnka con motivo de una de sus operaciones comerciales, se enamoró de ella hasta el punto de perder la razón, Samsonov, que tenía ya un pie en la tumba, se echó a reír de buena gana. Pero cuando apareció en escena Dmitri Fiodorovitch se le cortó la risa.

—Si has de escoger entre los dos —dijo, muy serio, a la joven—, quédate con el padre; pero siempre que este viejo granuja se case contigo y, antes de hacerlo, te asigne cierto capital. No hagas caso al capitán. Si lo eliges a él, no obtendrás ningún provecho.

Así habló el viejo libertino, presintiendo su próximo fin. No se equivocaba, pues murió al cabo de cinco meses. Digamos de paso que, aunque la grotesca y absurda rivalidad entre Dmitri y su padre no fue ningún secreto para buena parte de los habitantes de la ciudad, muy pocos sabían la clase de relaciones que padre a hijo sostenían con Gruchegnka. Incluso las sirvientas (tras el drama de que hablaremos) atestiguaron, como era justo, que Agrafena Alejandrovna recibía a Dmitri Fiodorovitch sólo por temor, ya que él la había amenazado de muerte. Las domésticas eran dos: una cocinera de edad avanzada, que estaba desde hacía mucho tiempo al servicio de la familia, mujer llena de achaques y sorda, y la nieta de ésta, avispada doncella de veinte años.

Gruchegnka habitaba en un modesto interior compuesto de tres piezas, en las que todos los muebles eran de caoba y de estilo 1820. Cuando llegaron Rakitine y Aliocha, era ya casi de noche, pero aún no se había encendido ninguna luz en la casa. La joven estaba en la salita, tendida en su canapé de cabecera de caoba forrada de un cuero ya desgastado y agujereado, y apoyada la cabeza en dos almohadas. Echada boca arriba y con las manos en la nuca, permanecía inmóvil. Llevaba una bata de seda negra y en la cabeza un gorro de encajes que le sentaba a maravilla. Cubría sus hombros con un pañuelo sujeto por un broche de oro macizo. Esperaba a alguien con visible impaciencia, pálida la tez, los labios y los ojos ardientes, y golpeando con su piececito el canapé como para medir el tiempo. Al oír entrar a los visitantes, saltó al suelo, a la vez que profería un grito de terror.

—¿Quién es?

La doncella se apresuró a tranquilizarla.

—No es él; no se asuste.

«¿Qué le habrá pasado?», se dijo Rakitine, mientras cogía del brazo a Aliocha y lo conducía a la sala.

Gruchegnka permanecía de pie. Aún quedaba un gesto de pánico en su semblante. Un grueso mechón de su cabello castaño se había escapado del gorro y le caía sobre el hombro derecho; pero ella ni lo advirtió ni volvió él mechón a su sitio hasta que reconoció a sus visitantes.

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