Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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– Lo cual demuestra, una vez más -añadí, siguiendo su razonamiento-, que estamos siendo utilizados para una empresa que poco tiene de honorable y digna.

En ese momento, inesperadamente, el gallo cantó dentro de la jaula. Un rumor creció en el interior de la iglesia. Jonás y yo nos miramos extrañados y miramos a nuestro alrededor buscando una explicación a aquella algarabía. Un viejo lombardo ataviado con la vestimenta de peregrino nos sonrió.

– ¡El gallo ha cantado! -dijo en su lengua, dejando escapar el aire y la saliva entre los pocos dientes que le quedaban-. Todos los que lo hemos oído tendremos en adelante buena suerte para el Camino.

El día del equinoccio de otoño, el vigésimo primero de septiembre, salimos de Santo Domingo cruzando el puente sobre el río Oja, y seguimos la calzada que llevaba hasta Radicella [36].

Atravesamos Belfuratus , Tlosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embargo, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus propios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.

Por de pronto, en contra de lo que decía nuestro guía sobre la carencia de arbolado de Castilla, al día siguiente tendríamos que cruzar los boscosos Montes de Oca, un tramo breve pero sumamente penoso que aquella noche nos imponía un buen descanso para recuperar las fuerzas perdidas.

Hallamos alojamiento en la hospedería de la iglesia y como la pobre Sara tenía los pies hinchados como odres de vino, tuve que prepararle un remedio a base de tuétano de hueso de vaca y manteca fresca.

– ¿Veis? -comentaba jocosa-. Me han crecido los pies.

Como los dolores de su espinazo no le permitían aplicárselo adecuadamente, ordené a Jonás que la ayudara. Era un compromiso para el muchacho, que enrojeció hasta ponerse del color de la grana y comenzó a sudar a pesar del frío del recinto en el que nos hallábamos los tres solos, pero mucho más peligroso y pecaminoso hubiera sido para mi, que de seguro hubiera sudado tanto o más que mi hijo, incumpliendo así el principal de mis votos. Sin embargo, lo que si hice fue envolverle yo mismo los pies en lienzos bien calientes para terminar la cura, no sin antes fijarme pecaminosamente en que sus dedos eran increíblemente ágiles y articulados, casi como los dedos de las manos, y me alteró en extremo comprobar que también en ellos había lunares. Cuando levanté los ojos, Sara me estaba observando de una manera tan especial que me arrastró hacia regiones prohibidas para mi, de las que, con gran esfuerzo, tuve que regresar apartando la mirada.

No se me había pasado por alto el curioso nombre de los montes. Era muy significativo que la puerta de entrada a Castilla estuviera marcada tan elocuentemente por la Oca, pues no sólo se trataba de los Montes, sino del río, de la imagen de Nuestra Señora de Oca, que permanecía en la parroquia, y del mismísimo pueblo, que antes de llamarse Villafranca, o «Villa de los francos», por la costumbre de denominarlo así que adoptaron los peregrinos, había recibido también el nombre de Oca. No podía dejar de pensar, mientras intentaba dormirme aterido de frío y con el estómago casi hueco, que debía existir alguna relación desconocida entre el animal sagrado, el juego iniciático que nos había enseñado el viejo Nadie, la puerta de entrada a Castilla y el símbolo de la Pata de Oca de las hermandades de canteros, constructores y pontífices iniciados.

El día siguiente amaneció nublado pero, conforme el sol se fue elevando en el cielo, las nubes despejaron y la luz se hizo vigorosa y firme. Después de desayunar unos mendrugos mojados en agua y unos pedazos de sabroso queso de oveja que nos ofreció un pastor, dedicamos algún tiempo a limpiar y engrasar las correas de las sandalias mientras Sara aprovechaba para lavar en el río nuestras camisas, sayas, esclavinas y calzas que a gritos estaban pidiendo expurgo, fregado y baldeo desde semanas atrás. Fabriqué un armazón de maderas, en forma de cruz con varios travesaños, que sujeté por detrás a los hombros de Jonás y allí tendimos las prendas para que se fueran secando con el sol y el aire mientras continuábamos viaje. Iniciamos la fuerte ascensión desde el interior mismo del pueblo. Pronto el camino se convirtió en un tapiz de hojas de roble, amarillentas y ocres, desprendidas por el otoño, que crujían bajo nuestros pasos. A pesar de no ser mucho trecho, la subida se nos hizo interminable y, para mayor desgracia, casi nos perdimos en un espeso bosque de pinos y abetos en el que barrunté la presencia de lobos y salteadores. Pero el gallo de Santo Domingo nos trajo suerte y salimos de allí indemnes y salvos, aunque agotados. Por fin, promediando el día, llegamos a lo más alto de los páramos de la Pedraja e iniciamos el descenso, cruzando el arroyo Peroja. Con el sol en lo más alto, alcanzamos el hospital de Valdefuentes, un auténtico paraíso para el descanso del transeúnte, con un manantial de agua fresca y limpia que hizo nuestras delicias.

Un grupo de peregrinos borgoñones procedentes de Autun animaba los alrededores del hospital con sus chanzas y jolgorios. A ellos les preguntamos sobre la conveniencia de tomar uno u otro de los dos caminos en los que, a partir de allí, se dividía la calzada para volver a unirse, más tarde, en Burgos.

– Nosotros tomaremos mañana la vía de San Juan de Ortega -nos dijo un mozo del grupo llamado Guillaume-, porque es la ruta recomendada por nuestro paisano Aymeric Picaud.

– También nosotros hemos seguido hasta aquí sus indicaciones.

– Su fama es universal -comentó orgulloso-, dado el gran número de peregrinos que recorren al año el Camino de Santiago. Si os ponéis en marcha ahora, llegaréis a San Juan de Ortega con muy buena luz, y el albergue del monasterio es famoso por su excelente hospitalidad.

Tenía mucha razón el joven borgoñón. Después de salvar un intrincado sendero que cruzaba la floresta, tropezamos con el ábside del templo y lo rodeamos para ir a dar a una explanada a cuya derecha quedaba la hostería, en la que fuimos acogidos con cordialidad y simpatía por el viejo monje encargado de atender a los peregrinos. El clérigo era un anciano charlatán que gustaba de la conversación y que se mostraba encantado de prestar oídos a las aventuras de cuantos llegaban hasta sus dominios. Puso abundantes raciones de comida sobre la mesa y se ofreció a mostrarnos la iglesia y el sepulcro del santo en cuanto hubiéramos terminado.

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