Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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Durante los años que dediqué al estudio de la Qabalah, una de las cosas fundamentales que aprendí fue que un buen cabalista jamás se rinde ante los obstáculos y los problemas que se le plantean en sus pesquisas. Antes bien, acepta la existencia de dichas dificultades como otro aspecto más del aprendizaje y, una vez hecho esto, se encuentra en la actitud adecuada para percibir lo que debe ser cambiado.

Los cascos de unos caballos me sacaron de mi enajenación. Y cuando digo los cascos de unos caballos quiero decir, literalmente, los cascos de unos caballos, y no su sonido, que en modo alguno hubiera penetrado hasta mi cerebro: sentado como me hallaba en la puerta de la iglesia de Santiago, con la cabeza hundida entre los hombros y la mirada gacha, vi avanzar hacia mi las patas de unos animales que se me plantaron frente a la cara y, antes de que tuviera tiempo de perder el color, la voz ofendida de Jonás empezó a reprocharme mí ausencia desde la altura que le otorgaba su palafrén:

– ¿Acaso no habíamos quedado en la hostería una hora después de separarnos, padre? ¡Pues ya podíamos esperaros…, padre!

– ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -quise saber mientras me incorporaba dificultosamente, apoyando las palmas de las manos contra las columnas del pórtico.

– El tiempo que lleváis sentado no lo sabemos -me explicó Nadie inclinándose ligeramente para ofrecerme las riendas de mi corcel-. Pero vuestra ausencia ha durado más de dos horas, don Galcerán.

– ¡Más de dos horas…, padre! -me increpó con insolencia el muchacho.

No lo pensé dos veces. Alargué el brazo derecho y agarré a Jonás por el cuello del jubón, tirando hacia abajo sin misericordia. Como tenía los pies ensartados en los estribos, se tambaleó y cayó al empedrado en mala postura, sin que por eso yo le soltara de mi traba. Desde abajo, sus pupilas reflejaban espanto y terror y las mías un resquemor que estaba muy lejos de sentir.

– Escúchame, García Galceráñez: que sea la última vez en tu vida que le faltas el respeto a tu padre -silabeé-. La última, ¿me has oído? ¿Quién te has creído que eres, miserable paniaguado impertinente? Dale gracias a la Virgen por tener el cuerpo libre de verdugones y sube a tu montura antes de que me arrepienta.

Le aupé a pulso, por la ropa todavía pinzada, y le dejé caer como un títere sobre la silla de montar. Vi la rabia y la impotencia reflejadas en su rostro descolorido y tembloroso, incluso vi un rayo de odio atravesando su mirada, pero el chico no era malo y el enfado se le disolvió en amargas lágrimas mientras yo montaba y abandonábamos Puente la Reina al paso lento de nuestros caballos. Ya no era el crío que encontré al llegar al cenobio de Ponç de Riba, aquel pequeño García que me espiaba por las ventanas de la biblioteca y que salía corriendo de la enfermería recogiéndose los diminutos faldones del hábito de puer oblatus. Ahora tenía el cuerpo de un hombre, la voz de un hombre y el genio vivo de un hombre, y por todo ello, aunque su mente siguiera siendo en muchas ocasiones la de aquel niño, tenía que empezar a comportarse como un verdadero hombre y no como un vulgar villano.

Al salir de Puente la Reina pusimos los animales al galope. Mi corcel era un espléndido cuadrúpedo de buena alzada y ligero como el viento, con el que hubiera luchado sin temor en cualquier batalla. Pero el bridón que Nadie había comprado para sí era, con diferencia, el mejor de los tres, bizarro y arrogante, y de sangre impetuosa.

En un Pater Noster cruzamos los poblados de Mañeru y Cirauqui y, siguiendo el trazado de una antigua calzada romana, alcanzamos rápidamente la aldehuela de Urbe. El sol declinaba por el oeste, a nuestra derecha, cuando atravesamos un puentecillo de dos arcos sobre el pequeño caudal del río Salado: «¡Cuidado con beber en él, ni tú ni tu caballo, pues es un río mortífero!», afirmaba Aymeric Picaud en el Codex. No es que le creyéramos, pero, por sí acaso, seguimos su consejo a rajatabla.

Pasado el río, ascendimos una colina y, por buen camino, nos internamos en Lorca. Desde allí, cruzando un soberbio puente de piedra, alcanzamos Villatuerta, a la salida de la cual el Camino se bifurcaba hacia Montejurra e Irache, por la izquierda, y hacia Estella, por la derecha, dirección que tomamos sin frenar nuestras cabalgaduras.

Estella era una ciudad monumental y grandiosa, abastecida de todo tipo de bienes. Por su centro discurrían las aguas dulces, sanas y extraordinarias del río Ega, superado por tres puentes que unían sus riberas al principio, en el centro y al final de la población. Dentro de ella, las iglesias, los palacios y los conventos se sucedían uno tras otro, rivalizando en belleza y suntuosidad. No se podía pedir más a una urbe del Camino, desde luego.

Nos hospedamos en la alberguería monástica de San Lázaro, y allí nos sorprendimos al descubrir que la lengua oficial de Estella era el provenzal, que los monjes de la alberguería eran franceses y que la mayoría de la población estaba constituida por descendientes de francos que llegaron desde su país para establecerse como comerciantes. Unos pocos navarros y los judíos de la aljama integraban el resto de la vecindad.

Aprovechando una breve ausencia de Nadie durante la cena, interrogué a los cluniacenses galos de nuestra alberguería. Me tranquilizó mucho la conciencia saber que nada templario me había dejado en el tranco de aquel día, pues los milites del Temple apenas habían hecho acto de presencia por aquellos pagos, como no fuera para luchar en alguna célebre batalla contra los sarracenos. Tampoco en Estella había habido emplazamientos templarios, lo que mucho celebré en mi fuero interno, pues me liberaba de cualquier investigación por el momento. Cuando vi volver a Nadie con paso alegre hacia la mesa, mudé el cariz de mis preguntas y me interesé por un grupo de judíos franceses que viajaban hacia León y que debían haber pasado por allí el día anterior, o dos días antes, a lo sumo.

– Si queréis saber algo de judíos -me contestó el monje con un brusco cambio de actitud, que pasó de la simpatía al menosprecio más evidente-, preguntad en la aljama de Olgacena. Debéis saber que ningún asesino de Cristo se atrevería a cruzar la santa puerta de nuestra casa.

Jonás, que desde el incidente de aquella tarde en Puente la Reina se mostraba más amable, cortés y educado que nunca, me miró sorprendido.

– ¿Qué le pasa?

– Los judíos no son bien vistos en todas partes.

– Eso ya lo sé -protestó con una voz blanda como el algodón-. Lo que quiero saber es por qué se ha puesto tan agresivo.

– La intensidad del odio hacia los judíos, García, varia notoriamente de un sitio a otro. Aquí, por alguna razón que desconocemos, debe revestir una especial virulencia.

– Quiero acompañaros a la aljama.

– Yo me apunto también a esa correría -declaró rápidamente Nadie.

– Y yo digo que iré solo -anuncié con un tono de voz que no admitía réplica, mirando a Jonás para que no se le ocurriera añadir nada al respecto. No estaba dispuesto a admitir a Nadie a mi lado en nada de lo que llevara a cabo y si llevaba a Jonás conmigo tendría que llevar también al viejo. Creo que el muchacho lo entendió (y si no lo entendió, al menos pareció aceptar mi orden con mansedumbre). Así pues, acabada la cena, ellos dos se encaminaron al dormitorio y yo salí de nuevo a la calle en busca de la aljama.

La encontré cerca del convento de Santo Domingo, en la ladera sobre la iglesia de Santa Maria de Jus del Castillo. Las puertas de la madinat al yahud [28] estaban a punto de ser cerradas y tuve que suplicarle al bedin que me dejara pasar.

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