Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– ¡Contadme, contadme, estoy deseando escucharos!
Eran las palabras mágicas que abrían las compuertas, siempre a punto de estallar, de la verborrea de Jonás. Recuerdo que cruzó mi mente el temor a que hablara más de la cuenta, pero, afortunadamente, el chico no perdía la cordura a pesar de su inmadurez. Empezó a relatarle al viejo, con todo detalle, sus propias reflexiones personales en torno a las leyendas del Santo Cáliz y entró luego al trapo con los agotadores pormenores de su futura carrera como caballero del Grial. Entretanto, la tabernera nos trajo la bebida (un buen vaso de excelente vino de la tierra para mí y agua de cebada para el muchacho) y yo me perdí en mis pensamientos mientras examinaba al gentío que nos envolvía.
Hacía ya rato que un grupo de peregrinos francos cantaba a voz en cuello unos alegres romances en lengua provenzal, marcando el ritmo, muy vivo, con los golpes de las jarras contra las mesas y con palmadas y silbidos. Como el alboroto de la cantina era enorme, al principio no les había hecho caso. Pero algo, no sé qué, me hizo aguzar el oído y atender, quedándome de improviso sin sangre en las venas: la letra de la monserga contaba que una judía francesa que había venido a España para visitar Burgos, había sido inútilmente requerida de amores por sus compañeros de viaje, deseosos, al parecer, de contar uno a uno los infinitos lunares repartidos por su cuerpo. Tuvieron que dejarla en paz porque, como eran peregrinos, no querían pecar contra Santa Maria, pero al final se desvelaba que la judía era hechicera y que les había amenazado con dejarlos calvos y sin dientes si insistían en sus requiebros.
Aferré a Jonás por un brazo y tiré de él, girándolo hacia mí.
– ¡Escucha! -le ordené sin miramientos.
Entre rugidos y risotadas, los francos estaban empezando de nuevo con la letra de la cancioncilla, y como los versos eran fáciles de recordar, otros grupos se les estaban sumando. Jonás prestó atención y luego me miró.
– ¡Sara! -exclamó excitado.
– Seguro.
– ¿Quién es Sara? -preguntó Nadie con mucha curiosidad.
– Una conocida nuestra, a quien dejamos no ha mucho en París.
– Pues creo que ya no está allí, si lo que dice la canción es cierto -repuso el viejo.
El muchacho y yo le ignoramos, atentos únicamente a la troya.
– Voy a enterarme -exclamó Jonás levantándose.
– Mejor voy yo -le detuve, obligándole a sentarse de nuevo-. Se burlarían de ti.
Me abrí paso entre la gente hasta llegar al grupo de peregrinos y me agaché hacia la sucia oreja del franco que parecía dirigir el cotarro. El hombretón escuchó mi petición, me examinó prolijamente, pareció meditar y, luego, estalló en carcajadas y haciendo un gesto con la mano a sus compañeros, se levantó y me llevo a un aparte.
– En efecto, sire -me confirmó con una sonrisa-, la judía de la canción se llama Sara. Ayer mismo se separó de nosotros y se unió a un grupo de judíos que viajaba hacia León.
– ¿Y sabéis adónde se dirigía ella?
– ¡Ya lo dice nuestra canción, micer! Hacia Burgos. Parece que allí hay un hombre que la está esperando. Tenía mucha prisa por llegar, por eso nos dejó. Los judíos con los que se fue viajaban más rápido que nosotros. ¡Y eso que hacemos la ruta con las mejores carretas de toda Francia! Sólo hemos tardado dos semanas en completar el trayecto desde Paris.
– ¿A qué distancia calculáis que pueda estar ahora? -le pregunté.
– No sé… -masculló pinzándose el labio inferior con los dedos-. Podría estar a dos o tres jornadas a caballo. No creo que mas.
Le di las gracias y regresé junto a Jonás y a Nadie, que me esperaban impacientes.
– ¿Era Sara?
El muchacho mostraba una enorme expectación.
– Si, era ella. El francés me lo ha confirmado.
– ¿Y qué está haciendo aquí?
– No lo sé con certeza -repliqué dando un trago de vino; notaba la garganta seca como la estopa-. Pero se encuentra a pocas millas de distancia. Dos o tres días a caballo, como máximo.
– ¿Queréis alcanzarla? -preguntó Nadie con una curiosa entonación.
– Somos peregrinos sin recursos y no podemos comprar cabalgaduras -le aclaré de muy malos modos.
– Eso tiene fácil arreglo. Yo no cumplo penitencia de pobreza, así que puedo adquirir caballos para los tres.
– Sois muy amable, pero dudo que dispongáis de medios suficientes -proferí con el afán de ofenderle. Pero Nadie no era un caballero que debe defender su honor, ni siquiera tenía traza de noble o de hidalgo; parecía, más bien, un comerciante poco acaudalado.
– Los medios de que dispongo son cosa mía, sire. No os incumbe entender sobre esta materia. Os estoy ofreciendo la posibilidad de alcanzar a vuestra amiga. ¿Aceptáis?
– No. No podemos aceptar vuestra generosidad.
– ¿No podemos? -se sorprendió Jonás.
– No, no podemos -repetí mirándole fijamente a los ojos para que se callara de una maldita vez.
– Pues no veo por que no -insistió el viejo-. Hay unas caballerizas muy buenas detrás del hospital de San Pedro, con monturas de primera, y conozco al dueño. Nos venderá los animales que le pidamos a un precio razonable.
– ¿Estáis seguro, padre, de que no podemos? -insistió el muchacho, haciendo hincapié en la palabra padre, usándola como si fuera un cuchillo.
Le lancé una mirada asesina que rebotó como una flecha sobre un escudo. Le esperaba una buena a aquel estúpido novicius en cuanto llegáramos a la alberguería.
– Pensadlo bien, don Galcerán. Llegaríais antes a Santiago sin romper vuestro voto de pobreza.
Sabia que no debía, sabia que tenía una misión que cumplir y que viajar a caballo significaría perder pistas importantes, sabía que el conde Joffroi nos pisaba los talones y que vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y sabia que, por encima de cualquier otra cosa -¿qué cosa era esa que me impulsaba a correr tras la judía?-, yo jamás había incumplido una orden.
– Está bien, anciano, acepto vuestro ofrecimiento. La cara de Jonás reflejó una gran satisfacción, mientras que el viejo se levantaba de la mesa con una sonrisa.
– Vamos, pues. Apenas tenemos tiempo de comprar los animales y partir hacia Estella. Allí pasaremos la noche.
Por mí mente cruzó rápidamente la idea de que Nadie era uno de esos individuos que, incapaces de ganarse amigos de otra manera, los compran a base de regalos y favores, y que, una vez los han adquirido (o creen que los han adquirido), se enseñorean en el trato, tomando en sus manos las riendas de las vidas y las haciendas de sus victimas, hasta que éstas, siempre de mala manera -pues no hay otra forma de desprenderse de estas fatigosas relaciones-, terminaban dándose a la fuga, desesperadas. La segunda cosa que pensé en aquel instante era que habíamos caído en una trampa mortal en la cual Nadie era la araña y Jonás y yo los pequeños e indefensos insectos que le iban a servir de cena. Y la tercera cosa, que, si le acompañábamos a comprar los caballos, no íbamos a tener tiempo de visitar Nuestra Señora deis Orzs, la antigua iglesia templaría.
– Hay algo que debemos hacer antes de partir, Jonás.
El muchacho asintió.
– ¿Qué es ello? -preguntó Nadie, impaciente.
– Visitar la parroquia de Murugarren. No podemos marcharnos de Puente la Reina sin haberle rezado a Nuestra Señora. La cara del viejo reflejó contrariedad.
– No creo que eso sea imprescindible. Sólo es una iglesia más, una de tantas. Podréis rezar a la Santísima Virgen en otros muchos lugares.
– Me extraña que un viejo peregrino como vos diga una cosa así.