Diario de la Guerra de Espana
Diario de la Guerra de Espana читать книгу онлайн
Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
17 de junio
Los fascistas han ocupado Las Arenas. Ya fuerzan el río Nervión. Han ocupado los arrabales de la ciudad. El gobierno ha evacuado y ha dejado una Junta de Defensa compuesta de tres personas: Lersaola, Azaña y Astigarrabía. Pero también esta troika ha abandonado la ciudad unas horas después. Bilbao ha caído. La autonomía de los vascos ha sido abolida por una orden del general Franco. No se ha producido el milagro. Esta vez no podía producirse.
Valencia está triste, pero tranquila. Por las calles desfilan las unidades recién formadas. El público las observa con respeto y curiosidad. A veces, si en la columna desfila algún cantante conocido o algún torero, la muchedumbre se ríe.
Las tropas tienen bastante buen aspecto, van bien vestidas y calzadas, uniformadas, con el armamento completo; las secciones de ametralladoras con sus ametralladoras; los zapadores, con sus herramientas; los sanitarios, con camillas y botiquines de campaña. Los soldados parecen más graves; los oficiales quizá hacen excesiva ostentación de su nuevo menester, perciben las miradas del público y adoptan poses algo forzadas. Al lado del jefe de la unidad, marcando el paso, va el comisario. No se por qué le han puesto un uniforme especial, color cacao, y le han dado una semigorra semiboina muy extraña. Con este atuendo, el comisario se destaca entre todos como un cuerpo extraño. Los que han tenido semejante idea pretendían, por lo visto, subrayar los derechos y funciones especiales del comisario. Pero no es esto lo que se ha logrado. Lo que se ha logrado ha sido separar el delegado político de la masa de los combatientes y contraponer el comisario al jefe.
El espíritu en las tropas, en los Estados Mayores y en la retaguardia ahora no es malo, es firme. Ni siquiera la pérdida de Bilbao lo ha ensombrecido en exceso. Aquí saben acostumbrarse rápidamente a las pérdidas e incluso olvidarlas. Hasta demasiado rápidamente. El sosegado Prieto —a quien, si no a un vasco, debía de resultar singularmente amarga la pérdida de Bilbao— ha dicho en una conversación: «Un amigo mío tenía una mujer a la que quería mucho, enferma de una enfermedad incurable. Hizo todo lo que pudo para salvarla, pero sólo pudo mitigar sus dolores. Cuando ella murió, mi amigo reconoció que experimentaba un alivio. Por otra parte, puede ocuparse más del resto de la familia.»
Prieto subraya en toda ocasión que ahora se ocupa del resto de la familia. Se prepara una nueva ofensiva, muy enérgica, en el sector de Madrid. A diferencia del pasado, ahora de esto se habla poco. Algo se filtra, pero la dirección del golpe que se prepara no la conoce casi nadie. En este sentido, la pérdida de Bilbao ha abierto los ojos hasta a los más ciegos. ¡Hay demasiados traidores!
Las personas honradas y valientes comienzan a comprender que los traidores no están reunidos en algún sector especial, sino que están diseminados y dispersos entre estos mismos individuos honrados y valientes. La humedad engendra la herrumbre y el moho, pero la mancha de la herrumbre y del moho se sitúan según su propio dibujo, a veces más lejos, a veces más cerca de lo que cabe predecir. Es necesario eliminar con anticipación la humedad, no permitir que se llegue al moho. En Bilbao, la humedad había que eliminarla con anticipación. No lo hicieron. En Valencia sólo ahora empiezan a fijarse unos en otros, a examinar a las gentes, incluso a las que trabajan bien, con nuevos ojos, con ojos críticos.
No es tan fácil acostumbrarse a ello ni se hace tan rápidamente. Es necesario poseer experiencia de la vida. Teníamos a un hombre a nuestro lado, trabajaba, se alegraba por los éxitos, se entristecía por los fracasos, y, de súbito, resulta un traidor. ¡¿Cómo es posible?! ¿Es concebible que siempre, incesantemente, desde la mañana hasta la noche, llevara una máscara? No, no es necesario llevar siempre una máscara. Hasta el traidor más alevoso y contumaz puede temporalmente olvidarse de sus pensamientos recónditos, cuidadosamente encerrados en su interior, puede aficionarse al trabajo, ser inteligente, enérgico y arrojado.
En agosto del año 19, nuestras unidades del frente sudoccidental retrocedían, remontando la corriente del Dniéper, perseguidas por Denikin. Yo trabajaba en el periódico del Duodécimo ejército, y un tal Sajárov era el responsable del reparto de la prensa y del suministro de papel. Cumplía sus funciones a las mil maravillas. Sacaba papel de debajo de la tierra, de todo Kiev. Distribuía el periódico a los soldados rojos hasta las líneas más avanzadas. Era la esperanza y el sostén de la redacción del periódico... Al subir a los barcos, entre la confusión general, nos separamos. Yo subí a un barco y Sajárov a otro, por lo visto al barco en que cargó el papel. Durante dos días, en todas las paradas corrí indagando dónde estaba Sajárov con el papel. Hacía falta reanudar cuanto antes la publicación del periódico. Moguilevski, presidente del Tribunal Revolucionario del ejército, observaba mi agitación. Por fin me dijo, fríamente:
—¿Por qué se desuña usted de este modo? Su Sajárov se habrá quedado en Kiev, seguro. ¡Con el papel no le van a recibir mal!
A mí se me había ocurrido todo lo que se quiera menos esto. ¡Que Sajárov se hubiera quedado! ¡Tan trabajador! ¡Un hombre como él! Pero Moguilevski estaba en lo cierto. Tenía más años y era más inteligente.
Después de la marcha de Largo Caballero, empezó una limpieza bastante enérgica en el ejército. Empezaron a destituir a la gente no sólo cuando se tenían datos claramente comprometedores. Se destituía también a quienes iban con salvoconductos en que se decía: «incapaz, pero inofensivo», «honrado, pero inepto», «extraño, pero capaz y útil». La práctica ha demostrado que tras un signo menos casi siempre se esconde otro. El «incapaz, pero inofensivo», después de su destitución, fue desenmascarado pronto en un intento de evadirse al campo enemigo. El «extraño, pero capaz y útil» resultó que con mucha habilidad y bajo cuerda desmoralizaba a su unidad, preparaba a los oficiales para pasarse al lado del enemigo en el primer contacto durante un combate. Después de él, hubo que sustituir en la unidad y detener a todo un grupo de oficiales.
Esta limpieza y este fortalecimiento de la capacidad combativa del ejército se lleva a cabo con grandes dificultades. Es necesario vencer no sólo la resistencia directa de los enemigos, sino, además, un montón de simples prejuicios, costumbres de carácter familiar y patriarcal, la tendencia a las buenas relaciones, el énfasis quijotesco, y, simplemente, la torpeza y la placidez.
Los comunistas españoles han sido y siguen siendo los que llevan la voz cantante en estas difíciles cuestiones. Largo Caballero los ha calumniado —los ha acusado de propósitos dictatoriales, de querer asumir el mando de todo el Frente Popular, de encaramarse a los puestos dirigentes para hacer y deshacer en todas partes—. Esto era una falsedad. Los comunistas no exigían el poder para sí. Esto habría sido absurdo, habría estado en contradicción radical con la idea de lucha nacional a base de todos los partidos antifascistas.
Pero, manteniéndose rigurosamente en el marco de su participación en el gobierno, los comunistas mismos, por propia iniciativa, sin esperar al retrasado aparato estatal, plantean y hacen avanzar muchos problemas olvidados e inaplazables. En la prensa, en las reuniones, en su correspondencia, en el trabajo sindical, organizan a los patriotas antifascistas, meten la nariz en la producción de cartuchos, en la evacuación de los niños, en la dirección de los trabajos de zapadores, en la confección de capotes de soldado y en la recolección del arroz. A veces pasan de la medida, exageran su papel, su influencia en las masas y en los sindicatos. La vida les da dolorosos coscorrones por sus fallos y errores de cálculo. Ellos sacuden la cabeza y siguen trabajando. Esto irritaba y enfurecía al dictador-burócrata Caballero: ha presentado la batalla en este terreno, en el de la base social y de partido, en el derecho de las amplias masas populares a organizarse para la lucha contra el enemigo, y la ha perdido, se ha visto obligado a dimitir.