Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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—¿Y quién era aquel que se levantó en el avión encima de los Pirineos con la pistola detrás de mi pescuezo? ¿Te figuras que entonces no observé nada?
Me he sentido un poco confuso.
—¡Duerme, charlatán! A la gente no se la conoce de golpe.
9 de junio
El tiempo es muy malo, no vuelan ni Guides ni Yanguas.
Los fascistas intensifican su presión sobre Bilbao. Se acercan a la zona fortificada. Temo que el «cinturón» no resistirá. Pero en la ciudad hay relativa calma.
10 de junio
Guides ha decidido volar al mediodía y Yanguas a las seis de la tarde. He dicho a Abel que si al mediodía no llego a tiempo a la playa que vuele sin mí, nos encontraremos por la noche, en el hotel La Fayette, en Toulouse... Ha tomado consigo mi equipaje.
De los sectores de combate he logrado regresar sólo a las tres.
Cuando a las cinco de la tarde, con Yanguas, con Karmen y otros acompañantes hemos llegado a Laredo, nos hemos quedado de piedra el ver el cuadro que se nos ofrecía a la vista.
En la orilla estaba de pie, mirando hacia adelante, inmóvil, muy despeinado Guides. A su lado estaba por el suelo mi blanca maleta, completamente mojada, con una cerradura rota.
En el mar, a kilómetro y medio de distancia, sobresalía del agua aproximadamente la mitad del avión de Guides. Un motor se había roto y colgaba de un tubo como un ojo arrancado de la órbita. También estaba rota una pata con su rueda. Al cadáver del avión se había amarrado una barcaza de pescadores.
—¿Qué ha ocurrido, Abel?
Ha contado lentamente, con pausas, como un niño que acaba de despertarse: llegó, cargó el aparato, hizo subir a los pasajeros, no esperó mi llegada, puso los motores en marcha, funcionaban perfectamente; no quiso probarlos mucho rato para no recalentarlos y no gastar gasolina, despegó, despegó bien, se puso en ruta, empezó a apartarse de la orilla, y entonces, de súbito, se pararon a la vez los dos motores. De una vez, en el mismo instante. Esto no ocurre nunca, ¿no es cierto? Los dos juntos y al mismo tiempo. El avión empezó a caer. Abel, con un esfuerzo colosal, planeó un poco, atenuó el golpe. Todos se encontraron en el agua, salieron de la cabina, el aparato por milagro se mantenía encima de las olas. La gente se ha salvado porque desde la orilla se vio la caída del avión; los pescadores se dieron prisa para salvarlos. Si tardan dos minutos más, el avión se habría hundido solitario.
—¿Qué ha sucedido a los motores? ¿Qué miserable ha puesto en ellos la mano?
—No lo sé —responde Guides—. Custodiaban el aparato unas personas de la localidad, las mismas que custodian el aparato de Yanguas. Hay que investigarlo. Hay que arrastrar el aparato hasta la orilla y examinar los motores.
—Azúcar —dice Yanguas.
—¿Qué azúcar?
—Han echado azúcar a la gasolina.
—¿Cómo lo sabe usted?
—No lo sé, pero lo comprendo. Han echado azúcar en la gasolina, esto no actúa en seguida, sino unos minutos después de que los motores funcionan, cuando se ha obstruido la conducción. Es un viejo truco.
Todos nos lo quedamos mirando. No dice nada más, sólo hace un gesto con la mano para que empujen su aparato y lo coloquen en posición de despegue. Pasa su dedo meñique por debajo del asa de mi mojada maleta y con el dedo meñique la lleva con la mayor facilidad. ¡Qué raro este hombre!
—¿Y no habrá azúcar en sus motores?
—No habrá. Mi mecánico ha dormido en la cabina.
Guides y Karmen irán en el barco Habana,en el que mandan una nueva expedición de niños vascos. Guides sigue de pie, aún desconcertado y confuso.
—Lograré que se haga una investigación exacta. ¡Me las van a pagar!
Le parece que ha quedado mancillada su reputación de piloto. Cree que también me ha hecho quedar mal a mí, que le recomendó.
—Pueden pedir informes en todas partes donde he trabajado. Nunca me había ocurrido nada ni siquiera de lejos, parecido a esto. ¿Comprende?: ¡dos motores a la vez, en el mismo momento!
—¡No te preocupes! No se trata de ti. El asunto está claro. Vuelve cuanto antes, busca otro avión y sigue volando.
—¡Ahora sí volaré! ¡Me las van a pagar!
—Lo mejor sería que también usted esperara el Habana—me ha dicho de pronto Basilio, que había venido a acompañarme. Hasta entonces había observado la escena en silencio—. A uno, azúcar; a otro, miel; esto, ¿sabe?, no es una broma, esto sólo resulta bonito en el librito El mundo de las aventuras,edición de Piotr Soikin, San Petersburgo, calle de Stremiannaia.
Tampoco a mí me parecía mal hacer la travesía en el Habana.Pero ¿cuándo iba a zarpar? Y Yanguas ya está sentado al volante, las hélices zumban. Ocupo mi asiento a su lado.
¡De nuevo el mar de Vizcaya, por cuarta vez, maldita sea! Pero ahora todo va como una seda. El motor de la derecha casi no da ningún golpe en falso. Abajo aparece un gran crucero de guerra. El Baleares,dice Yanguas señalando hacia el navio con un movimiento de cabeza. Yanguas se encuentra de excelente humor y silba cancioncitas sin parar. Trazamos una deferente herradura en torno al crucero y a sus antiaéreos.
La costa francesa se nos presenta, esta vez, hospitalaria. Volamos por encima de los tranquilos bosquecillos y campo de vides, sobre las pequeñas ciudades, sobre los árboles centenarios a lo largo de las carreteras, aún napoleónicas, rectas, precisas. Nos acogen un mar de luces y los faros luminosos de Toulouse. Ahí mismo, en el aeródromo, encargo billete para volar mañana a Barcelona.
11 de junio
La gran nave de la compañía Air-Francedespegó suave y fácilmente de la verde superficie plana del aeródromo. Cuatro potentes motores zumbaban con ruido sordo y sosegado; en la espaciosa cabina, en cómodas butacas junto a grandes ventanas, sosegadamente sentado, dan ganas de dormir. Sobre las mesitas había chillones prospectos y guías, ésta es la línea de Toulouse-Alicante-Tánger-Rabat. El piloto miró indiferente hacia adelante; a su lado, el mecánico de a bordo leía el periódico. Recordé de qué modo Miguel Martínez se había trasladado a Barcelona por una ruta parecida. Y el «mundo de las aventuras» entre Bayona y Bilbao... Esto ahora no pasaba de ser un mediocre y pequeño trayecto de un sólido exprés aéreo.
Barcelona se ahogaba bajo el tórrido calor. Todo el mundo se había escondido a la sombra, dejando la calle desierta. Pedí un coche para Valencia. En el Majestic encontré a Ehrenburg. Estaba extenuado por el calor. Me dijo que la víspera se había iniciado la ofensiva sobre Huesca. Actúa como grupo de choque la 45. a división al mando de Lukács-Zalka. Aún no hay noticias del frente.